La capilla del Carmen, una de las que componen la parroquia de El Agustino (Lima, Perú) en la que vivimos y trabajamos los jesuitas, organizó para el viernes santo su primer Vía Crucis tras la pandemia. A la búsqueda de las diferentes estaciones, avanza una cruz seguida por un grupo de miembros de la comunidad, principalmente mujeres. Por lo general, discurrimos por la acera de las calles. Las familias han puesto delante de sus casas, también sobre la acera, un pequeño altar doméstico: una mesa, unas flores, una imagen. Un cartel señala el número de la estación en torno a la que nos arremolinamos con un canto, leemos la Palabra y alguien de la familia acogedora nos invita a orar: por la niña que sufrió violencia, la maestra de una escuela con pocos medios, la gente joven divertida en busca de futuro, el pariente enfermo, las almas de quienes murieron en pandemia (en casi todas las casas tenían su familiar fallecido), la persona sin trabajo y, por supuesto, la paz en Ucrania. En este barrio, que fue escenario de la violencia en los duros tiempos de Sendero Luminoso, pedir por la paz tiene referentes concretos. Cada estación se acompaña siempre con una acción de gracias: “…a las vecinas y vecinos que nos visitan en la procesión con la cruz del Señor”. Luego se agradece la salud, el trabajo, el retorno de alguien que estaba lejos, la recuperación del enfermo. La de la capilla del Carmen es una Semana Santa de barrio sin banda de música, ni imágenes de artistas renombrados, sin saetas ni nazarenos, sin presencia mediática ni tradiciones profundamente arraigadas. Es un Vía Crucis por las aceras.
En realidad, no debería extrañarnos mucho que Jesús vaya por las aceras de la vida en los barrios donde no vive la gente empoderada de nuestras sociedades. Al fin y al cabo, el centro de la fe cristiana es un judío marginal que, según los relatos canónicos, nació fuera de la ciudad (no había sitio para él en la posada), tuvo que huir como refugiado siendo un crío (como tantas familias sirias y ahora ucranianas), pasó la mayor parte de su vida sin relevancia pública alguna y fue asesinado fuera de los muros de Jerusalén, en el monte Calvario. Parece que se crio en una pequeña aldea denominada Nazaret, de la que “nada importante podía venir” y que quienes lo seguían provenían de un territorio sospechoso que se delataba por su acento siempre que entablaban conversación. Efectivamente, entre sus discípulas (cosa sorprendente para un maestro de la época) y sus discípulos no había muchos de gran formación. Sin embargo, acogía a buena parte de los que se consideraban poco dignos: prostitutas y recaudadores de impuestos, pescadores y trabajadores del campo. Visitaba a la gente con lepra y no tenía lugar propio en el que reclinar la cabeza. Así que entre los rumores de la época estaban aquellos en los que se aseguraba que era un comelón y un borracho y que banqueteaba con gente de mala reputación. Porque era de los que van por las aceras, sus parábolas hablaban de la pesca y del grano, de la huerta y de la higuera, de la mostaza y de los pajarillos, de la vid y de las ovejas. Y cuando se refería a los poderosos y seguros de sí mismos, lejos de los libros de autoayuda, no era para proponerlos como modelos de éxito y emulación.
Así que la pequeña comunidad católica de la capilla del Carmen, en El Agustino, no anda muy desencaminada de su Maestro: una presencia de fe compartida que discurre por las aceras aprendiendo a vivir y proclamar una buena noticia para los pobres: que Dios es amor y está de su lado. Y es que las aceras de Lima tienen mucha vida. Cuando vuelvo caminando desde la oficina donde trabajo en el barrio de Breña a nuestra comunidad jesuita de El Agustino, las aceras son de difícil tránsito de tanto que bulle en ellas. Muchas personas se buscan la vida en un hormigueo de carromatos. Son personas que reclaman la atención: las hay que usan una manta sobre la que muestran su género en el suelo; otras deambulan y ponen su mercancía ante los ojos de quienes buscan no se sabe qué oportunidad o sencillamente se dan un paseo por el mercado. Por ellas están también los agentes de seguridad, de los que huyen con arte y velocidad inigualable quienes no tienen licencia para vender; sentadas sobre las aceras levantan sus manos personas mendigantes, a las que las cosas no fueron tan bien; algunos dormitan sobre cartones y allí mismo, cuando la hora y la bulla lo permiten, dan de cuerpo y continúan su camino. Así que cada una de esas personas recorre su Vía Crucis ante las miradas algo huidizas de quienes, sin saber muy bien cómo ser ayuda, caminamos hacia casa con el cansancio de la jornada laboral y con el sol a nuestras espaldas poniéndose allí donde intuimos que está el Pacífico.
La noche de la Pascua la pude celebrar con la comunidad de san Francisco Javier, en el otro extremo del barrio. Tienen un local pequeño y coqueto, con un patio rodeado por una tapia. Ardió la hoguera en la noche y proclamamos a Cristo Alfa y Omega. Criaturas, jóvenes y mayores escuchamos una Palabra que habla de vida, lucha, cambio, liberación, pecado. Luego, nos dejamos renovar por el agua con la que en su día fuimos bautizados. O no. Jaison, un pequeño de once años, que con ilusión recorrió el Vía Crucis por las aceras portando la cruz en algunos tramos, nos comenta al acabar la celebración que quiere recibir el bautismo. La pequeña hoguera, la del pequeño patio junto al pequeño local de la pequeña comunidad de San Francisco Javier, apunta a que el Vía Crucis tiene ya en su seno mucho de “Vía Lucis”; y probablemente sea así mientras, siguiendo al que tenemos por Maestro, no nos empeñemos en ocupar todos los espacios o los mejores asientos, sino en pasar haciendo el bien por las angostas aceras de nuestras calles.
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