Lucas López.
Conocí a Carlos Vallés SJ cuando yo era un joven jesuita y él un reputado autor de “best sellers”. Nacido en el año 25 y jesuita desde 1941, su vida estaba vinculada a la India desde 1949, fecha en que se promulgó la constitución de aquel país tras haber conseguido la independencia un par de años antes. Lo recuerdo como un escritor de éxito en lengua gujarati que llegó a recibir cinco veces el premio para ensayos del Gobierno de Gujarat, además de muchos otros galardones de los que me sería difícil dar cuenta. En castellano, en la editorial Sal Terrae mantienen en catálogo treinta y tres de sus publicaciones. En 2002 publicó “Saber escoger”. En estilo a la vez reflexivo y narrativo de lectura agradable, Carlos G. Vallés presenta resumidamente eso que los jesuitas llamamos discernimiento y que tiene que ver con el modo peculiar en que Ignacio de Loyola leyó su vida y sus elecciones.
La vida de las personas es compleja y rara vez ni siquiera los cambios más bruscos son una ruptura con lo más profundo del propio ser. Por eso, la herida de Pamplona, que sufrió el capitán Yñigo López de Loyola, en mayo de 1521, punto de partida de la historia que aquí contamos, no explica por sí sola el sentido de su vida. Necesitamos la infancia, juventud y primera adultez de un muchacho de tradición cristiana educado en la piedad de su época. Yñigo iba para seductor en amores, reconocimientos en los palacios y victorias en el campo de batalla. Lo guiaba la gloria. Siempre quiso más, llegar más lejos, subir más alto. Aspiraba a unirse en matrimonio con dama de alta posición y a ascender en la corte. Así, que la bala que lo dejó mal herido no truncó esa dirección: mantuvo su empeño de ser más. Aprendiendo de lo vivido y con una sensibilidad creciente por lo que se movía en su interior, fue orientando su afán de gloria hacia aquel Señor al que rezaba de pequeño en Loyola. Aprendió que la propia vida se gana cuando se entrega, y que la felicidad se consigue cuando se sale del propio amor, querer e interés. En eso puso el sentido de su vida, en “reconocer tanto bien recibido para enteramente agradecer y así en todo amar y servir”.
Claro está que cabe preguntarse si la experiencia de discernimiento y elección de un personaje del siglo XVI es relevante en el siglo XXI. El maestro de Loyola nos dejó el librito de los Ejercicios Espirituales. Kolvenbach, que fuera superior general de los jesuitas, señala tres fines para el ejercitarse que propone Ignacio: iluminar nuestro entendimiento, inspirar nuestro deseo, provocar nuestra libertad (citado por Pablo Guerrero, “Convertirse es ser atraído”, 2019). Somos capaces de conocer la verdad, de orientar nuestros deseos y de elegir en libertad. Se trata de una esperanza contracultural puesto que mucho de lo que vivimos en la actualidad se empeña en confundir nuestro conocer con computar, nuestro desear con estar enganchado y nuestra libertad con la aparente disponibilidad de opciones diversas. Por eso es posible que la propuesta de los Ejercicios, aunque pueda leerse como quien hace arqueología o exégesis en un museo, también puede servir para escuchar ese deseo de libertad, de encontrar un sentido a nuestras elecciones y búsquedas y emprender el camino. Se llama “ejercicios” porque es un “ejercitarse”.
Conviví con Adolfo Chércoles SJ en el barrio gitano de Almanjáyar, en Granada, a comienzos de los noventa. Quería vivir en aquella comunidad desde el deseo de estar cerca de quienes vivían en pobreza, que eran desde mi modo de ver la gente del Nazareno. Pero también me animaba la posibilidad de convivir con Chércoles, cuya enseñanza me hablaba de algo que se escapaba a nuestra cultura consumista, acaparadora y de éxito. Fue con él con quien empecé a hacer los Ejercicios de San Ignacio en la vida de cada día, sin retirarme a una casa alejada o a un monasterio situado en un paraje precioso. Dándome cada semana las pistas para mis ejercicios mientras continuaba en mis trabajos y estudios. Me ayudó a entender que necesitamos ejercitarnos permanentemente porque somos hijos de una cultura que nos hace sentir como criatura que patalea y llora ante el deseo no satisfecho, como si el mundo entero tuviera que responder ante cada frustración que nos asalta.
Afirmaba Adolfo Chércoles SJ, maestro de lucidez y hondura, en conversación tranquila, que cada persona tiene siempre motivos para desertar. No usaba una expresión suave (del tipo “cada cual tiene motivos para elegir otro camino”). La palabra “desertar”, con toda su carga semántica de reproche, nos habla de responsabilidades abandonadas, de opciones traicionadas. Reconozco que la expresión me pone nervioso ante las rectificaciones que hacemos en la vida. Sin embargo, quiero encontrar su enseñanza: ser adulto es elegir y asumir. La infancia parece permitir elegir sin límites porque de nada respondo y si, finalmente, no satisfago mi capricho, siempre me queda la oportunidad de protestar como víctima del sistema. De ese modo, llegamos a la edad madura y descubrimos que lejos de ser el momento cumbre en el que la sabiduría del tiempo acumulado nos invade, se convierte en la antesala del vacío: no me queda nada porque con nada me comprometí.
El caso es que las arrugas de nuestro rostro muestran nuestra historia, las hemos esculpido con el material que nos dieron. Somos lo que hemos elegido.
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