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Silencio

Leí “Silencio”, de Susaku Endo, con 21 años, mientras estudiaba filosofía en Madrid. La novela, llevada al cine por Martin Scorsese con acierto discutible, nos habla del silencio de Dios ante el dolor que sufren las comunidades cristianas perseguidas en el siglo XVII en Japón. El momento central de la historia es aquel en el que la gente de Nagasaki, mayoritariamente cristiana, es obligada a pisotear la imagen de un crucificado. Quienes se negaron sufren la muerte tras espantosas torturas (colgadas con una fina herida hasta desangrarse, empaladas en la costa hasta que la subida de la marea las ahogase, bañadas en aguas hirvientes de un manantial termal, crucificadas…). Sin embargo, lo que buscaban principalmente las autoridades represoras era el abandono de la fe. Así que Endo hace que el protagonista, un sacerdote jesuita que, en cierta medida, se acerca a la historia real del P. Giuseppe Chiara SJ, apostate pisoteando la imagen del Cristo. El autor sugiere en la misma narración y en escritos ulteriores que la debilidad del misionero jesuita no es una apostasía, sino una mayor identificación con el Dios cristiano, el crucificado, tan lejano del “todopoderoso” diseñado por buena parte de la teología.

Probablemente sin ese “silencio”, la idea de una Gloria de Dios demasiado parecida a nuestra gloria se instala en nuestra fe y en nuestro modo de entender el cristianismo. En cierta manera, esa imagen del Dios Vencedor es parecida a la de un sumo capitán que lleva a sus huestes al triunfo sobre todo enemigo. Claro está que, en la espiritualidad cristiana, esa victoria es sobre el egoísmo, la vanidad, el autoengaño, la insolidaridad, el sectarismo, el afán de dinero o poder. Sin embargo, siempre han existido quienes han usado a Dios, su poder y su nombre precisamente para invocar la victoria sobre otras personas, otros pueblos y culturas, otros bandos u otras religiones o para justificar su ambición de poder o su codicia de riquezas. Quienes invocan a Dios para agredir a otras personas o para limitar los derechos y libertades de quienes fundan su vida en cosmovisiones diferentes, sencillamente no han escuchado nunca el silencio, Su silencio.

Parece también que la no escucha del silencio se da del mismo modo al margen de la teología o la religiosidad. Hay personas que, con una determinación inquebrantable, agreden a otras personas y comunidades en nombre de mensajes formulados de forma sonora como teorías científicas, posiciones políticas, sistemas económicos, convicciones culturales o antropológicas, certezas morales, reclamación de derechos o aficiones deportivas. En realidad, sin silencio, todo sonido es ruido, des-ayuda a la verdadera comunicación y alienta la unidad de la manada sofocando en el griterío la verdad del diferente. Es que todo sonido supone el silencio. Las mejores notas que forman las melodías de la más bella obra musical solo son escuchables sobre el horizonte del silencio. En mitad del puro ruido, la Novena Sinfonía de Beethoven suma decibelios, aumenta el griterío sin sentido, agrede a nuestros oídos.

Todo diálogo danza con el silencio. Solo si silenciamos los ruidos generados por nuestra ansiedad, nuestros miedos, nuestra ambición o nuestro engreimiento, podremos escuchar las otras voces, las que sintonizan con nuestro modo de entender la realidad y aquellas que disuenan con la misma. Solo acogeremos ese mensaje y podremos añadir a él notas apropiadas si alentamos la escucha del silencio y desde el silencio. Pero en la sociedad del ruido, en la que nos toca vivir, nos podemos hacer incapaces de escuchar el silencio. La hipercomunicación de nuestros medios, la transparencia de nuestra intimidad en las redes, la instantaneidad de la noticia y la continua sucesión de mensajes cada cual al máximo volumen posible, junto con el horror al vacío que parece habitar nuestra alma, desactivan nuestra capacidad de escuchar el silencio.

Me impresionó mucho al poco de regresar a España después de unos años en Paraguay que el programa de reflexión política más seguido era aquel denominado 59 segundos. El formato era muy ágil y muy claro: un tema, dos grupos enfrentados y cincuenta y nueve segundos para hablar o el micrófono desaparecía. Nos atraían la emoción y la demostración de habilidad dialéctica, pero no la profundidad de los mensajes ni la capacidad de escucha entre quienes protagonizaban la sesión. No es la contraposición atronadora de argumentos en un debate lo que nos permite avanzar hacia posiciones más adecuadas a la realidad. Por lo normal, el género debate suele servirnos para reafirmar nuestras posiciones y alejarnos de lo que nos dicen aquellas personas que tenemos por adversarias. Parece que, en ausencia del silencio, el debate hace imposible la escucha y colabora en descarrilar todo diálogo. Sin silencio nos enfocamos al triunfo, a la victoria, no a la verdad.

“El gran silencio” es una película del director alemán Philip Gröning. No tiene música ni entrevistas. Sólo las cámaras que filman la vida cotidiana del monasterio de la Gran Cartuja en los Alpes franceses. Cuando se estrenó en el año 2005, recibió el gran premio del jurado del Festival de Sundance y el premio al mejor documental del cine alemán. Se trataba de ciento sesenta minutos de cine en silencio y fue un éxito de crítica y público en Francia, Italia y Alemania. Quizás, nuestra añoranza del silencio nos pueda ayudar a afrontar de un modo diferente el diálogo necesario para una convivencia no tan atronadora.

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