Como nostalgia. “Cualquiera tiempo pasado fue mejor”, nos dice Jorge Manrique en el alba del Renacimiento. Otto Rank, seguidor de Freud, entendía que buena parte de nuestra dinámica psicológica se explica por el deseo de volver al vientre materno para superar así el trauma del nacimiento. Afirma Bauman (“Retrotopía”, 2017) que vivimos una epidemia de nostalgia. Ante el pesimismo del futuro que viene (el 80% de la población francesa piensa que sus hijas e hijos vivirán peor que ellos), añoramos el retorno a un sueño que, en realidad, nunca existió. En política, esa pulsión, con frecuencia, deviene en nacionalismo: el retorno a una utopía comunitaria puesta en los orígenes de nuestra identidad nacional. Ese aire habita también otras experiencias comunitarias, como las religiosas, donde los tiempos de cambio levantan también añoranzas.
Como vacío. Subraya Byung-Chul Han (“El aroma del tiempo”, 2009) que, con la muerte de Dios, Nietzsche vacía de consistencia el tiempo, por más que trate de recuperarla con su eterno retorno de siempre lo mismo. Ese vaciamiento se vive hoy con la apariencia de la aceleración: todo se fuga, sin un destino, sin meta ni heredero (por más que el propio Nietzsche alude a ambos conceptos en su intento de dar consistencia a nuestro camino hacia la muerte). El existencialismo propuso la vida como una auto-construcción libre: una meta y un heredero. Los estructuralismos muestran la impertinencia de la diacronía, que se resuelve en un no tiempo (sincronía) puesto que el determinismo lo ordena todo. Hoy, la vivencia, fugaz y sin historia, sustituye a la experiencia, que necesita tiempo. Así afecta a la verdad: queda reducida a lo vivenciado en cada momento, prácticamente independiente de lo realmente experimentado en el tiempo que dura. Quevedo mira al final de sus días con una poderosa carga nihilista. Sin embargo, acaba proponiendo que aquel polvo en el que se resuelve su vida, es polvo enamorado, y aquella ceniza tiene sentido.
Como pérdida. En Nazaret tiene lugar la mayor parte de la vida del hombre que da nombre al Cristianismo. Allí no transcurre el tiempo sino que dura, se profundiza, se crece. Hoy no tenemos tiempo porque nos esclaviza el qué hacer. No tenemos tiempo porque nada dura sino que sucede. Byung-Chul Han cita a Heidegger que cree que el desalejamiento, la tendencia a reducir el lapso al puro instante que tiende a cero es constitutivo del Da-Sein, el ser humano en cuanto ser ahí. El filósofo coreano (“El aroma del tiempo”, 2009) piensa, sin embargo, que ese modo de entender el tiempo, el desalejamiento, es, en realidad producto de nuestro momento, de nuestra época, la de la radio, el tren (ahora AVE) y, todavía más, el “wasap”, donde el espacio se disuelve y la inmediatez se da por hecho. El tiempo que dura pasa a ser tiempo que transcurre sin más significado que la meta no conseguida de inmediato. Meta que queda obsoleta una vez alcanzada. El tiempo que transcurre es tiempo perdido, apunta Byung-Chul subrayando el paralelismo entre Proust y Heidegger.
Como para qué. Frente a un mundo en el que se suceden los instantes, Heidegger propone, en un primer momento de su filosofar, la historia. Anclada en la narración histórica, toda actividad sucede en el tiempo con un sentido, un antes y un después con su fin por alcanzar. Pero el historicismo sufre la denuncia del racionalismo crítico (Popper), también del estructuralismo (la importancia de la sincronía frente a la diacronía) y claudica con la experiencia política del nazismo, el desarrollismo y el socialismo real, a los que Peter Berger denominará “pirámides de sacrificio”. Heidegger procede a deshistorizar el tiempo y lo ancla en el “sí-mismo” que permanece y dura mientras es fiel y que se disuelve y se convierte en un “perder el tiempo” cuando se esclaviza a las cosas de cada día. Loyola entiende el tiempo como relación que aboca a la inmediatez de la Presencia: Dios. Y propone ordenar todo lo demás al “alabar, hacer reverencia y servir”. El sentido no está en el sí-mismo, sino en el éxodo del sí-mismo.
Como prisa. Pretendemos atrapar el tiempo con nuestra carrera. Todo está disponible y depende solo de nuestra respuesta al estímulo. Sin el momento del no, en nuestra cultura, no hay contemplación. Ya Nietzsche observa que es necesaria la pervivencia de la figura del maestro para enseñar a mirar. La sociedad de la eficiencia necesita velocidad: pasamos de caminar a correr. No hay mejora, sólo más prisa. Todo es positivo. Byung-Chul Han señala que no hay creatividad si todo es positivo: todo se hace más liso, más “me gusta”. De ese modo, la actividad muy activa es la menos activa: no hay cambio, solo lo mismo a mayor velocidad (“La sociedad del cansancio”, 2010). Sin el momento del no, no es posible la espiritualidad. Entronca con las tradiciones clásicas: sin abnegación, la persona no tiene acceso a su interioridad, tampoco a la contemplación (Loyola).
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