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Perú, democracia declinante

Plaza de Miguel Grau, héroe peruano fallecido durante la confrontación con Chile en la denominada Guerra del Pacífico.

“No lo echaron por las muertes durante las manifestaciones y sí por un amorío”, comenta un compañero en la mesa. En la comunidad de los jesuitas en El Agustino, cenamos mientras vemos y comentamos el noticiero. La imagen de Otárola, el hasta hace unos días aparentemente superpoderoso primer ministro (presidente del Consejo de Gobierno), explicando que se va por una confabulación de poderosos no deja de ser tragicómica. Unos textos, audios o vídeos de fecha incierta lo colocan como amante de una joven que se habría beneficiado de su influencia para obtener contratos públicos.

No hace todavía dos años, el 7 de diciembre de 2022, el presidente de la República de Perú, Pedro Castillo, realizó un acto torpe que supuso la causa inmediata de su caída y detención. Leyó ante las cámaras de televisión un discurso en el que declaraba la disolución del Congreso, la intervención del Ministerio Público, de la Junta Nacional de Justicia y del Tribunal Constitucional. En la misma lectura anunció que gobernaría mediante decretos presidenciales hasta que convocara elecciones constituyentes. Le salió mal porque Castillo, que contaba con cierta aprobación popular, que nunca llegó al 30% de las encuestas, no tenía el soporte de una fuerza parlamentaria dócil ni el apoyo de las fuerzas de seguridad del Estado. Su propia guardia personal lo detuvo ese mismo días antes de que llegara a la Embajada de México donde pretendía solicitar asilo.

Pronunció su discurso unas horas antes de que el Congreso, a partir de una interpretación altamente discutible de la Constitución que habla de incompetencia moral del mandatario, tratara de conseguir mayoría suficiente (dos tercios) para destituirlo. Quienes vivimos el episodio en vivo no salíamos de nuestra perplejidad pues la apocada imagen y la temblorosa voz de Castillo se asemejaba más a una farsa cómica que al drama; sin embargo, devino en tragedia y en esperpento. Apenas un año y medio antes, la población lo había elegido frente a Keiko Fujimori, hija del dictador del mismo apellido, aquel que sí consiguió dar un autogolpe y que, por cierto, recientemente ha sido indultado por supuestos motivos humanitarios a pesar de que fue juzgado y condenado por delitos de lesa humanidad.

Quienes habían votado por Castillo se indignaron ante la decisión del Congreso de la República, festejada ostentosamente por sus señorías y que culminaba un intenso proceso de erosión y deslegitimación del maestro y sindicalista Castillo desde el mismo mes en que se inició la campaña electoral previa a su mandato. La indignación de la población no estaba motivada por un ejemplar comportamiento presidencial. Como pasó con otros presidentes y altos cargos de la última década de creciente degradación institucional, las sospechas de corrupción, nepotismo, usufructuación de las instituciones o incompetencia encajan razonablemente con la gestión de Castillo. Tampoco la indignación popular se motivó por una valoración positiva de las propuestas políticas del presidente, difícilmente etiquetables como de izquierdas, y, menos todavía, por su disposición a gobernar desde el Palacio Presidencial sin contar con los otros poderes.

Sencillamente, multitud de votantes no reconoció en el proceso que llevó a la decisión congresual de vacar al presidente respeto alguno a la voluntad de la nación expresada en las urnas. Así que, se sobrepusieron al cansancio y la desilusión y salieron a las calles en protestas masivas, organizadas y tensas que pedían, fundamentalmente, la convocatoria de nuevas elecciones generales. En aquellas demostraciones callejeras por diversos lugares del país fueron asesinadas más de medio centenar de personas. Otárola era por entonces ministro del Interior. En los meses de enero y febrero de 2023, con Otárola de primer ministro, las calles del centro histórico de Lima, a las que llegó también mucha ciudadanía del resto del país, se convirtieron durante semanas en espacio para pacíficas manifestaciones y para duros enfrentamientos entre los grupos más exaltados y las fuerzas de seguridad del Estado con el resultado de daños materiales, múltiples heridos y un fallecido. Entonces, Otárola no dimitió.

Ya ha pasado más de un año de aquellas protestas y de los tiroteos que dejaron muerte y desolación ante la clase política del país. Después de amagos de enfrentamientos y de aparentes tensiones entre la presidenta Dina Boluarte, compañera de binomio electoral de Castillo, y el poder legislativo, la demanda de elecciones generales ha sido desechada por el pacto de poderosos. Lo anunciaba con aparente buen estado de salud, el supuestamente enfermo terminal, expresidente Fujimori: “hay un acuerdo para que Dina se quede hasta el final del mandato”, proclamó. El luto y el llanto quedó en las familias y en las personas más implicadas. Pedro Castillo está detenido con un intenso itinerario penal por delante. El desencanto y el descreimiento siguió creciendo en el conjunto de la población. El pacto de quienes mandan, sin embargo, da síntomas de fragilidad. Pero no tanto por las convicciones democráticas que puedan tener sus integrantes, cuanto por el difícil encaje de los intereses personales de sus miembros.

Durante el último año, la Fiscalía de la República intentó controlar al poder judicial consiguiendo el nombramiento por parte del Congreso de personas afines. El medio para llevar a cabo su plan fue comprar diputados prometiéndoles menor impulso en las causas que la fiscalía pudiera tener contra sus entornos. La razón para este delictivo comportamiento nunca fue la defensa del derecho y la ley, sino la pretensión de controlar a la Junta Nacional de Justicia, único poder capaz de frenar sus planes. Sin embargo, desde dentro de la propia Fiscalía, un equipo de trabajo anticorrupción detectó, gracias a revelaciones teóricamente anónimas, la organización orquestada por la Fiscal General, Patricia Benavides, para delinquir en beneficio propio, de su poder y de su gente. La Junta Nacional de Justicia pudo intervenir y destituirla.
Sin embargo, las maniobras para destituir a los magistrados continúan. La ancianidad de una de las mujeres que integran la misma ha sido uno de los sorprendentes motivos para tratar de destituir a todos los miembros y sustituirlos por otros más dóciles a las indicaciones de quienes mandan. De momento, al escribir esta notas, la Junta continúa en activo, a pesar de la pinza de poder entre el fujimorismo restaurado de corte autoritario y neoliberal (una cada vez menos sorprendente contradicción) y Perú Libre, el partido supuestamente revolucionario de izquierdas, liderado por el Vladimir Cerrón, que llevó a Pedro Castillo como candidato a la Presidencia. Al igual que el entorno de la ahora destituida ex fiscal general, el prófugo Cerrón necesita una mirada judicial más favorable sobre su situación. Lo mismo sucede con la presumible candidata fujimorista, para la que la fiscalía pedía 30 años de cárcel por motivos de corrupción. También se beneficiaría de este pacto la actual presidenta republicana, Dina Boluarte, cuya actuación durante la represión de las manifestaciones deja muchas sombras.

En el último informe sobre democracia del Instituto The Economist, la República de Perú ya no figura como una democracia homologable. Tampoco como un régimen democrático fallido. Se la etiqueta como un régimen mixto, el paso inmediatamente anterior a un poder político autoritario. Por su parte, el todavía más reciente informe de Freedom House sobre pérdida de libertades en el mundo durante el año 2023, la sociedad peruana figura en tercer lugar de aquellas que sufren mayor retroceso en derechos y libertades de su ciudadanía, únicamente por detrás de la región en guerra de Nagorno Karabaj, el militarizado Níger y crecientemente deteriorado Túnez. No deja de suponer mayor tristeza, observar cómo a juicio de Freedom House, este último año ha supuesto menor retroceso en países como la Rusia que acaba de matar a Navalni, la Nicaragua totalitaria del matrimonio Ortega y Murillo, o El Salvador del inconstitucional presidente Bukele.

En las calles de Lima las gentes tratan de seguir viviendo del modo más feliz posible. La economía general del país decrece. La inseguridad aumenta. La xenofobia se esgrime como modo de afianzar el patriotismo. La amazonía pierde bosques amparada por una legislación y una administración que no defiende los derechos de sus poblaciones originarias. Los efectos del fenómeno del Niño y del calentamiento global aumentan las tragedias. La población tiende a migrar. El dengue bate récords y otras enfermedades campean sin que la población tenga protección suficiente. La escuela pública no consigue ser una respuesta formativa apropiada para quienes llegan a ella. Las universidades están tocadas por una legislación que las convierte en negocios y que permite niveles bajos de calidad y credibilidad. Y los poderosos mantienen sus juegos de pactos y cuchilladas con el afán de controlar también el poder judicial como ya hacen con el legislativo y el ejecutivo. Solo parece frenarlos el difícil encaje de intereses tan dispares. ¿Es esta democracia declinante un camino fatídico e imparable?

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