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Llegué a casa cuando los miembros de mi comunidad, la de Santa Cruz de Tenerife, finalizaban el almuerzo. Al entrar, Manuel Segura SJ me informó con voz emocionada: “Lucas, han matado a Ellacuría”. Pasó el 16 de noviembre de 1989. Lo habían matado el mismo día que los jesuitas recordamos y celebramos la memoria de San Roque González de la Santa Cruz, martirizado en Paraguay en 1628. Nos conmocionó profundamente la noticia y unos días después la comunidad celebró con muchísimas amigas y amigos de la sociedad tinerfeña un funeral que sirvió también para homenaje de quienes fueron asesinados en la guerra de El Salvador. Aunque las ocho personas que murieron aquel día merecieron toda nuestra admiración, la figura del rector de la UCA era la más conocida en nuestra sociedad. Lo escuché personalmente en 1984 en la Universidad de Comillas, en una conmemoración de Xabier Zubiri, filósofo de la realidad, que había fallecido en septiembre de 1983. Por entonces, se consideraba a Ellacuría el más relevante discípulo del pensador vasco. De Zubiri podemos decir que era un logoteta, usando el término del semiólogo Roland Barthes: es decir, fundador de un lenguaje.

El mundo lingüístico creado por Zubiri en su trilogía “Inteligencia sentiente” (“Inteligencia y realidad”, “Inteligencia y logos” e “Inteligencia y razón”) era muy exigente para quienes estudiamos su obra. Uno de nuestros compañeros se atrevió a comentar en el turno de preguntas tras la conferencia de Ellacuría que quizás Zubiri no era el más elegante de los filósofos. Lo hacía en referencia a la expresión de Ortega que señalaba que la elegancia del pensador consistía en hacerse entender. Recuerdo que Ellacuría respondió de un modo contundente señalando que la complejidad del pensamiento de Zubiri superaba la capacidad de algunas personas. Nos dejó claro que, si queríamos sacar partido de nuestras lecturas de Zubiri, tendríamos que esforzarnos poniendo en juego toda nuestra potencialidad. Además del peculiar lenguaje, la dificultad provenía también del distanciamiento de Zubiri respecto al contexto filosófico del momento, que ponía el acento en el sujeto que conoce, en sus condiciones existenciales y en la cultura que sirve de caldo de cultivo de todo lo que pensamos. Como buenos hijos de Kant, sólo después de preguntar qué podemos conocer hablamos sobre qué podemos hacer y qué nos cabe esperar (siempre con el acento en el sujeto). Zubiri se distanciaba de este esquema y pretendía hablar de la realidad, del conocimiento que tenemos de la misma y del lenguaje como instrumento para mostrarla. Es decir, Zubiri ponía su empeño en mostrar que no hay una verdad mía y otra tuya, sino que lo que no es la verdad es, sencillamente, un engaño.

En el contexto de una Centroamérica sometida a injusticias que se heredan de generación en generación y de una violencia sociopolítica creciente, Ellacuría insistía desde su entorno universitario en dar respuesta a esa realidad. Para encontrar salidas que mejoraran lo que sucedía en El Salvador, el jesuita señalaba que había que hacerse cargo de la realidad (conocimiento preciso y pertinente), cargar con la realidad (valoración ética de lo que sucedía) y encargarse de la realidad (compromiso para actuar transformando la situación). Por supuesto, Ellacuría no es un pensador ingenuo que ignore los condicionantes psicológicos, sociológicos, culturales, políticos o económicos que nuestra mirada proyecta cuando se acerca a lo que está pasando en la historia. Por el contrario, porque era muy consciente de estos condicionantes, su acercamiento cuestiona al sujeto que mira, personal y colectivamente, para detectar nuestros prejuicios y promover el encuentro y el diálogo con la realidad como criterio y como tarea. En esto es fiel a su maestro Zubiri, que señala que el ser humano es un animal de realidad.

Jon Sobrino, compañero de claustro del rector Ellacuría, añadía al explicar el pensamiento de su amigo una cuarta vuelta sobre la realidad: hay que dejarse cargar por la realidad. Sobrino propone así una dimensión de gratuidad, que reconoce el misterio de una realidad que no es solo objeto que conocemos y sobre el que actuamos, sino también fuerza que nos configura, nos constituye como seres en ella, nos trasciende y posibilita nuestras propias capacidades de conocerla o transformarla.

A las pocas horas del asesinato, aparecían en los medios de entonces las imágenes de los sacerdotes y las dos mujeres tiroteadas. La figura de Ellacuría sobre el jardín de su casa en San Salvador junto a otras de las personas asesinadas aquella noche de 1989 se nos graba en el alma. Era el testimonio de que una filosofía hecha desde la realidad y con la verdad como vocación provoca una carga que puede hacerse insoportable para quienes viven en la mentira y con el poder para manipular la verdad. Todo nos recuerda que nuestra historia, la personal de cada cual y la colectiva cada vez más universal, necesitan una lucidez exigente (hacerse cargo), ética (cargar con) y comprometida (encargarse de) irrenunciables, por más que nos reconozcamos cargados por la realidad, recibida, donada, gratuita, con la que gozamos y sufrimos.

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