De paseo por los campos del Bajo Piura, al norte del Perú, Paco, compañero jesuita que lleva media vida aquí, se siente en casa. “Comadre”, grita desde la puerta y dentro una voz hospitalaria nos invita a entrar. Fuera hace un sol brillante que, a la tarde, me pasará factura con algunos síntomas de insolación. No en vano esta tierra soporta uno de los índices UV más altos y poderosos de la superficie terrestre. Niñas y niños juguetean dando patadas a una pelota en la pista de tierra que lleva a sus casas. Cuando ven a Paco, sonríen, aunque mantienen la distancia a la espera de un gesto. Mi compañero siempre lleva galletitas de chocolate en la bolsa. Se conoce a las mamás de cada uno y cuando reparte siempre dice: “Es para compartir”. Obedientes, sacan una galleta y se la dan para quien no alcanzó la provisión del día. Las casas son de paja y barro. Uno de los peques coge sonriente la galleta y señala hacia una estructura débil que soporta una techumbre de algo similar a la uralita: “Mi casa”, me dice a sabiendas de que yo soy allí el ignorante.
Aunque otros son el aspecto, la vestimenta y la lengua, aquella casa me recuerda tanto a lo vivido en los barrios de Nouakchott o en las aldeas de Senegal, que no puedo menos que añorar por un instante lo vivido con la cooperación de Radio ECCA en el África Occidental.
Mientras avanzamos por la pista polvorienta, junto a los canales que llevó el agua de las represas del Piura gracias a la reforma agraria, escuchamos en el auto la emisión de Cutivalú. Es sábado. El programa va de educación. Lo sigo un poco distraído mientras atravesamos poblados y huertas. Nos detenemos observando cómo un grupo de hombres se cuelga de los cocoteros para alcanzar su fruta y echarla a tierra. Atravesamos algunos campos de arroz y Paco refunfuña: “Todavía siembra arroz, como si sobrara el agua”. El conductor, hombre de la tierra, sin contradecirle marca un punto diferente: “Es que así pueden tener también maíz, dos cosechas en un año”. Tiene razón Paco: aquellas tierras no tendrán agua suficiente si se dedican a cultivos que requieren tanto preciado líquido. “Frutales”, exclama. “Es lo que dicen los agrónomos. Así podrían tener riego por goteo”, señala subrayando lo obvio de su afirmación. “Pero hace falta tiempo, paciencia”, concluye. Miro con él a los grupos de peques que nos encontramos por el camino. Demasiadas bocas para esperar a que los árboles crezcan.
La costa de Perú es árida. La corriente de Humboldt, fría, desde el sur, da lugar a un clima donde llueve poco. Las garúas y las nieblas cubren las ciudades costeras, mientras que más al interior la radiación solar reseca la vida. Así que, en Bajo Piura, allí donde no llega el canal, todo es un arenal con sus cerros. Subimos a uno de ellos. Paco lo hace con envidiable habilidad para su edad avanzada. Yo echo de menos las gafas de sol. “El suelo es yeso”, me dice para explicar la intensidad del blanco. El poblado está disperso entre las pequeñas colinas que configuran el paisaje. Al fondo, hacia el norte, también en lo alto de una ladera, se deja ver la casa de nuestros difuntos. Delante, en el centro, sobre una lomada más ligera, luce la capilla pintada en un azul celeste que no compite con el cielo absolutamente limpio que nos cubre. Una mototaxi avanza tranquila por la pista que serpea entre las casas. Alguna vaca tiene todavía energía para hacernos oír su mugido. Nos sobrevuelan un par de gallinazos, cuya sombra se proyecta impresionante en los suelos.
De vuelta a casa me traigo una conversación. Su nombre es Josefa. Es comadre de nuestro Paco. Ronda los noventa. Su voz tiene energía. “Y fue Paco el que me puso a aprender a leer”, me dice. Rememora con detalle la escena. Paco, poco sutil, le decía que si quería ser cocinera del proyecto de alfabetización, tenía que aprender letras. “No sabía”, confiesa Josefa desde su silla, mientras una de sus hijas nos trae a la mesa el ceviche piurano. “Es que no había escuela para las niñas”, me dice tratando de justificar. Hubiera querido llevar conmigo el micrófono y grabar tantas historias de vida contadas con sencillez y verdad en torno a una buena comida compartida. “Fue entonces que me di cuenta y comprendí por qué yo era pobre y había quién no lo era”. Entonces y ahora, Perú y América Latina siguen siendo terreno abonado para la desigualdad social.
Al llegar a casa, suelo meterme en el APP y escuchar las noticias del día en España. Esta vez son más duras de lo habitual, son de muerte, de acciones policiales. Oigo que alguna de nuestras autoridades habla de “la defensa de nuestras fronteras”. Digo yo que será verdad que, cuando crezcan, los niños y niñas de los barrios que hoy recorrí por el Bajo Piura, como los que crecen en Sudán, Senegal, Guinea o Mali, serán una amenaza para nuestra seguridad. Pero entonces deberemos preguntarnos qué estamos haciendo mal para que tras medio siglo de una política migratoria cada vez más represora, las gentes sigan haciendo caravanas que atraviesan México, recorriendo entregadas a coyotes la selva amazónica, subiéndose a pateras que apenas navegan el Atlántico o lanzándose contra una valla donde les espera, además de las alambradas, una policía que los señalará como peligrosos enemigos que amenazan mi seguridad, mi frontera, mi casa.
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