En 1922, Kafka escribió “Un artista del hambre”: un hombre en una jaula circense pasaba hambre ante la admiración del público que, poco a poco, fue ignorándolo ante otras novedades que satisfacían su ansia de espectáculo. Finalmente, el artista murió en soledad. Cita esta historia el poeta y ensayista Carlos Ortega, que escribe una sugerente introducción a “La gravedad y la gracia” de la autora francesa Simone Weil, fallecida en 1943, con treinta y cuatro años, en Washford, Inglaterra. La prensa local lo consideró un suicidio, porque “había rechazado comer”. Desde su exigencia ética, Weil, miembro de la resistencia francesa en el exilio británico, quería vivir las mismas condiciones (incluyendo la alimentación) que tenían en la Francia ocupada. Esa coherencia de pensamiento y obra marcó toda su existencia.
A comienzos de los noventa, siendo estudiante de Teología, me uní a la comunidad que los jesuitas teníamos en el barrio gitano de Almanjáyar, en Granada. La primera noche nos quedamos sin electricidad. Fue una decisión de la compañía eléctrica al constatar que una mayoría de nuestro vecindario no pagaba la factura. Acompañé a Adolfo Chércoles SJ, veterano compañero, en las visitas a autoridades diversas para revertir aquella decisión. Una de las personalidades, al reconocer a Adolfo, del que había sido compañero de luchas en los sesenta, dijo: “Tú sí que has sido coherente”. Cuando pregunté a mi compañero por aquel comentario, me dijo con gracia: “Sí; cada vez tengo más la impresión de ser una reliquia: digno de admiración y de imposible imitación”. Como el artista hambriento, en el enjambre en que vivimos, Adolfo era admirado e ignorado de forma sucesiva. Ese mismo sentimiento debió tener con frecuencia la sobresaliente Simone Weil.
Pocas veces resulta tan clara la coherencia entre vida y pensamiento como en esta mujer de origen judío. En palabras citadas por Carlos Ortega en la ya mencionada introducción, Albert Camus consideraba que “…desde Marx…, el pensamiento político y social no había producido en Occidente nada más penetrante y profético”. Testimonio de esta admiración fue aquel día en que, antes de partir para Suecia a recibir el Nobel de Literatura en 1957, el escritor francoargelino pidió a los padres de Simone que le dejaran visitar su habitación, como quien va a un santuario. Camus, el literato de la rebelión y el absurdo (recordemos a Sísifo subiendo la piedra hacia una cumbre de la que volvería a rodar sin remedio hasta la base) admiraba a la joven que afrontó la carga de la vida con una esperanza trascendente: gravedad y gracia. Esta profunda admiración por su pensamiento se eclipsaba en buena parte de las personas que la conocieron ante la impresionante personalidad de la escritora. El general De Gaulle, al que Simone Weil solicitó que la enviara a Francia para formar parte activa de la resistencia, aseguraba que la joven estaba “completamente loca”. Su forma de vestir nunca respondió a los parámetros femeninos de la época. Convencida de que el pensamiento y el trabajo manual se necesitaban, abandonó la docencia para trabajar en una fábrica de automóviles, donde acabó enferma y agotada dado su físico poco preparado para las cadenas de producción del momento.
En los cuadernos que escribía se muestra perpleja ante el hecho de que las gentes de su época parecían admirar su vida y despreciar su pensamiento: “Si nadie se aviene a prestar atención a los pensamientos que, sin saber cómo, se han depositado en un ser tan insuficiente como yo, quedarán enterrados conmigo. Y si, como pienso, contienen verdad, será una lástima. Yo soy perjudicial para ellos. El hecho de que se hayan encontrado en mí impide que se les preste atención”.
Su mirada sobre la realidad, enraizada y comprometida, fue creciendo en profundidad a medida que incorporaba un sentido de luz y gracia a la gravedad de la historia que le tocó vivir. Como pocas personas, desde comienzos de los años treinta, profetiza la oscuridad y el dolor que se avecinaba sobre Europa. Pero pronto, a raíz de un viaje a Italia, la luz y la belleza entraron con protagonismo en su pensamiento. De forma sorprendente, dado que no era persona religiosa, esa mirada luminosa se asocia al Cristo, crucificado y resucitado. Por entonces, final de los años treinta, describe experiencias místicas, como cuando cuenta que en Asís, en la capilla del santo Francisco, “algo más fuerte que yo me obligó a ponerme de rodillas por primera vez en mi vida”; o, en otro lado, afirma que durante una celebración en el monasterio de Solesmes “el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez para siempre”. Experiencias como estas se sucederán en su vida con expresiones que dejan una profunda huella: “en un momento de tremendo dolor físico, y mientras me esforzaba por amar… sentí… una presencia más personal, cierta y real que la de un ser humano”.
Cuando murió en 1943, entre las pocas personas que acudieron al entierro no estaba ningún sacerdote, ni pastor, ni rabino. Toda su vivencia mística, todo su pensamiento y toda su biografía excepcionalmente coherente no la llevaron a ninguna de las comunidades religiosas de nuestro tiempo. Y como “el artista del hambre” de Kafka, su obra habría sido ignorada si no mediara el trabajo de sus familiares y amistades que se empeñaron en sacar a la luz los escritos repartidos en sus cuadernos.
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