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Opinión
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Ignacio Jesús Pastor Teso

El Toro de la Vega. Cuando el vino se convierte en sangre

  • La muerte de un toro a lanzazos para diversión de un pueblo no puede ser cultura

Pocas fiestas provocan tan agrias controversias como el Toro de la Vega celebrado ayer en la localidad vallisoletana de Tordesillas; su eco, bien amplificado por televisiones, radios y periódicos, redes sociales… ha dividido a los ciudadanos en dos bandos irreconciliables.
Así, en la trinchera de sus partidarios, se sitúan quienes ven la fiesta como una ancestral celebración, en honor al santo patrón de la villa; que muestra el valor, la gallardía y el coraje de sus mozos enfrentados al mítico animal, noble y poderoso; es un ritual de muerte y también de vida; el sacrificio y la fertilidad. En la trinchera de enfrente, sus detractores, quienes en ese evento taurino no ven sino un abyecto espectáculo, cuyo involuntario protagonista es un animal que es "asesinado" (Sic); un mero ensalzamiento de la peor crueldad humana, donde el sadismo y la mezquindad de una población cerril se regocija con el dolor y el sufrimiento del toro.
A partir de aquí, y gracias a las redes sociales, entre unos y otros se instaura un nuevo ritual: la recíproca lapidación a través de la palabra, más bien puras imprecaciones y exabruptos. Intentaré, con medios limitados y escasos méritos, acercar un debate sosegado y desapasionado, difícil tras ver las imágenes de "Rompesuelas".
En el fondo de esta polémica no se pueden obviar las visiones distintas, distantes -y muchas veces antagónicas- de dos mundos: el rural y el urbano. El desdén de la clase burguesa -e intelectual- ante el quehacer del campesino; el desconocimiento del medio rural; sus códigos de conducta; su proverbial aislamiento, lejos de los apremios de la ciudad. El urbanitas no sabe diferenciar el trigo de la cebada. Mientras, el campesino no era capaz de entender lo que es una sala de cine, o un ateneo literario. El hombre de campo ha mirado con cierta desconfianza- y burla- la pretendida ilustración de la ciudad; en reciprocidad, el urbano se ha burlado del pardillo de campo, el mago en Canarias.
La relación del hombre con el animal no es ajena a esa distancia entre uno y otro mundo. El campesino ha estado siempre en cercana relación con los animales, fundamentalmente por una cuestión de mera supervivencia; y en su aislamiento llega a su personalización, concediéndolos casi alma. "Milana Bonita", así se dirigía el entrañable Azarías a la cría de grajo en la novela "Los Santos Inocentes", de Miguel Delibes, novelista que ha detallado, como ninguno, la vida en los pueblos y campos de Castilla y la dependencia del hombre con los animales. Igualmente, y para centrar el tema, la asociación o binomio entre fiesta y animal forman parte del tradicional acervo cultural del campo, y se establece en correspondencia con variados factores: ámbito geográfico, ecológico, tradición campesina o ganadera… estando por lo general esas fiestas pautadas o ritualizadas. Fiestas que se pierden en el arcano de los tiempos.
Centrándome en los festejos taurinos, parto de una premisa: no me gusta la lidia tradicional del toro y su muerte final. Reconozco unos valores culturales y antropológicos que no comparto, pero que poetas, de sensibilidad infinita, como Federico García Lorca y el mismo Miguel Hernández ensalzaron en poemas ya eternos y completos trabajos sobre la tauromaquia. Y menos me gusta el Torneo del Toro de La Vega donde lo visible es que un toro es perseguido, alanzado por pedestres y ecuestres paisanos y, ya agotado y en agonía terrible, se le mata de un puntillazo, para alborozo y alegría de los participantes. No entiendo qué hay de viril en la muerte a lanzazos de un animal.
Siendo una tradición incuestionable, ancestral, socialmente aceptada en la villa castellana, la considero un fósil cultural, reflejo de un pasado del que conviene alejarse, donde los toros (y otros animales: burros, gallos…) pagaban con su vida las frustraciones, rencillas, enconados dolores y los conflictos de una masa popular sin voz ni voto. El panem et cirquem de Juvenal que se reinterpreta en pan y toros, con que halagar las bajas pasiones del pueblo llano y, de esa manera, lograr un alejamiento de otras aspiraciones mayores, apuntalando un atraso muy rentable. No creo justo apuntar a Tordesillas como centro de la crueldad con el animal. El mapa hispano se tiñe de celebraciones donde, de una u otra manera, se acaba con su sacrificio.
En otro orden, y saliéndome de la fiesta taurina, resulta muy fácil demonizar el maltrato animal desde una perspectiva urbana y bajo el regodeo en la paradoja, pues mientras unos matan los animales, otros se los comen como nuggets, coronadas en papel sus cabezas. Obviamos que es carne extraída con el sufrimiento del animal, desde su nacimiento hasta su sacrificio; y si alguien tiene alguna duda, una visita a una granja de pollos la despejará. Nuestra visión urbana de los animales que consumimos se ha "aseptizado", como el sufrimiento ajeno en general: lo que no se ve no duele, y lo que vemos nos impacta; y claro que nos hieren las imágenes del toro alanceado y su final en la vega del Duero, pero no vemos -o no queremos ver- otras imágenes que nos enfrentan a esa realidad; preferimos saborear una loncha del jamón sin plantearnos el previo sacrificio de cerdo.
Volviendo al Torneo, planteo si esa fiesta genera algún valor (no hablo en términos económicos) o, por el contrario, es solo desvalor. Me inclino claramente por la segunda idea. La muerte de un toro a lanzazos para diversión de un pueblo no puede ser ya considerada cultura. Su visión genera amplio rechazo a nivel nacional e internacional. Los tiempos son otros y las sensibilidades también, y se debe transitar para armonizar ambos. Siendo el Torneo una tradición que goza de protección legal, como Espectáculo Taurino Tradicional, creo que hay que revertir la situación, y cambiar la legislación, como ya se hizo en tiempos pretéritos, con la prohibición de su alanceo y muerte; lograr que se diluya y quede como un recuerdo para estudio de antropólogos, igual que otras tantas tradiciones felizmente superadas.
Una ley contra el maltrato animal es una vía, y urge. Hacer pedagogía es otra: persuadir que esa fiesta es cruel, que carece de sentido, que esa diversión de muy pocos miles de aficionados genera el dolor de muchos cientos de miles de personas, quizá millones; que Tordesillas, La Villa del Tratado, no puede ser eclipsada por este anacrónico torneo.
Y que "Rompesuelas" sea el último Toro de la Vega.

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