Fue muy trabajoso. Las disputas fronterizas entre Chile y Perú tras la mortífera guerra del Pacífico (1879-1884) en la que Bolivia perdía su acceso al mar y Perú buena parte de la costa sur quedaron más o menos resueltas 45 años después tras un acuerdo diplomático firmado en Lima el 3 de junio de 1929 con la mediación norteamericana. Tacna volvía a Perú mientras que Arica, puerto natural de la primera, quedaba bajo la soberanía de Chile que argumentaba la mayor simpatía de los habitantes de la ciudad portuaria hacia su país. Entre ambos estados se estableció la frontera en la que se denominó Línea Concordia, que partía desde el océano Pacífico hasta los límites con Bolivia. En los últimos días del más reciente abril, el espacio situado entre los puestos fronterizos de Perú y Chile, situados respectivamente al norte y al sur de la línea Concordia es objeto de tensión diplomática: migrantes mayoritariamente haitianos, venezolanos y colombianos quieren dejar Chile hacia el norte y ahora están varados en la falta de concordia. El gobierno de Perú argumenta que es un problema de seguridad. Declara el estado de emergencia y envía a trescientos militares a la frontera.
El alcalde de Tacna se permitió considerar al presidente de Chile como “un innombrable e irresponsable” que traslada el problema migratorio a la frontera. La Cancillería chilena citó al embajador de Perú argumentando que declaraciones como las del alcalde poco ayudan a resolver un problema de enorme complejidad; y, en Lima, el Ministerio de Relaciones Exteriores llamó al embajador chileno para transmitirle su preocupación porque, en cierta manera, entiende que Chile se quita un problema de encima enviando a los migrantes a su frontera norte. Así que el miércoles, 26 de abril, la presidenta Boluarte declaró el estado de emergencia para permitir que la policía y el ejército peruano frenen la migración ilegal. “¿Cuántos son, Hiromi?”, pregunto a la responsable de Encuentros SJM Perú, la ONG impulsada por los jesuitas peruanos para el acompañamiento, la acogida y el fomento de la hospitalidad ante la realidad migratoria que vive el país. “Como cuatrocientos cincuenta”, me dice. Andrea Espinoza, del Servicio Jesuita Migrantes de Chile, acota: “No son más. Y eso es contando a muchas familias con niñas y niños pequeños”. Ya estaba el ejército chileno a un lado de la frontera, ahora también trescientos efectivos de la infantería peruana.
“¿Cuál es la situación, cómo están?”. Andrea toma la palabra: “Están varados. Y es un territorio muy caluroso en el día y muy frío en la noche. No hay servicios de salud, no hay alimentos, no hay agua. No tienen lo mínimo que se necesita para vivir como humanos”. “¿Por qué no pasan? pregunto a mis dos interlocutoras. “Es que algunos de los países latinoamericanos piden a nacionales venezolanos una visa. Pero en Venezuela es difícil conseguir esa documentación. La gente entra por pasos no habilitados. La militarización y la ralentización de los procesos en frontera hace que las familias acaben ocupando espacios públicos y se genere descontento en las poblaciones residentes. Y estas familias son criminalizadas porque sencillamente no tienen acceso a sus documentos”. Comenta Hiromi que algunos medios están convirtiendo el tema en un problema de seguridad ante la opinión pública. Tengo delante la portada de una publicación limeña: una fotografía en la que un buen número de policías se “enfrenta” a algunas parejas y una familia tiene como titular “La crisis migratoria crece”.
“Además, la mayoría quieren retornar a sus países o seguir hacia el norte”, subraya Andrea. La noticia de que algunos gobiernos de la región estarían pactando un “corredor humanitario” para que sus nacionales puedan volver a su país tiene buen sonido. Sin embargo, ¿quién se cree que los haitianos quieren ahora volver al horror que se vive en su la isla? Hiromi retoma la palabra para insistir: “Deben colaborar, los gobiernos, los estados. Ya hay órganos de coordinación de otros temas fronterizos. No pueden considerar la línea Concordia como una tierra de nadie. Lo que ahí sucede es responsabilidad de los dos estados y los dos estados pueden colaborar en vez de enfrentarse”.
La presidenta de la República que ha puesto en relación migración y delincuencia, así que preguntamos a ambas: “¿Será que permitir flujos más ágiles en las fronteras va contra nuestra seguridad?”. Andrea apunta a la necesidad de generar una sociedad más intercultural y hospitalaria. “Los números, las estadísticas, los titulares de prensa no ayudan. Debemos propiciar el encuentro. Te ayuda mirar a la cara. Escuchar la historia de sus propios labios”. Hiromi reconoce que hay un relato que vincula a la migración venezolana con la delincuencia, y sostiene que las medidas que hacen más difícil los flujos migratorios y la presencia legal en el país suelen echar a las personas en manos de las mafias, de los coyotes, que tienen su negocio en sortear las dificultades crecientes que la militarización de la frontera supone. “Las migraciones no van a parar porque aumenten las medidas restrictivas del flujo”, insiste Hiromi.
“Quienes huyen de una dictadura no se van a detener porque haya más ejército en la frontera. Irán por lugares menos controlados. Ya lo aprendimos de Estados Unidos, de Europa”. Un amigo me pasa el dato: en Perú hay unas noventa mil personas en centros penitenciarios. Apenas algo más del 4% son extranjeros y la mitad de estos son de origen venezolano. Parece absurdo, engañoso e imprudente atribuir los problemas de seguridad ciudadana a la presencia de las familias migrantes.
Acabo esta nota en el aeropuerto de Lima. Salgo para Panamá para asistir al Seminario de la Red Internacional de Educación a Distancia. No voy atravesando el Darién, ese paraje natural selvático e inhábil para la habitabilidad humana por el que diariamente unas mil personas tratan de llegar al itsmo en su largo éxodo hacia el norte. Les esperan las restricciones crecientes de las autoridades norteamericanas, las presiones de la administración mexicana, la corrupción de funcionarios, la arbitrariedad fronteriza. Así, aumentan los cadáveres y se fortalecen las mafias, pero la migración no para. Entre Chile y Perú, un grupo de migrantes está varado en la frontera mientras los estados discuten y aumentan las tensiones diplomáticas. “Debe ser como el nombre del Servicio Jesuitas a Migrantes de Perú: Encuentros. Tenemos que propiciar encuentros”, subraya Andrea. A ella y a Hiromi, a sus equipos, a sus profesionales y voluntariado, agradecemos lo que hacen. Su trabajo sí merece el nombre de esa línea entre ambos países, Concordia.
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