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La sociedad paliativa

Durante los años en que fui responsable de la comunidad jesuita en Canarias, me tocó vivir tres veces la enfermedad de compañeros que culminó con la muerte. En ese proceso, intervinieron los servicios paliativos del Servicio Canario de Salud. Junto al dolor, aquel acompañamiento estuvo lleno del saber hacer de profesionales sensibles. Fue un trato exquisito que no pretendía curar a mis hermanos, pero hacía algo extraordinariamente importante: los cuidó de modo que pudiéramos acompañarlos en su acercamiento a la muerte.

En las últimas décadas, a partir de un centro pionero en el Londres de los 70, las prácticas paliativas han ido ocupando un espacio específico en el mundo de la medicina. Se trata de una misión nada despreciable que ocupa el vacío que dejaba una medicina enfocada a curar y que no parecía saber cuál era su papel cuando esto se hacía imposible llegando a lo que se denominó el “encarnizamiento terapéutico”. La medicina paliativa no daña la vida del paciente, pero desiste de crear esperanza con medios desproporcionados y permite usar los medios actuales para mantener el mayor tiempo posible a la persona en contacto con su gente querida. Para eso, usa la farmacología y la presencia para disminuir la percepción del dolor producido por la enfermedad.

Byung Chul Han apunta en su último libro, “La sociedad paliativa”, que el concepto de lo paliativo ha colonizado otros aspectos de nuestra vida social y cultural. Probablemente, nuestra cultura comercial, nuestra vida económica, nuestra acción social comunitaria y nuestra vida política se orientan ahora desde una perspectiva dominada por lo paliativo. El autor sostiene que los estoicos afrontaron el dolor transitando por sus causas con su pensamiento y su actitud y propiciando el crecimiento del sujeto frente al mismo. Probablemente, la influencia del cristianismo llevó a asumir aquello de salvación que hay en el dolor, el sacrificio y el drama de la historia, por incomprensible que pueda resultarnos. Sin embargo, a ojos del filósofo coreano nuestra cultura promueve los comportamientos paliativos: el uso de los analgésicos, tanto los farmacológicos como los culturales que están también disponibles en el mercado. En vez de afrontar, nos divertimos o nos adormilamos. En paralelo con la medicina paliativa, nuestro autor sostiene que en el siglo XXI ya no tratamos de curar o mejorar la sociedad, sino que solo buscamos hacer soportable la vida social, laboral, relacional.

De forma reiterada, desde que, con el nuevo milenio, irrumpiera como fenómeno editorial, el filósofo Byung Chul Han, de origen coreano pero formado en Alemania, nos anima a mirar a nuestra sociedad con profundidad filosófica (y teológica). Sus escritos desvelan las dinámicas culturales que nos van haciendo cada vez más sujetos y objetos de consumo en todos los ámbitos de nuestra vida. Nos cosifican, es decir, promueven que nos comportemos como cosas que interactúan con otras cosas. Nuestras grandes palabras (amor, justicia, libertad, belleza…) serían de-construibles en prácticas utilitaristas equivalentes a las que tenemos con el paisaje, los animales o con cada producto humano. Me atrevo a señalar que cuando el Papa Francisco publica “Laudato Sii”, la encíclica medioambientalista, sostiene que es ese comportamiento cosificador el que está detrás de la crisis medioambiental y, del mismo modo, de las crisis sociales. Sencillamente nos comportamos como depredadores.

Una de esas dinámicas cosificadoras es la que nos lleva a hacernos adictos a lo “pulido” (piensen en nuestros aeropuertos, hospitales, hoteles), lo limpio, lo esterilizado, lo brillante, lo positivo. Nos incapacita de forma creciente para afrontar lo negativo de nuestra existencia: la enfermedad, el fracaso, el dolor, la muerte. Se genera, en términos de Han, la  “algofobia” generalizada, el miedo a lo que duele o entristece. Ese temor es una fuerza poderosa que condiciona nuestros comportamientos y nos lleva a utilizar nuestros medios para generar relatos o volcar imágenes para consumo propio y de nuestro entorno que nos adormecen ante lo doloroso. Esto se concreta, por supuesto, en comportamientos personales, pero también sociales y políticos, como sucede en una serie de prácticas sociales que expulsan la pobreza, los sin techo, la mendicidad de las “zonas bien” de la ciudad, aquellas que nos gusta mostrar. Mientras, acumulamos esas imágenes feas en barrios invisibilizados.

Asegura Han, quizás demasiado influido por el contexto alemán en el que escribe, que esta tendencia paliativa nos lleva en lo político a una forma muy peculiar de dopaje: el consenso. ¿Es imaginable un liderazgo político que ante las crisis actuales nos prometa “sangre, sudor y lágrimas”? Por lo general, la presión lleva a las personas que nos gobiernan a no promover las soluciones.

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