Gabriel Boric, joven presidente de Chile de una izquierda nueva y poco habituada a gobernar, reaccionó con dureza. Tras el encuentro en Brasil con presencia de Maduro, en el que el presidente Lula, hombre de izquierdas de toda la vida, animara a entender la situación de derechos humanos en Venezuela como un problema de narrativa, Boric se empeñó en que las personas presas, desaparecidas, torturadas o perseguidas políticamente no eran una cuestión de relato, sino de realidad, de violencia contra los derechos de las personas. Habló Boric de su propia experiencia, en un país, el suyo, donde miles de venezolanos, como sucede en otros tantos países de América Latina y el Caribe, dan cuenta con pormenorizada narrativa y el ejemplo de sus propios cuerpos de aquello que está pasando en Venezuela.
La discusión entre el viejo presidente brasileño y el joven chileno me llevó a los tiempos de mi formación en la Facultad de Filosofía de Comillas, hasta finales de los ochenta, en el que el profesor José María Mardones abordaba el fenómeno de la postmodernidad y los ya más que maduros José Gómez Caffarena y Andrés Tornos reaccionaban preguntándose cómo sería el tiempo en el que los grandes relatos, las grandes cosmovisiones con aspiración universal, donde miles de millones de personas acudían para dotar de sentido a sus vidas, estaban siendo sustituidas por el pequeño relato del presente más inmediato. La cosmovisión marxista prácticamente se derrumbó al final de aquella década con el muro que separaba Berlín. La cosmovisión cristiana se transformaba intensamente en una sociedad plural y con síntomas de una secularidad por entonces creciente. El discurso sobre la igualdad o la fraternidad, dominantes en ambas cosmovisiones, se sustituía progresivamente por el de la diversidad y, matizadamente, por el de la libertad. La idea de progreso, de avance, de camino hacia una meta de culminación y plenitud se tropezaba con un relato contrapuesto convertido en libro en 1992 (año del V Centenario) por el politólogo norteamericano de ascendencia japonesa Francis Fukuyama: “El fin de la historia y el último hombre”.
Ya conté cómo en un encuentro sobre filosofía de las religiones se estableció una mesa en la que Gómez Caffarena y Roger Garaudy dialogaban con el por entonces muy activo rector de la UCA José Simeón Cañas, en San Salvador, Ignacio Ellacuría, y el muy popular hispano hindú Salvador Pániker. Ignacio Ellacuría, hijo intelectual de Javier Zubiri, hizo una densa exposición del empeño filosófico en dar cuenta de la realidad para transformarla hacia una liberación creciente de los pueblos, las sociedades y las personas; su centro era la realidad y nuestra capacidad de transformarla. Pániker lo escuchó con paciencia y no sin cierta condescendencia, que sonó en la sala de modo muy irónico y hasta cierto punto cínico, agradeció las palabras de Ellacuría porque, según nos explicó, le facilitaban mucho su tarea: “Yo defiendo exactamente lo contrario”. Y, al menos en aquella sala, así fue. Pániker no nos habló de realidad, sino de sensaciones interiores. Tampoco nos habló de transformar la realidad y hacer avanzar la historia, sino de una liberación que consistía en agarrarse a la propia interioridad sin que nada de lo que aparentemente sucediera en el mundo mereciera nuestra reacción.
En un encuentro de radialistas vinculados a las emisoras de la Compañía de Jesús en América Latina, una joven periodista mostraba su dificultad para usar la palabra realidad o verdad. Defendía con argumentos más que razonados que mejor debíamos usar contexto y narración. Lo hacía desde un país donde el presidente López Obrador lleva años dedicando un rato de las mañanas a establecer el relato correcto de lo que está sucediendo. De modo que a las preguntas, normalmente llenas de datos que le hacen los periodistas, él contesta con un curioso: “Yo tengo otros datos”; y constata, elección tras elección, que su relato se impone, por más que los datos parezcan decir otra cosa. Sirva de ejemplo su “más abrazos y menos balazos” que difícilmente dan cuenta del periodo presidencial con más asesinatos desde que comenzara este sangriento siglo en México. A la joven periodista, hija de esa escuela tan actual que dice que el periodismo es contar historias (más o menos como la literatura de ficción), le parece que es precisamente el empeño en defender verdades y realidades (en vez de contextos y perspectivas) los que abocan a la violencia que vive su país y que lo pone en el primer lugar de la lista de asesinatos de periodistas, activistas de los derechos humanos y el medio ambiente o de políticos de las municipalidades. Permítanme que, arriesgándome a ser injusto, haga en ese mismo sentido este paralelismo: gracias a Dios, Salvador Pániker falleció a los noventa años en su Barcelona natal tras una larga vida de reflexión; Ignacio Ellacuría murió por su parte asesinado con 59 años, cuando la mayoría de sus compañeros jesuitas alcanzamos la ancianidad sin demasiados percances.
Más recientemente hubo un segundo asalto entre el viejo sindicalista ahora renovado presidente de Brasil, Lula, y el joven Boric, universitario convertido en presidente por un único periodo en Chile. Tuvo lugar durante el encuentro en Bruselas entre las autoridades de la Unión Europea y las de América Latina y el Caribe. Se hizo muy difícil un comunicado final, porque la Unión quería proponer algún tipo de condena a la invasión rusa de Ucrania y el lado latinoamericano no parecía nada interesado en el tema o francamente opuesto al mismo (Cuba, Nicaragua, Venezuela). El presidente Lula, dentro de su lógica de presentarse como un mediador aceptable para Rusia, ayudó a aguar el pretendido mensaje condenatorio. Boric, por su parte, dejó clara su posición con estas palabras: “Acá se ha violado claramente el derecho internacional. No por las dos partes. Por una parte, que es invasora, que es Rusia”. El presidente Lula comentó después que le pareció que el joven presidente chileno era demasiado novato en la lidia de los presidentes de la Unión Europea y que, por eso, se mostraba más ansioso que el resto de los líderes latinoamericanos. Cuestión de narrativa, cuestión de relato.
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