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Impunidad de la violencia y la muerte

Según la versión oficial y periodística disponible, había llegado a la aldea en auto propio. Se dirigió a la puerta y llamó. En cuanto alguien abrió desde dentro, sin mediar palabra, le descerrajó plomo en el pecho y también en la cabeza. Luego, salió de nuevo a la calle donde le esperaba un cómplice conduciendo una moto. Desaparecieron dejando atrás el cadáver de Santiago Contoricon, líder indígena Asháninka, y a su esposa y a sus hijos, testigos impotentes y dolientes del crimen. Un par de días después, el periódico La República de Lima hacía notar ocupando toda la primera página que más de veinte líderes indígenas habían sido asesinados en Perú en los últimos años sin que la policía o los jueces consiguieran resultados muy significativos en condenas.

En el transcurso de la misma semana, en Esmeraldas, al norte de Ecuador, nueve personas fueron asesinadas en el transcurso de una balacera que, a juicio de las autoridades, denota una lucha de bandas. Ecuador, situado entre Colombia y Perú, dos de los mayores productores de coca del mundo, desde hace unos años, pero especialmente en este último, vive cómo la actuación de las bandas multiplica el número de asesinatos. En 2023, Ecuador vivió el magnicidio de un candidato a la presidencia y de muchas otras figuras políticas; decomisó más de cincuenta toneladas de coca y el estado de excepción en diversas partes del país no redundó en una completa pacificación; en los dos últimos años, más de cuatrocientas personas, entre las que no eran pocas los agentes públicos, han sido asesinadas en los centros penitenciarios del país, principalmente en Guayaquil, donde se libra una lucha entre las bandas. Es una violencia que empuja a millares de ecuatorianos a dejar su país.

Los informes de Naciones Unidas establecen que “América Latina y el Caribe, vista en conjunto, es la región del mundo donde más homicidios intencionales se registran año tras año, tanto en términos absolutos como por número de habitantes”. Si la tasa media mundial de asesinatos puede estar en torno a seis personas por cada cien mil habitantes, en la región se alcanza en torno a veinticinco. El número de feminicidios, impulsados por el modelo cultural del patriarcado, es escandalosamente alto; pero el 92% de los asesinados son hombres jóvenes, mayoritariamente entre 15 y 29 años. No se debe esto a que los estados latinoamericanos sean laxos con los criminales, porque las prisiones de la región registran los índices de población encarcelada porcentuales más altos del mundo. Tampoco se trata de la pobreza en sí misma, porque buena parte de los índices de violencia crecieron en la época en la que el extractivismo generó mayor riqueza en los países. El gasto en seguridad es altísimo y en no pocos estados, los ejércitos ejercen funciones de seguridad que en un esquema constitucional ordinario corresponde a las policías.

Para poder explicar tanta violencia, por supuesto, acudimos a que muchos conflictos tienen su origen o su alimento en la mayor tasa de desigualdad del planeta, que propicia el reclutamiento de muchos jóvenes por bandas y organizaciones que les ofrecen su único futuro. En no pocas zonas, la debilidad o la ausencia del Estado como única entidad legitimada para el uso proporcionado de la violencia propicia un ambiente donde el crimen permanece impune y los criminales se erigen como el único orden reconocible socialmente. No es ajeno al actual clima de violencia el desarrollo de las guerrillas que, a partir de los años cincuenta, llenaron las sociedades de armas provenientes, en no pocas ocasiones, de conflictos y tensiones políticas ajenas a la región; desde entonces, las legislaciones intentan de modo reiteradamente fracasado poner coto a la distribución de armas entre las bandas. No es anecdótico que el poderío de los carteles mexicanos coincidiera con una legislación norteamericana, la de la Administración Bush hijo, que liberalizó el acceso a armas cada vez más potentes a partir del comienzo del siglo XXI. Todo ello suma al fracaso de las políticas de gestión de las drogodependencias y del tráfico de estupefacientes, que están en el origen de organizaciones de crimen organizado que ocupan territorios cada vez más amplios: desde el barrio o los municipios hasta regiones enteras.

Si observamos qué ha pasado en otras regiones del planeta para que se reduzca la violencia, caemos en la cuenta de que el desarrollo del sistema educativo es prioritario. Junto a esto, la credibilidad de la policía y del sistema judicial ayudan. Pero en ningún lugar del mundo, estos elementos pueden actuar eficazmente si la desigualdad impera y las opciones que se plantean a los jóvenes están mayoritariamente entre la pobreza y la victimización o pasar a formar parte de una organización ilegal violenta que les asegura identidad y plata.

Tras el asesinato de Santiago Contoricon, la organización Ashaninka de referencia en la zona del río Tambo, en la selva central del Perú, solicitó explicaciones al Gobierno por lo que considera un comportamiento de total desidia hacia la vida de las comunidades en torno a Puerto Ocopa (así se llama la localidad). Del mismo modo, pidieron el retiro de la base de la Marina de Guerra, incapaz de brindar seguridad y tranquilidad. Reclaman que se limite el tránsito de navegación por río Tambo, (que acaba, a través de diversos empates, alimentando el cauce del Amazonas). Por supuesto, la organización pide también estar informada sobre los posibles avances de la Fiscalía de la República en la investigación del asesinato. Las organizaciones de Derechos Humanos del Perú apoyan estas peticiones de la comunidad Ashaninka, pero casi ninguno de los condicionantes que provocan la violencia activa en su territorio depende de las actuaciones de la comunidad. Si los dejamos solos ante el narco, la minería ilegal, las talas de madereras mafiosas y el tráfico de armas y personas, están condenados a seguir sufriendo el asesinato o a pactar con el crimen organizado para obtener más seguridad o una parte del negocio.

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