Contemplo al nuevo presidente de Chile, Gabriel Boric, condiscípulo de uno de mis compañeros de comunidad jesuita, hablar a su pueblo desde el balcón del Palacio de la Moneda. La coreografía de una multitud entregada que aplaude sus palabras y entona cánticos de loa se parece a eso que llamamos “gloria”. Cierto es que el joven líder reconoce que “hoy toca hablar” y que, a partir de mañana, solo toca trabajar. Espera que, dentro de cuatro años, el pueblo juzgue su presidencia no tanto por las palabras hoy pronunciadas cuanto por los hechos realizados. Así que, si se cumple su pronóstico, el de afrontar circunstancias complejas y caminos difíciles, Gabriel Boric ya vivió su momento de gloria tal y como la entendemos en los humanos triunfos económicos, políticos o relacionales.
Hacia el año 157 d.C., llegó a Lyon un joven presbítero nacido en Esmirna, en la actual Turquía. Llegó a ser el obispo de aquella iglesia gala. Su discusión con los gnósticos, un grupo de “ultras” que hacían del nazareno una especie de superestrella fantasmagórica ajena a la vida humana, se conjugó con el empeño de evitar las expulsiones de los grupos que pensaban de modo diverso dentro de la Iglesia. Hace unos años, el Papa Francisco tuvo a bien reconocerlo como Doctor de la Iglesia bajo el lema: “De la unidad”. Fue este obispo el que pronunció una frase que puede guiarnos: “La gloria de Dios es que el hombre viva”. Efectivamente, podemos asumir que la vida de las personas, de mujeres y hombres, es la gloria.
Hace unos años, con motivo de un importante evento de los jesuitas de España, el P. Adolfo Nicolás SJ, por entonces superior general de la Orden, nos hablaba de tres grandes tradiciones culturales que reflejan bien el lema del Cristo cuando afirma: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Para nuestro superior general, la tradición asiática afirma la realidad como camino y, por tanto, la parálisis es su negación; la tradición africana y latinoamericana afirmarían la realidad como vida y, de ese modo, la muerte sería su contrapunto; finalmente, la cultura de la Europa occidental estaría marcada por el sueño de la verdad y, por tanto, el engaño sería la tentación principal. Si la gloria de Dios es la vida del hombre, como nos decía Ireneo, esa vida debe completarse como camino y verdad.
En el recorrido que hago a diario entre mi casa, en el barrio de El Agustino, y la oficina de la Conferencia de Provinciales Jesuitas de América Latina y el Caribe, en cuyo equipo trabajo, la vida se muestra como una mezcla de la presencia empequeñecida del Dios de la Vida, que desborda todas nuestras suposiciones de lo que significa atribuir el carácter de digno al transcurrir de una persona por nuestra historia. Es más bien como bajada a los infiernos de la cotidianidad de tanta gente: grita un señor moreno que la palta (aguacate) está barata y lo cura todo; se muestra cautelosa una mujer que responde a una estética ajena a lo que nos enseñaron con Marilyn Monroe (y las demás que siguieron); corretea a pie en medio de la locura del tráfico el joven venezolano alto que vende golosinas y refresco a los conductores pacientes; proclama un altavoz las bondades de la sandía mientras una joven corta y vende al hormiguero del mercado; no paran los mil cláxones de autos que esquivan a sus colegas; miran con desgana unos uniformados desde un puesto entre la multitud que bulle la calle; dormita a pierna suelta, sin nada que lo cubra, un señor no tan viejo recostado sobre la acera. Mientras, chirría mi cuerpo trotando entre unos y otros hacia mi meta, sin que nada me permita considerar más humana mi vida, con sus estudios, el trabajo en la radio, la atención espiritual. Debe ser que la gloria, de la que habla Ireneo de Lyon, se desparrama generosa por estas aceras, asfaltos, puestitos de mercado y su zumbido disonante.
La primera vez que leí a Hans Urs von Balthasar fue en un pequeño librito titulado “Solo el amor es digno de fe”. A su juicio, aunque el Cristo presentara claramente una doctrina, la médula del cristianismo es, más bien, el amor manifestado en su vida, en la mera forma de su vivir como Dios encarnado. Solo ese descentramiento de Dios contagia la gloria incluso cuando baja a los infiernos. No se trata de una bajada triunfal que rescata a quienes están dañados, o de una lucha por arrancar al hades su presa. Se trataría, más bien, de una bajada solidaria, empática, que afecta a la teórica inmutabilidad de Dios. Y ese descenso es la gloria de Dios, porque solo se hace de puro amor. Por eso, esa bajada es bella, porque el amor es bello.
No hay, por supuesto, gloria en la actividad de odio y muerte que suponen los ejércitos, por muy verdadera que sea su causa. No hay gloria en la xenofobia y el racismo que observamos en una legislación que trata a los extranjeros en función del color de su piel o, principalmente, del poder económico de su bolsillo. No hay gloria en el mercadeo del cuerpo de las personas, ni en su violentación o abuso. No hay ni puede haber gloria en las corruptelas que deterioran la convivencia y los servicios sociales en función de un lucro indebido. En nada de eso hay gloria y, sin embargo, constatamos el amor presente en tantas personas que les toca vivir esas y otras situaciones igualmente dolorosas. Hay, en términos de la fe cristiana, una gloria que solo se puede constatar como la belleza del amor en medio de los infiernos.
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