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De aquí para abajo, de aquí para arriba

En la sacristía del Santuario de Las Nieves, mientras afuera rocía la ceniza y se acerca la noche, esperamos la llegada de Bernardo, el Obispo, que invita a la comunidad cristiana a orar donde María. En la espera, uno de los sacerdotes veteranos cuenta una anécdota de 1971, a los pocos días de aquel 26 de octubre de hace 50 años cuando entró en erupción el volcán Teneguía: un grupo de párrocos de la isla, toma un barraquito en el bar París, en el cruce de San Antonio, Breña Baja. En otra mesa, otro pequeño grupo, geólogos, que también aprovechan el momento para compartir el café y algunas impresiones antes de tomar la carretera que los llevará a Fuencaliente. Uno de los habituales del bar París, del que el narrador omite su nombre, se pone en pie entre ambos grupos y exclama dirigiéndose primero a los geólogos: “Ustedes saben de aquí para abajo lo mismo que estos saben de aquí para arriba”. En la sacristía sonreímos con la humildad que se nos reclama a la hora de explicar lo que pasa en este mundo. Con cierta conmoción, asistimos a una celebración que incluye procesión y rosario en torno al Santuario. En otros dos puntos de la isla, en la ermita de Las Angustias, a la salida de Taburiente, y en la del Pino, cerca de la Cumbrecita, tuvieron lugar celebraciones semejantes.

Al día siguiente, La Vanguardia tituló su crónica del evento con un rotundo: “La Palma recurre al rezo y a Dios para parar el volcán”. No creo que en La Palma se esté haciendo nada para parar el volcán sino para minimizar sus daños: evitar las muertes, asistir a las personas directamente afectadas y mantener el funcionamiento del mayor número posible de actividades de la isla. Asistí a la celebración en Las Nieves y tengo claro que quienes estábamos allí queríamos, sobre todo, dos cosas: agradecer y pedir. En el capítulo de los agradecimientos, aparecen muchos nombres propios, que callo, y muchos colectivos: las fuerzas de seguridad, protección civil, los ayuntamientos, las ONG, el Cabildo y las otras administraciones públicas, las comunidades parroquiales, las empresas y mucho más. Por lo que se refiere a la petición, por supuesto, solicitamos una gracia, un don, o si prefieren, un regalo: mantenernos en un espíritu de amor, fortaleza y sabiduría.

Mi experiencia me dice que todo lo que vivimos y somos es don, gracia. Por más que la cultivemos con nuestro esfuerzo y dedicación, nuestra capacidad de afrontar y actuar ante la realidad es, en este plano de sentido, algo recibido, que no responde al esquema del mérito y tampoco del castigo. Esa es mi memoria vital y la de otras muchas personas que comparten una visión de la realidad que se aleja de aquella que el mito griego presentó en la figura de Prometeo, que por robarle el fuego a los dioses acabó encerrado en su propio ombligo: su hígado, devorado cada día y que cada día se reconstruía.

Así que el amor, la fortaleza, la generosidad y la sabiduría son, ante todo, un don recibido, que, por supuesto, debemos cultivar cada día.  Es eso lo que pedimos como comunidad de sentido, de fe, si prefieren, ante la imagen de Las Nieves. Por cierto, la virgencita morena y el Santuario me asocian a muchas vivencias familiares y comunitarias concretas. Me sitúan en una narrativa de siglos, en cierta manera con connotaciones previas a la conquista de la isla por parte de los europeos. Me incorporan a una memoria histórica transmitida por quienes nos precedieron en esta roca atlántica, construyeron nuestras ciudades y pueblos, trazaron nuestros senderos, cultivaron con mucho esfuerzo nuestras huertas, surcaron nuestros océanos, pusieron en marcha las empresas y, también, edificaron nuestros santuarios. No se trata, por supuesto, de adorar una cerámica bien pintada. Con el culto a esa imagen que cultiva nuestra memoria y nuestros afectos, se reconoce la admiración y el respeto por una mujer joven que se atrevió, con su “hágase en mí”, a recorrer un camino impresionante: hacer carne el Misterio que trasciende toda nuestra historia y que presentimos como principio y fundamento, alfa y omega, de toda realidad.

Probablemente, se puede dar sentido a este culto sin necesidad de la fe religiosa, como un signo de identidad ancestral de quienes compartimos caminos en la Benahoare de quienes ya estaban aquí. Pero también es verdad que el Evangelio se queda casi vacío sin la oración, esa expresión de humanidad necesitante. La oración del Evangelio es, casi siempre, una petición, como lo muestra la plegaria del “Padrenuestro”. Ciertamente, pedimos lo que necesitamos y deseamos, y es bueno hacerlo. Todas y todos deseamos que pare el volcán, aunque sabemos que los volcanes no paran por nuestro deseo. Nuestra misma fe nos dice que cuando convertimos ese deseo en oración de petición se realizará de un modo y en un tiempo que no podemos exigir. La fe ayuda a relativizar nuestros deseos más urgentes y poner en manos del Creador su propia creación. En todo eso hay una aceptación de la realidad que, curiosamente, da espacio a la esperanza y a un compromiso intenso para que el volcán no haga más daño del que no puede dejar de hacer. Eso sí, con humildad, porque de aquí para arriba, sabemos con el modo de la fe tanto o tan poco como de aquí para abajo sabemos con el modo de la ciencia.

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