Lo primero, no soy un especialista, ni por estudios ni por experiencia propia, en las cosas del corazón humano. Soy, más bien, testigo y, a veces, confidente que también está atento a lo que siente y vive. Lo segundo, hablo desde los propios límites y luchas, compartidas con tanta buena gente. Y, dejándolo claro desde el comienzo, estoy convencido de que solo el amor es digno de crédito y de que se trata de un ejercicio exigente, con caídas y retrocesos. Pero, por más contradicciones personales que tengamos, si volvemos a la tarea, el amor hace mejor nuestro mundo.
Hay un tema semántico. Probablemente, con la palabra amor algunas personas entenderán una cosa diferente de lo que otras identificarán. En 1993, Manuel Gómez Pereira dirigía la película “¿Por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo?”, protagonizada por Verónica Forqué y Jorge Sanz. En la misma, Gloria y Óscar emprenden una relación con expectativas diferentes. La historia sirve para dar cuenta de las ambigüedades de las relaciones sexuales, del afecto y de su ausencia, de las muchas contradicciones con las que podemos vivirlas, de los miedos con que las afrontamos. Quizás hoy, el guion hubiera incorporado la radical soledad en que que viven más y más personas.
Introducción: amor y contradicciones
Por eso, quiero también desde el comienzo apostar por una definición del amor como una fuerza que está detrás de experiencias aparentemente diversas. Creo que el amor es lo que moviliza desde el corazón a las y los voluntarios que actúan ante las tragedias, una fuerza que la tienen en común con las personas que se dedican auténticamente al servicio público o con los papás o las mamás que hacen crecer responsablemente a sus criaturas. Me parece que esa misma fuerza lleva a una pareja a compartir la donación de sus cuerpos en el gozo sexual o a una persona a encaminarse por un proyecto de vida célibe. He encontrado el amor en mil gestos pequeños y en grandes acciones. Y allí donde está, tiene que ver con donación, con compartir, con salir de mis propios intereses y dar vida o, incluso, de dar la vida.
Por supuesto que hay otros modos de vivir todas estas cosas y solo el interior de cada persona puede determinar si ese otro modo es algo por lo que merezca la pena la vida que hemos recibido. Parto de un viejo recuerdo. Comienzo de los años noventa. Personas adultas. Conversación de gente querida. De lo divino y lo humano. Entre unas y otras cosas, una amiga cuenta que sí, que ha sufrido acoso. El resto va reaccionando. Un relato, otro y otro. Conclusión: todas, de una u otra forma, lo habían sufrido. Y yo, perplejo. Recuerdo que hasta les pregunté si habían denunciado alguna vez. La respuesta basculó entre la ironía y el sarcasmo.
Hoy hay condiciones culturales y sociales, tecnológicas inclusive, que parecen situar las relaciones sexuales en otro plano. Creo que no es nuevo, como muestra la lectura del “Ars Amatoria” de Ovidio, todo un manual del engaño, la seducción y el tacticismo para satisfacer el propio deseo. Pero parece probable que hoy la tecnología, generadora de un nuevo modo de comunicación, también nos arrastre en una mirada diferente de la sexualidad. El propio Ministerio de Igualdad, en España, lanzó recientemente la campaña “Vamos a hablar de pornografía” ante la certeza estadística de que muchos menores, niños y niñas, acceden a ella aunque sus papás o mamás lo ignoran.
Muy pertinente me parece la reflexión del filósofo germanocoreano Byung Chul Han, que apunta hacia un concepto del amor y de las relaciones sexuales coherentes con la cultura del consumo y del descarte en la que vivimos. Incluso apunta a que en la sociedad del rendimiento y de la eficiencia, se huye de la vulnerabilidad y el riesgo que toda apertura amorosa supone. Mientras, se hace normal que en un programa de televisión se pregunte por el número de veces, para medir la eficiencia. De este modo, parece más difícil valorar el compromiso y la transformación que las relaciones profundas y duraderas propician. El amor se desvanece en relaciones inmediatas y sin proyecto. Además, la soledad se instala en la vida de muchas personas para dejar de ser un problema personal para tener un fuerte contenido social y cultural.
Epílogo: solo el perdón es digno de crédito.
Por supuesto, tenemos muchas experiencias que dicen otra cosa. Y mucha sabiduría en nuestra tradición. A veces, los comportamientos que hemos tenido sobre lo aprendido y lo vivido merecen aquel dicho popular de que hemos tirado al niño con el agua sucia. Y es que desde aquellas conversaciones de los noventa hasta ahora, muchas historias compartidas con otras personas, no dejan de mostrarme que solo el amor es digno de crédito. Y que es ese amor el que precisamente da sentido a la acción solidaria, el compromiso social, el proyecto de familia, la relación sexual, la vida profesional o la militancia política.
Pero, precisamente, nuestra experiencia cotidiana nos dice que llamamos amor a cosas que, sin embargo, ni nos hacen mejores ni nos hacen crecer. No es una acusación moralista. Lo vemos en otras gentes y cualquier persona que tenga un mínimo de honestidad consigo misma también lo encuentra en sus propios comportamientos. Por eso, el amor es una tarea y requiere entrenamiento. Tengo la suerte de conocer a mucha gente digna de crédito porque son gente que ama, que tiene el amor como tarea y que, por tanto, aunque comete los errores propios a los que empuja nuestra cultura consumista, se vuelve a poner en pie y sigue intentándolo, con sus contradicciones y sus correcciones.
Quiero sumarme a estas personas. Quizás, de lo vivido en mi familia y como jesuita, de lo experimentado a lo largo de estos años, lo más relevante es una última convicción: que el amor solo es posible desde el perdón y el perdón es siempre, por más que tengamos sentimientos encontrados, una forma de amor. Es decir, precisamente porque es amor, quizás podamos decir que solo el perdón es digno de crédito.
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