En su libro No cosas (2021), Byung Chul Han apunta a que, en nuestro mundo caminamos hacia un contexto cultural y vivencial en el que ya no hay cosas sino datos, nada será un objeto sino mera información. Claro está que para quienes vivimos en el mundo occidental en estos tiempos, la sucesión de fiestas comerciales de los finales del año, desde el Black Friday hasta Reyes, pasando por Navidad, parece negar con contundencia la afirmación del filósofo germano coreano puesto que nunca habíamos visto tal desborde de cosas ocupando más y más espacios en nuestras casas. De hecho, tantas cosas tenemos y las fabricamos de tal manera, que la gran cosa que es el mundo en el que vivimos está amenazado por nuestra presencia como si nuestro modo de producción fuera la actividad de un virus en un organismo vivo.
Esta sobreabundancia de cosas no desalienta al profesor de la Universidad de las Artes de Berlín. Más bien, le confirma en su mirada: el exceso de cosas con las que vivimos es una respuesta hiperactiva al hecho de que, en realidad, las cosas se fugan y nada dura. Nada permanece. Todo pasa a tal velocidad que más que poseer, superficialmente experimentamos, porque no tenemos tiempo para la contemplación tranquila de la realidad y, todavía menos, de las personas. Se hace cada vez más difícil la mutua compañía paciente y desinteresada. Los recuerdos son sustituidos paulatinamente por las memorias que acumulan datos, bits, tengan forma de texto, audio o imagen. Incluso esas cosas que nos ayudan a interactuar con el mundo para transformarlo, nuestras herramientas o instrumentos sufren una transformación vertiginosa: la inteligencia artificial consigue que no solo nos ayuden a hacer, sino que hagan las cosas por nosotros, y, más todavía, también piensen en nuestro lugar. Los algoritmos con los que funciona la inteligencia artificial, a modo de caja negra indescifrable, determinan el siguiente paso a dar cuando planificamos un viaje, buscamos un trabajo, establecemos nuestro sistema de salud o planteamos un negocio. De ese modo, no solo se encargan de pensar y hacer nuestro trabajo sino que también asumen nuestro cuidado, como esos teléfonos inteligentes que avisan si nos perdemos, si la presión arterial se dispara o si elegimos bien a la pareja con la que pasar un rato. Nuestras vidas, así, poco a poco, van perdiendo responsabilidad y consistencia propia, cada vez más nuestras actividades se limitan a surfear, a experimentar, pasando pronto a la siguiente ola, sin más.
Muchos de los conflictos que experimentamos personal o socialmente en nuestros entornos tienen que ver con esta fuga veloz de la realidad. Donde la velocidad es la clave para tener más experiencias nos hacemos incapaces para sostener lo que exige dedicación y duración. La verdad requiere dedicación, duración, es decir, mucho tiempo. Así que en el mundo de los titulares, de las informaciones rápidas, cuando una noticia está echando a la siguiente de las redes o los informativos, no hay tiempo para dedicarnos a la verdad. Pero no solo la verdad es víctima de la prisa. En la lista encontramos también a las promesas (que requieren tiempo y, de hecho, si se formulan es por su efecto inmediato (vg.: ganar votos), en el convencimiento de que la ausencia de tiempo hace innecesario su cumplimiento). Y de ese modo, la responsabilidad ante lo prometido también engrosa la lista de las víctimas de la prisa; en la misma dinámica, la confianza deja de ser posible, el compromiso pierde todo sentido y, con él, desaparecen las obligaciones o la fidelidad. En El Principito, Antoine de Saint-Exupéry, nos habla de los ritos: “Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres comenzaré a ser feliz”. El zorro pide así al Principito que venga siempre el mismo día de la semana y a la misma hora: es lo que hará de ese día y esa hora algo diferente. Ese es el valor de los ritos. Que también requieren tiempo. Así, en la excitación del cambio continuo todo tiempo es idéntico al anterior; puesto que no hay tiempo para el rito, ningún momento es diferente.
Han señala que en el mundo digital hemos perdido la referencia a la realidad. Literalmente nos dice: “La información no es informativa”. Esto, en buena medida, a su juicio, tiene que ver con la cantidad: exceso de información que se hace inasimilable. Pero también con la calidad: circula la información en un espacio hiperreal (aparentemente más real que lo real) que no tiene referencia alguna a la realidad. Su calidad no tiene que ver con que nos pone ante las cosas, sino con que produce en nosotros un efecto inmediato y sostenible en el corto plazo, es decir, mientras no se de con la realidad que dura. En términos de Byung: “La eficacia sustituye a la verdad”. Si vamos suficientemente a prisa, nunca nos tropezamos con aquello que no podemos cambiar, porque lo dejamos atrás sin necesidad de afrontarlo: nos subimos a la siguiente ola sin acercarnos a las rocas de la playa. A esa velocidad, se diría que las rocas de la playa no existen. Solo existe la ola, esta, la siguiente y la otra que vendrá. Para conseguir ese efecto, la comunicación no es sobre los hechos (las piedras de la playa) sino que nos excita, nos emociona, nos cautiva (la ola que surfeamos).
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