El término que usa María Zambrano es el de “orfandad”. De alguna manera, la crisis de la cultura occidental hizo de todas las gentes de su siglo un alter ego del Oliver Twist de Charles Dickens. Es probable que a esto mismo se refiera el francés Paul Ricoeur al afirmar que somos “lábiles”, falibles, incompletos. Parece que somos seres no totalmente acabados, nuestra alma anda siempre anhelando algo que la complete. Erich Fromm, desde una perspectiva psicopolítica, hablaba del miedo a la libertad para explicar cómo el pueblo alemán pudo quedar en manos de una figura como Hitler y de una organización como el Partido Nazi. Zambrano entiende que la muerte de Dios, tal y como la afirma el genio de Nietzsche, nos deja sin referente de origen y sin horizonte hacia el que caminar. Ella también parece creer que los totalitarismos vividos en la Europa del siglo XX tienen que ver con ese sentimiento de orfandad que nos echa en brazos de cualquiera que se disfrace de padre.
En su novela “Ojalá octubre”, Juan Cruz describe aquella escena en la que, como redactor de El Día, avanza por uno de los pasillos mientras atisba a su padre que se acerca. Finalmente, descubrirá que avanzaba hacia un espejo que reflejaba su propia figura. Muchas veces, cuando me miro en el espejo, yo también veo a mi padre y reconozco en él un parecido físico que me hace saborear lo que de él tengo en mi historia y cómo hacia lo que él es hoy también avanzan mis pasos. Con sus límites de anciano dependiente, mi padre me sirve para reconocer también mis límites y mi necesidad del otro, del Otro en última instancia. Si nos creemos aquel principio sofista que asegura que “el ser humano es la medida de todas las cosas”, el vacío de sentido se instala en nuestros corazones. Somos una medida bastante engreída y, sin embargo, pequeña y frágil, muy poco consistente. Frente a esta realidad, Zambrano, descreída de ese antropocentrismo con aires de Prometeo, había dado un primer paso más allá del racionalismo materialista bebiendo de la razón vital de Ortega. Acabará adoptando una perspectiva ulterior: la razón poética.
Se pregunta María Maillard por el motivo para que el pensamiento de Zambrano sea de los que, en lengua castellana, suscitan más interés a estas alturas del tercer milenio. Aunque acepta que el compromiso político de la filósofa andaluza, fiel a la II República, pueda inclinar algunos corazones, la mejor manera de identificar esta empatía, a su juicio, “es intentar comprender de qué manera toca el alma anhelante del mundo contemporáneo”. El artículo de Maillard quiere explorar la propuesta de Zambrano a esta orfandad. Sospecha que tiene que ver con lo que Eugenio Trías denomina “la religión del Espíritu”. El recientemente fallecido poeta ucraniano Adam Zagajewski usa la expresión “vida espiritual”. Para este último, se trata de un anhelo que aparece con toda su potencia en aquellas sociedades que incluyen en su régimen político la prohibición de lo religioso. Ahí, con un poder sorprendente, el hambre del espíritu se formula como heroísmo capaz de afrontar la prisión o la muerte. Quizás en nuestra cultura la sed de lo espiritual (“Qué bien se yo la fonte que mana y corre”, nos cantaba San Juan de la Cruz) parece adormecida y le sucede como en el supuesto de una rana que saldría a toda prisa si la echáramos a un vaso de agua caliente y que, sin embargo, permanecería en él hasta su muerte si fuéramos calentando el agua poco a poco. El vacío en el espíritu no se detecta como una urgencia, sino como un sopor que nos va adormeciendo.
Cuando leo a Zambrano, que entiende que las gentes del siglo XX (y seguro que las del XXI) andamos ensimismadas y, a la vez, volcadas en la exterioridad, no puedo menos que recordar el modo en que Ignacio de Loyola describe el origen del mal con el mito de los ángeles que “no se queriendo ayudar de su libertad, vinieron en superbia”. María Zambrano indica que, de un modo extraño, nos hemos deificado y, a la vez, banalizado, al renegar de ese espacio interior donde nacen la verdadera libertad y la auténtica creatividad.
Como sucede con el alma indescifrable de otra mujer del siglo XX, Simone Weil, es posible que fueran las circunstancias vitales de María Zambrano las que impidieron que se sumiera en el sueño placentero y mortal del racionalismo materialista. Eso sugiere Maillard haciendo referencia a la guerra y el exilio vivido por nuestra autora. Zambrano lo reflexiona así en “Persona y democracia”: “Persona es lo que ha sobrevivido a la destrucción de todo en su vida y aún deja entrever que, de su propia vida, un sentido superior a los hechos les hace cobrar significación y conformarse en una imagen; la afirmación de una libertad imperecedera a través de la imposición de la circunstancia, en la cárcel de las situaciones”.
María volvió del exilio el 20 de noviembre de 1984. Algo más de un año antes, el 3 de octubre de 1983, Pedro Arrupe, que había sido superior de los jesuitas desde 1965, compartió su experiencia como persona enferma y dependiente. Desde el 7 de agosto de 1981, en que sufrió una trombosis que lo apartó de su cargo y de sus responsabilidades, Arrupe vivió un carrusel de golpes. Sin embargo, aquel día de octubre del 83, con sus compañeros jesuitas reunidos para nombrar a su sustituto, dijo: “Me siento, hoy más que nunca, en las manos del Señor. Toda mi vida, desde mi juventud, he deseado estar en las manos del Señor. Y todavía hoy es lo único que deseo. Pero ciertamente hoy hay una gran diferencia: hoy es el Señor mismo el que tiene toda la iniciativa. Os aseguro que saberme y sentirme totalmente en sus manos es una experiencia muy profunda”.
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