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Opinión
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Ortega y Zambrano

María Zambrano nunca renegó de su maestro. A la muerte de Ortega, en artículo que le pidiera la revista Cuadernos del congreso por la libertad y la cultura (París, 1956), Zambrano deja por escrito el testimonio de su admiración: “No es el momento más propicio para un discípulo el de la muerte del maestro para exponer su pensamiento. Pero deber y amor unidos impiden rehusar una invitación como ésta con la cual me ha honrado Cuadernos. (…). La obra de don José Ortega y Gasset (…) nos pertenece a todos y a ninguno. Pertenece sobre todo al futuro; al futuro de España y al de la Filosofía”.

José Ortega y Gasset falleció el 18 de octubre de 1955 en Madrid. La fecha de su nacimiento, 1883, nos permite intuir las circunstancias vitales de quien vivió momentos convulsos de la historia española, europea y mundial: revueltas, revoluciones, crisis, dictaduras, guerra civil, exilio… Durante casi tres décadas (1910-1936) asume la cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid. El elenco de su alumnado nos habla de su extraordinaria labor docente: José Luis Aranguren, Pedro Laín Entralgo, Xabier Zubiri y Julián Marías figuran entre los muchos discípulos de Ortega. Sin embargo, esta nota quiere poner el acento en la relación que el profesor mantuvo con la mujer del grupo, la andaluza María Zambrano.

La trayectoria filosófica de Zambrano comienza con su tardía incorporación a los estudios universitarios, en 1924, con 23 años. Entre sus profesores aparecen García Morente, Julián Besteiro o Zubiri, del que llegará a ser ayudante de cátedra. Su relación con Ortega y Gasset se intensifica con la tertulia de la Revista de Occidente en 1927. Allí empezará a adquirir un rol que durará diez años, en el que actúa como mediadora entre Ortega y los filósofos más jóvenes.

Beatriz Caballero Rodríguez, en artículo publicado en 2020 en la Revista Internacional de Filosofía, explora la relación intelectual entre discípula y maestro, una relación que fue especialmente intensa cuando el filósofo adquirió una notable relevancia política con el advenimiento de la República. Es cierto que la obra de Ortega y Gasset está marcada por el deseo de responder a la crisis de su tiempo. En 1914 escribe La vieja y nueva política (¿nos suena?); un año antes había fundado la LEP (Liga de Educación Política) con intención de “hacer pedagogía social como programa político”. En 1921, una de sus obras culminantes, España invertebrada, aborda la crisis que vivía la sociedad española a partir del 98.  En 1929, La rebelión de las masas, su libro más traducido, presenta con mayor hondura la crisis social y cultural en la que vive su mundo. Con ese compromiso por lo público, en 1931 saludará a la República con gozo sincero cuando publica en El Sol un artículo histórico: Delenda est Monarchia.

Sin embargo, Ortega se moverá hacia el temor y la duda. Su discípula, María Zambrano, se convertirá con frecuencia en su enlace con otros intelectuales republicanos de apuesta más contundente. Pero la última vez que ambos se encontraron, Zambrano fue a visitarlo para pedirle que firmara un documento a favor de la República que apoyaban otras personas del mundo de la cultura y la academia. Más adelante, Ortega dirá que firmó aquel documento sometido a presión y miedo. María tendrá un recuerdo diferente del que nos deja testimonio en el artículo ya mencionado, escrito a la muerte del maestro:

“Una extraña angustia le fue ganando. Entre los años treinta y tres y treinta y cuatro dejó por primera vez en su vida de publicar en la prensa diaria. Al par que le invadía la angustia, se le abría la visión de la catástrofe. Cayó en el silencio. La guerra civil y lo subsiguiente no le sacaron de ahí; no volvió a actuar públicamente en este modo”.

Con el avance de la Guerra Civil, María Zambrano tuvo que dejar España. Así recordará aquella jornada cuando publique en 2011 Escritos sobre Ortega:

“Cuando llegó el momento de abandonar la casa (…) hube de elegir unos muy pocos objetos, más simbólicos que útiles, para que me acompañaran. Allí estaban, cuidadosamente ordenados en unas cajas de fácil transporte todos mis apuntes de los numerosos cursos de Ortega (…) Nunca he logrado explicarme hasta ahora por qué corté mi gesto de recogerlos, por qué los deje abandonados allí en aquella casa sola, cuyo vacío resonó al cerrarse la puerta de modo inolvidable”.

Quizás nos sirva como respuesta aquella explicación que había apuntado en 1966 José Luis Aranguren al escribir sobre su condiscípula por entonces en el exilio:

“María Zambrano quiso que la enseñanza de Ortega fuese creciendo en ella, y en la soledad, según la fuese necesitando, y al ritmo del desarrollo de su propia vida espiritual, en vez de quedar ‘materializada’, fijada en aquellos papeles, finalmente abandonados”.

Es posible que solo gracias a aquel gesto de desprendimiento, Zambrano pudiera convertirse en una pensadora con propuesta propia y original. Así será que la profunda admiración que María Zambrano siente por la labor de su maestro no la atará al modo de vivir y pensar que la había fecundado. Su distanciamiento no se ciñe únicamente a las posiciones políticas. Si Ortega formuló su acción filosófica en torno al concepto de “Razón Vital”, Zambrano lo hará girar en torno al de “Razón Poética”. Será la gran aportación de María: la razón y la poesía no solo no serían dos actitudes vitales contradictorias, sino que han estado siempre de la mano en la historia humana. Para eso fue necesario aquel abandono, tan épico, tan sentido.

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