Noviembre de 2020
Terminada la guerra civil española, allá por los años cuarenta y tantos, una temida y fea señora llamada Hambre, o Hambruna, se paseaba tranquilamente por nuestra Isla de La Palma, y por supuesto, me imagino yo, que por toda Canarias .
Una diaria manifestación de esta Hambruna, era el hecho o la necesidad que tenían algunos y algunas de pedir limosna visitando, casa por casa, y pidiendo especialmente alimentos para poder comer algo y así sobrevivir, al menos ese día, lo cual ya, esto último, era un éxito, en aquellos horrorosos tiempos.
Escenas cotidianas, de hombres, mujeres, ancianos, y niños pidiendo limosnas a las puertas de las casas, son estampas que yo mismo contemplé y de la cuales, ahora, después de tantos y tantos años, recuerdo y reproduzco, con toda la cruda realidad, que me sea posible, porque las llevo muy grabada en mi mente.
Para saciar, en parte, la horrorosa hambruna, el agricultor palmero se preocupó de sembrar en sus campos, no solo los productos básicos de toda alimentación humana, sino que también consiguió que la tierra, a cambio de su esfuerzo, le diera productos no habituales, tales como café, azúcar, extraída de la caña, y otra infinidad de alimentos de cuyo nombre, ahora mismo, no me vienen a la mente.
A decir verdad, en nuestra isla, en mayor o menor cantidad y calidad se cultivaba de todo, al menos de todo lo necesario para poder sobrevivir.
Sin embargo, había y hay hoy en día, un producto básico en nuestra dieta que nunca se cosechó, ni ahora se cosecha en nuestra isla. Este producto es “el arroz.”
Vengo a decir esto, porque tuve en mi vida de niño, no hambre, gracias a Dios, pero sí ansiedad por comer arroz.
Pienso que esa ansiedad o ese deseo de degustar el arroz estaba generalizado en toda la isla por aquello de “desear lo que no se tiene”.
¿Qué vino de esta vez? – preguntaba una vecina a la otra
Por aquella época era, como digo, tanta la hambruna y la carencia de alimentos básicos, que los gobernantes de entonces estuvieron o, pienso yo, que se vieron obligados establecer el famoso “Racionamiento”.
Pero, ¿qué era El Racionamiento?
Digo esto, por si algunos jóvenes de hoy pudieran pensar que era algo así como unas raciones “gratis” de comida que se suministraba al pueblo para que éste no muriera de hambre.
Pues, no, “había que pagarlo todo”, es decir todo, lo poco que te tocaba o te daban de comida cada mes.
La Libreta del Racionamiento esencialmente consistía en una Libreta, nunca mejor dicho, que contenía en su interior unos “cupones”. Cada cupón, como así se llamaban, tenía escrito el nombre de un alimento, tal como azúcar, café, lentejas, etc… y la cantidad que te correspondía ese mes, según los miembros de la familia que contigo convivieron.
Así que cuando retirabas un alimento, te arrancaban un cupón de la famosa “Cartilla del Racionamiento”.
A veces, algunas veces, en gente muy humilde, hubo familias que retiraron lo que le correspondía en su cupón para luego vender ese alimento a otros más pudientes y con el producto de la venta comprar algo más barato y necesario para ellos o, en algunos casos, pagar deudas contraídas por culpa de la miseria.
Visto desde hoy, la verdad sea dicha, no se concibe una Libreta de Racionamiento, ahora dentro de esta, nuestra sociedad de consumo, donde hay de todo… y para todos… y Dios quiera que así sea siempre.
Tenemos que reconocer, mejor dicho que recordar, que aquellos, fueron tiempos en los que existían profesiones hoy desaparecidas. “El latonero” que fabricaba tus cántaras para la leche , tu regador, tu azufrador y un sinfín de etc.
El otro vecino era el zapatero. Éste te hacia manualmente con cuero e hilo y mucha paciencia tus zapatos, y a tu medida.
Luego, más tarde, cuando esos zapatos habían caminado por carreteras y caminos cubiertas de arena y tierra, polvorienta y mal empedrados, el mismo zapatero te los remendaba por aquí o por allí, poniéndoles medias suelas cuando se te desgastaban, o quizás unos tacones de goma. Esos eran los mismo zapatos, que luego, cuando tú querías estar más elegante el limpiabotas humildemente sentado en su viejo y desgastado taburete, por unos reales de miseria, te los limpiaba con esmero.
Así podría nombrar y renombrar veinte y más humildes profesiones y profesionales que hoy, por suerte, en estos tiempos de abundancia de todo y por suerte, repito, las nuevas tecnologías han logrado que todas aquellas humildes y mal pagadas profesiones hayan desaparecido.
Sin embargo, quería yo, si pudiera, rendir un homenaje póstumo a una profesión, que si no fue muy importante, sí una de las más importantes y necesarias de aquella negra época de generalizada hambruna y miseria.
Recuerda que en aquellos tiempos, era “el carbonero”, quien nos traía a casa aquel viejo saco que contenía el negro carbón con el que tu madre calentaba al fuego tu diaria comida cuando no, las planchas de tu abuela para planchar la poca ropa que en armarios medios vacíos pero con mucho esmero guardábamos.
Ahora, simplemente con apretar un botón o una placa, conseguimos lo que en otrora, para obtener los mismos resultados, era necesario que un hombre estuviese, en aquellos fríos y largos inviernos, cortando leña en esos tupidos montes de las cumbres palmeras, quizás dos o tres días, o valga la redundancia, quizás más, apilándola esa leña para después y estar pasando noches y noches en vela en aquellos montes, vigilando para que su horna no ardiera y el fuego se llevara todo sus esfuerzos.
Traigo a colación estos casos referidos a miserias y calamidades sufridas antaño, y ahora olvidadas, por sabidas, porque para huir de todos esos problemas solamente había una solución y esta era emigrar a otras lejanas tierras, donde al menos pudieran disfrutar de una vida mejor a título personal y desde allí, o sea desde esa soñada y ansiada tierra enviar algún dinero a la familia y cuando no, en otras ocasiones, llevar hasta esa tierra a su propia familia y así, con su propio esfuerzo, sacarla de la pobreza y de la miseria por la que sin comerlo ni beberlo, estaban atravesando.
Por estas y otras muchas razones, Pedro, mi vecino, un día pensó en salir de La Palma con rumbo a otras tierras lejanas.
No tenía ni medios económicos, ni tampoco sabía a dónde ir. Aun así, Pedro soñaba y soñaba una noche y otra también.
Olas como gigantes, el barco subía y subía, parecía que volaba por los aires para luego bajar. Lo mismo subía a superficie que se hundía de nuevo.
Perdida ya la esperanza de vida, Pedro se enrolló en un vieja y sucia manta, cerró los ojos y se abandonó al destino.
Voces de gente que, más que dialoga, gritan para dialogar, ruido de motores, algarabía, todo esto hizo que instintivamente, Pedro se levantara y sacando fuerzas de donde no las tenía, se acercara a la barandilla de aquel viejo velero.
Se quedó atónito, paralizado, petrificado, intentó gritar, correr, saltar, pero no pudo .
A paso lento llegó hasta su oscuro camarote y recogió lo poco que le quedaba allí. Por la angosta escala y agarrándose fuertemente a la barandilla, bajo a tierra. Intentó escabullirse entre el inmenso gentío, pero apenas puso pie en aquella nueva tierra le detuvieron.
Era la guardia aduanera, que con desfachatez soberbia y desprecio, a gritos le interrogaron y entre las muchas preguntas que le hicieron esta era la primordial:
¿Tiene Vd. familiares o amigos aquí en este país?
Pedro titubeo. Un frío y húmedo sudor recorrió todo su cuerpo, Sabía que de negarlo lo enviarían a no se sabe dónde.
Allá, en La Palma, había escuchado narraciones de aquellos palmeros que ya habían pasado por la misma situación en la que él ahora estaba, y precisamente esta información no era muy buena,
De repente, se acordó del compadre Luciano, recordaba su nombre, apellidos y el lugar de Venezuela en que vivía. Pero no recordaba ni el nombre de la calle y menos el número de su vivienda.
El prepotente policía aduanero volvió a interrogarlo nuevamente, pero esta vez en tono más amenazante.
Ahora tomó nota escrita de la información que Pedro con voz temblorosa declaraba.
Por fin, tras muchos interrogatorios más, le dejaron libre, no sin antes amenazarle con la ley pero añadiendo a la misma otras más amenazas de las habituales, como en otras ocasiones, terminarían pidiendo dinero al declarante, pero esta vez si no lo hicieron, fue porque con una simple mirada se adivinaba que Pedro no tenía encima ni un solo bolívar, ni tampoco donde caerse muerto.
Deambuló por las calles, se ofreció aquí, como friegaplatos en un bar. Allí como barrendero. En otra ocasión en una plantación de maíz. Más tarde en una fábrica de harinas.
Así, trabajando mucho y gastando poco, Pedro logró ir acumulando bolívar tras bolívar, de tal manera que con el tiempo logró una gran fortuna, y por ende una gran admiración y estima entre los suyos y los no tan cercanos.
Era Pedro, honrado trabajador y familiar.
Pasaron los días, los meses, los años y toda aquella aventura que supuso su viaje a Venezuela casi quedó olvidada.
La suerte le acompañó y su empeño en ser rico, lo logró
Abundó en riquezas. El dinero le abrió muchas puertas. Empresarios, abogados, comerciantes, ahora, todos quisieron ser sus amigos. No rechazó su amistad a nadie, pero en esta vida dentro de las rosas, hay alguna espina.
Así que a Pedro también se le acercaron preciosas jóvenes. Mujeres que buscaron en él algo más que la amistad.
Y por aquello que dice: Tantas veces va el ratón al molino…, pasó lo que era previsible.
Pedro, aunque en principio se resistió, al final flaqueó y cayó en los brazos de una de aquellas peligrosas mujeres.
Al comienzo de esa relación todo parecía normal pero ella, a sabiendas de que Pedro estaba casado y tenía su esposa allá en una isla canaria llamada La Palma, no vaciló en sacar a Pedro todo el dinero que pudo.
Allá, muy lejos, en nuestra Isla de La Palma, Luisa, la vecina de Julia, y mujer de Pedro, hasta ahora nunca preguntaba por su marido .
Sabía ella, con toda certeza, que en Venezuela a Pedro le iba muy bien y quizás por ello , o a lo mejor por envidia nunca preguntó a su mujer por él.
Ahora sí.
Ahora sí. Ahora enterada de los cuernos que ella recibía por culpa de su marido, se alegraba y buscaba la ocasión de encontrarse con Julia para preguntarle por su esposo.
No desperdiciaba Luisa ninguna ocasión para preguntar a Julia por Pedro, su marido y a la pregunta la respuesta de ésta, siempre era la misma:
Pasaron los meses y quizás los años y Antonio seguía con las suyas, y como era de suponer, hasta La Palma llegó la noticia de que Antonio también estaba enredado con una pelandusca allá en Venezuela.
Ahora, enterada Julia de las andanzas de Antonio, vio la ocasión de venganza.
Quiso confirmarlo y para ello preguntó a este y a aquel por tal noticia. Pero todos ellos confirmaron lo mismo.
Así que, un atardecer de esos días de verano, tuvo Julia la ocasión de encontrarse con Luisa en la plaza del pueblo.
La pregunta era de obligado cumplimiento:
…Y… ¿ Cuándo viene Antonio de Venezuela?
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Cordobesa
Qué maravilla viajar a través de estas líneas, que a su vez nos llevan a surcar el océano. Es un placer degustar historias de otros tiempos no muy lejanos de las que siempre hay tanto que aprender y comprender. Gracias
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idafe
Buen relato. Gracias.
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