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Opinión
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Warao

Manaos desde el avión. Las aguas del Río Negro que, solo más adelante, se unirá al Solimoes dando lugar al Río Amazonas.

Sentada frente a la puerta del mercado que da a la inmensidad del río Amazonas, una mujer con aspecto de edad avanzada pide limosna sin aspavientos. Tiende delante de sí un paño y espera que quienes pasan reparen en ella y a lo largo del día depositen sus monedas. “Warao”, me dice Marita cuando descubrió la pregunta en mi mirada. “Del Delta del Amacuro, en Venezuela”, digo en voz alta casi sin darme cuenta.

Frente al mercado, un paseo algo elevado sobre una pequeña bocana del puerto de ribera nos sirve como mirador privilegiado ante la inmensidad del Río Negro (así se llama a su paso por Manaos, antes de unirse al Solimoes y dar lugar al río Amazonas). La desmesura de aguas que tengo ante mí atrae como imán mi mirada. A su paso por este punto alcanzamos a contemplar muy lejana la otra orilla. “Por este punto, lleva más agua que todos los ríos de Europa juntos”, leí en una curiosa descripción del río que explica el motivo para su color negro en la acidez especial de sus aguas. Las embarcaciones, diversas en tamaño, formas, colores y velocidad, se adentran o abandonan el refugio por la bocana sin interrupción. Otra vez vuelvo la mirada hacia la fachada en la que la mujer warao descansa. Allí permanece como si el tiempo corriera a su favor.

Más tarde, durante la comida, una espléndida tortilla de papas en honor al visitante, Marita me habla de los albergues y las casonas donde tratan de llevar su vida comunitaria los migrantes warao. El alcohol, las drogas arrasan la vida de este pueblo migrante en Manaos. Han atravesado más de mil kilómetros de selva para llegar desde su original Delta del Amacuro a la capital económica del río más caudaloso del mundo. Ariseche, la amiga religiosa y educadora, también del Equipo Itinerante, me habla de niños y niñas warao en las escuelas. Ella es sateré, un pueblo del tronco lingüístico tupí que ha conseguido un reconocimiento legal de sus tierras aunque ahora, me cuenta, “hay que defenderlas: se ponen barreras para no dejar pasar a quienes vienen a hacer daño: narco, tala, oro”.

Cuando anochece, el olor del mercado junto al puerto, los ruidos de la ciudad me acompañan. La inmensidad sobrecoge. También el desconcierto ante otra víctima más de la pesadilla en que se ha convertido Venezuela para sus pueblos. Esta noche, desde una ciudad haitiana fronteriza con R. Dominicana, me llega el mensaje de una voz amiga: “Estamos bien. Nos llegan noticias confusas de Puerto Príncipe. Parece que los alemanes y los norteamericanos empiezan a evacuar sus embajadas”. También las familias haitianas, sus jóvenes, están en los caminos, en los ríos, en las carreteras. Me habla de vidas encerradas en sus casas ante el temor que producen los tiroteos, los secuestros, las pandillas.

Estamos casi a la misma distancia desde Quito o desde Brasilia. Me detengo un rato a contemplar un colorista mapa que luce en las paredes de la vivienda del Equipo Itinerante. Manaos está, efectivamente, en el corazón de la Amazonía. La atmósfera húmeda, alimentada por el calor y el río, se suma a los ruidos, los olores y los mosquitos para hacerte sentir parte de un hogar desmesurado y abrumador. Los rostros reflejan la diversidad de la humanidad que arriba a la costanera de la ciudad desde todo el globo. Cuando la carretera nos eleva un poco sobre alguna colina, las edificaciones apenas se dejan ver bajo la vegetación tenaz que trata de recuperar el territorio. Todo tu cuerpo se siente parte gozosa y, a la vez, sufriente de esta tierra exuberante y casi amedrentada por el depredador que nos habita.

Piero, venezolano, coordinador de la red de Centros Sociales de los jesuitas de América Latina y el Caribe, nos cuenta que unos trescientos venezolanos entran cada día en Boavista, al norte de Brasil. Habla del arco minero, ese inmenso territorio venezolano entregado a mafias y narcoguerrillas que han encontrado en la explotación ilegal de las minas de oro una fuente inmensa de ingresos. “Se ha duplicado la extracción”, asegura un tanto parsimonioso Piero. Nos habla de territorios propios de los pueblos originarios, muchos de ellos teóricamente protegidos como parques naturales, que están siendo devastados por minas al aire libre. Los indígenas se ven abocados a trabajar en los proyectos, entregarse a las mafias o abandonar sus territorios. “Y el pronóstico no es bueno”, asegura Piero. “Si las próximas elecciones no dan posibilidad a una transición política, otros dos millones de venezolanos buscarán su futuro fuera del país”. De hecho, ya lo están buscando. Flavia, del Servicio Jesuita a Migrantes y Refugiados, que vive en Sao Paulo, acota: “No solo en Boavista. No solo en Manaos. En todas las ciudades de Brasil”. Se refiere a la presencia de comunidades warao, como la señora sentada frente al mercado, junto al puerto de Manaos, provenientes del oriente venezolano, el Delta del Amacuro. “Por todo el país”, insiste Flavia. En privado, Piero me confiesa: “No era consciente de la migración indígena venezolana hacia Brasil desde el oriente. Nosotros somos más conscientes de la emigración hacia el Caribe, hacia Trinidad y Tobago y de ahí hacia el norte”. Me vuelve la imagen de la señora, con la vista sobre el río, sentada frente a la puerta del mercado mientras espera una limosna.

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