Llueve con intensidad. La camioneta de IGER salta por una pista que ahora asciende hacia la aldea más cercana en medio de un bosque a cuyos árboles soy incapaz de poner nombre. Vamos junto al barranco y en la parte de atrás de la camioneta se amontonan coloristas y gritones unos quince jóvenes, ellas y ellos, que acabaron su “círculo de estudio” y ahora aprovechan nuestro auto para acercarse a sus casas. Los vamos dejando por el camino. Saludan efusivos y desaparecen por un sendero en medio de la vegetación. Hemos pasado con ellos un rato en estas estaciones de “via lucis – vía crucis” que Geraldina, la directora de la institución, ha planeado mientras vamos de camino a Sayaxché, donde celebraremos el día 9 de agosto la fiesta de las poblaciones originarias. Estamos acabando la primera jornada. Tengo el cuerpo molido con el bamboleo del auto por estas pistas poco cuidadas donde debemos echarnos a un lado cada vez que aparece otro automóvil.
“En el café. Ahí es que trabajo”, comenta Óscar (20 años) en el círculo de estudio. El local es lindo, todo de madera. Suficientemente amplio y luminoso. Es un palafito sobre la ladera al que se accede a través de una escalera muy empinada. En la puerta puedo leer “Salón comunitario” junto a un cartel de Tigo que ofrece conectividad para todo el mes (con límite de datos) por 99 quetzales. Es nuestra última visita del día. Recorremos el territorio de José, un coordinador IGER que tiene a su cargo en torno a un millar de alumnos en un área de una decena de municipios que recorre en una moto trabajada protegido por su chubasquero.
“Diez meses al año”, contesta Germán cuando le pregunto por la temporada de lluvias. Los paisajes están dominados por el verde del bosque aunque algunos lugares estén dedicados a la agricultura. “Es que no permitimos que se talen todos los árboles. Hay que pedir permiso y solo algunos que debemos reponer”, cuenta Germán, orientador voluntario de IGER que, además, deja su casa para que sean las aulas de los tres grupos de su localidad. Seis o siete levantan la mano cuando preguntamos si vienen del otro lado del río. El sistema funciona con sus dificultades. Dado que aquí no llega la radio y los precios de la conectividad se les hace muy difícil escuchar el audio durante la semana, con lo que hay que dedicar parte del tiempo de la orientación, la mañana entera del sábado, a repetir algunos fundamentos de las lecciones. Luego, hablan, conversan de todo un poco. “24 quetzales”, dice Óscar, el que trabaja en el café, para señalar el jornal que se ganan entre los cafetales desde las seis hasta las quince horas que inician el camino de vuelta. Le entiendo que cuando le llaman a trabajar, no todos los días, hace como una hora de camino de ida y otra a la vuelta, con su machete en la mano, la herramienta que llevan todos los hombres.
Después del rato del círculo, antes de que se suban a la camioneta aprovechando nuestra presencia, nos hacemos fotos entre risas y respondo a preguntas sobre Lima, mi edad, mis padres, nuestra ruta… la curiosidad de las y los estudiantes es enorme. Ellas sonríen desde un rostro que corona bello un modo de vestir propio colorista. Ellos visten de forma más austera, casi completamente al estilo occidental, alguno con una camiseta del Barcelona. Ponen cara de asombro cuando les digo que ya cumplí sesenta. “Yo con 18 y ya me parece que estoy vieja”, comenta una de las alumnas que lo dice en español por galantería con los recién llegados. Entre ellos hablan en la lengua maya del territorio. Intentan enseñarme a decir algunas cosas: hola, adios. Mi oreja y mi memoria se resisten.
“No tienen muchas esperanzas”, comenta Susana, la profesora quiché que orienta el círculo cuando nos quedamos a solas. En el auto, de vuelta, mientras nuestros músculos y huesos se someten a la tiranía de los saltos, me viene una y otra vez a la cabeza la palabra explotación. Hace treinta años este país vivió una intensa gerra civil con muchísimas víctimas, muertas, desaparecidas, violentadas, que todavía hoy no han cerrado sus heridas. Aquella guerra la disparó la injusticia, la desigualdad, el empobrecimiento. Pero estas comunidades campesinas, viven en situaciones similares y sus jóvenes tienen todos sus sueños puestos en abandonar la comarca, marcharse a la ciudad. “Inglés”, comenta Oscar. “Es la que más me cuesta”, dice ante las preguntas de Julio, miembro del equipo IGER, por la materia más difícil. Y aquí, el inglés es importante: quieren viajar al norte.
Con un tesito caliente conversamos con Wilma, la coordinadora territorial, en el despacho de IGER. En la calle, una placa nos indica que lleva el nombre de Franz Tattenbach SJ. “Aquí fue donde empezó”, me comenta Geraldina, la directora general de la Institución. Llueve. El repiqueteo de la lluvia en los techados de metal acompaña la conversación tranquila. “Mi labor es convencer a las comunidades y acompañar al voluntariado”, Wilma, mujer K’iché, maya, que lleva una amplia zona del departamento de Alta Vera Paz, en torno a la ciudad de Cotán.
Durante casi una hora el auto, una pick up cuatro por cuatro, viene bajando entre saltos por una pista apenas distinguible del barranco. La ladera está abrumada por un bosque denso que se abre casi mágico con manchas aquí y allá donde crece el cafetal. Ya de camino nos tropezamos con algunos hombres enjutos, morenos, con sombrero de ala ancha y un machete en la mano que agarran por la mitad de la hoja, como si quisieran mostrarnos que no es un arma sino una herramienta a usar en el trabajo. Saludan con amabilidad y con amabilidad responde José, el coordinador de IGER (Instituto Guatemalteco de Educación Radiofónica) en la comarca (Baja Verapaz). Ahora mismo llovizna, luego, durante la estadía, aumentará la lluvia y veremos como mil hilos de agua recorren por rendijas que no imaginábamos entre la vegetación y la pista. “¿Hay un río abajo?” pregunto mirando hacia lo hondo del barranco que no alcanza a verse en medio de la espesura. “Una quebrada”, me contestan. Luego me explican que es el nombre que dan a los arroyos de montaña que desembocarán en un río en el llano.
Ahora estamos en el centro comunal, en una estancia de unos seis metros por cinco, casi cuadrada, toda de madera, con ventanales amplios que dejan entrar la poca luz solar que atraviesa las nubes y el bosque. “Entre 25 y 35 quetzales el día”, dice César, una de las veinticinco personas que componen el círculo de estudio IGER en la comunidad. César nos explicará que salen a trabajar a las cinco de la mañana y vuelven a las cinco de la tarde (ocho horas de trabajo y dos para ir y volver a los cafetales). Como máximo cinco dólares por una jornada durísima. “El problema es que no te llaman a diario. No hay trabajo para tantos jóvenes; por eso estudio, para irme a Guate”. Las historias de las chicas y chicos del círculo son similares. Tienen entre 16 y 25 años. Aprendieron el español en la escuela primaria y lo hablan con un acento y una estructura peculiar. Son k’iché, el pueblo más numeroso entre los mayas de Guatemala. La conversación va sobre sueños, deseos, posibilidades. El coste de la conectividad en la zona es de unos cien quetzales al mes y casi nadie puede afrontarlos. Así que los audios de IGER resultan inalcanzables para la mayoría y tienen que contentarse con el material escrito y la tutoría semanal. Cada sábado pasan buena parte del día con la orientadora, también de la zona, ex alumna IGER, cuyo ejemplo sirve para soñar.
Antes de irnos, la conversación se hace informal. Los visitantes, llamamos la atención. Preguntan sobre de dónde vengo, qué hago, si viven mis padres, cuántos hermanos, si me gusta su tierra. Nos hacemos fotos aquí y allí, agradecen la visita. “¿Qué edad tiene?” Pregunta una de las jóvenes. “Sesenta”, digo. Y con asombro reacciona: “Y yo a los dieciocho estoy más vieja”. Y por dentro se me rompe algo al tener que reconocer que su apariencia física es la de una mujer mucho mayor… en otra situación. A la salida nos va acompañar la lluvia, hasta que lleguemos al hotel donde pasaremos la noche, junto al “Biotopos del Quetzal”, un parque natural que tiene como objetivo preservar el ecosistema del pájaro nacional del país. Junto a la lluvia me acompaña también el Dios de la Vida que sonríe en tantos rostros y aquel de la cruz que siempre está muriendo y resucitando en tantas personas.
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