Una persona rezando en el Real Santuario de las Nieves.
Solo el amor es digno de crédito, es decir, digno de fe. La fe es más un hecho relacional que un conjunto de enunciados de verdades que deben ser creídas. Y si mantengo la apuesta de la anterior nota, la relación que la fe promueve sólo se entiende como una relación de amor. Mis recuerdos de infancia van sobre esa relación cuando miro atrás. En mi familia, mis padres se mostraban como creyentes que ponían el acento en el compromiso que la fe conlleva. Quedaba muy claro en su ejemplo y enseñanzas que la fe exigía un modo de comportamiento, un compromiso con la verdad y la honestidad personal, con el perdón y la compasión, con un empeño concreto de pasar por la vida haciendo el bien.
Pero desde aquel tiempo de mi infancia a lo que ahora vivo se han dado notorios cambios en la sociedad, la Iglesia y mi propia vida. ¿Y debo dar por supuesto que las formas en que se expresa mi fe han cambiado también? Tengo que reconocer que la pregunta y la respuesta van a necesitar matices, porque esto de lo religioso, en lo profundo, no parece que sea materia de muchos cambios.
Algo así nos muestra el sociólogo francés Emile Durkheim, en la transición de los siglos XIX al XX, que sostiene que desde la antigüedad la dimensión social de lo religioso había tenido solo unos cambios pequeños y superficiales. Con connotaciones menos sociológicas, Rudolf Otto, contemporáneo alemán un poco más joven que Durkheim, mantiene que lo santo es una experiencia del misterio y la trascendencia de la realidad que acompaña a la humanidad desde sus orígenes sin apenas evolución. Ya en el pasado siglo XX, el rumano Mircea Elíade, profundo estudioso del fenómeno religioso, se muestra convencido de que la simbología religiosa, acompañada de sus ritos e historias más o menos míticas, respondería a unos patrones que no han evolucionado mucho desde el paleolítico. Así que con estos y otros testimonios, la percepción de cambio en mi vida de fe y en la de la sociedad de la que formo parte quizás debería ser más prudente y matizada.
En el aspecto más estrictamente religioso (es decir, de los ritos, símbolos, narraciones y explicaciones en torno a la fe), el gran cambio en el mundo occidental sería la llegada del fenómeno secularizador o la laicidad. Probablemente, Durkheim, Otto y Eliade podrían entender que, en el fondo, la laicidad responde a los mismos patrones religiosos de los orígenes de la humanidad. Con la peculiaridad de que pasaría a ser la única “religión” con derecho a la presencia en las instituciones de la administración pública (denominada laica). Desde ese espacio público, el resto de cosmovisiones queda para la privacidad o para eventos más o menos folclóricos de la tradición.
Esto no es la primera vez que pasa: una cosmovisión dominante, reclama para sí la legitimidad y ocupa el espacio público mientras expulsa a la periferia cultural a las demás expresiones religiosas. Lo original del caso en el mundo occidental estaría en que esta cosmovisión afirma que es neutra y que no es religiosa. Esto lo vemos en autoras como Joan Scott, Talal Asad o Saba Mahmood que hacen notar que la supuesta neutralidad del laicismo está siendo, en realidad, exclusión para muchas personas, fundamentalmente mujeres, que son expulsadas de lo público por el carácter religioso de sus cosmovisiones.
Es que quizás la fe, ese hecho relacional que solo podemos otorgar con credibilidad al amor, es tan necesaria para afirmar la propia vida sobre una propuesta trascendente como para sostener nuestro modo de vivir “no religioso” en medio de una comunidad social o política. La nación, el mercado, la ciencia, la justicia, la ética o el progreso parecen responder a las mismas estructuras antropológicas profundas que la fe en sus variantes trinitaria, monoteista, panteista o politeista: una confianza básica en un amor, en un don, que se expresa en ritos, historias, símbolos, liturgias. No podemos olvidar que buena parte de las enseñanzas sobre estas prácticas nos han sido transmitidas a través de mujeres por generaciones.
Desde que salí de mi casa familiar, la Compañía de Jesús me impulsó por un camino de formación atento a las tendencias de la cultura contemporánea y a todo el pensamiento crítico sobre lo religioso. Tuve oportunidad de leer a Feuerbach y Marx, a Nietzsche y Heidegger, a Freud y Jung, a Harendt y Luxemburgo, a Russell y Wittgenstein, a Camus y Sartre, a Levy Strauss y Derridá (sonrío con el listado que podría alargarse). Este itinerario aumentó mi sentido crítico y racionalizó mucho mi fe (esa fe relacional adquiría una vocación crecientemente argumentativa).
El caso es que hoy, con unos pocos más de años, mi fe sigue teniendo el subrayado ético heredado de mis padres: ser cristiano tiene que ver con un compromiso, pasar haciendo el bien. Pero además, también queda el poso crítico que trata de dar razón de la fe que se ha desnudado ante el pensamiento occidental contemporáneo y que, sin embargo, también me impulsa ahora a una actitud igualmente crítica con la cultura, la política, las costumbres, la economía. Por eso, la fe (ese hecho relacional de amor) cristiana es desde los inicios una crítica al egoísmo, al materialismo explotador del medio, al abuso en una sociedad jerarquizada (clerical en nuestra Iglesia), a la mentira como forma de comunicación, al absentismo ante la suerte del prójimo o a la convicción de que es el poder el que determina el significado del bien y el mal. Me parece que esa fe crítica es irrenunciable.
Además, otra dimensión que ya estaba al comienzo pero que con la edad se ha ido acentuando es algo que me atrevo a denominar capacidad contemplativa y compasiva y que suma a la búsqueda comprometida con la justicia. Y es que junto al sentido práctico (hacer el bien) y crítico (no te fíes de lo aparentemente aceptable), me atraviesa hoy la certeza de que todo es don y que todo es don recibido. Hay en la fe una dimensión pasiva: nos pasa algo, nos llega algo (adviento). En mi caso, lo viví desde la infancia pero retoma toda su fuerza cuando la edad avanza. Por más que construyamos personal y socialmente la fe, esta acaba siendo algo que más bien te pasa, te sucede, te acontece. Y al vivir esa dimensión contemplativa (aparentemente pasiva) de la fe, esta inspira las mayores transformaciones en las personas y sus contextos sociales.
Desde pequeño viví la tierra que se nos regaló como un lugar encantado, habitado por una presencia que emerge sin necesidad de explicarla o medirla. El cielo azul o la tormenta, el pinar o el volcán, la quietud en las laderas de laurisilva o el viento ululando en las copas son como un lenguaje de esa presencia. Con el tiempo me va pareciendo que ese lenguaje lo hablan todas las cosas.
Enmanuel Kant lo formulaba al reconocer su asombro ante el cielo estrellado que brilla en las noches claras sobre nuestras cabezas y también ante el ímpetu ético que nos nace dentro. En mi cultura más entrañable, todo esto tiene que ver con la mirada a las imágenes quietas del Belén y a las noches en que nos despierta un villancico mientras nos ocupamos de cuidar a quien más lo necesita.
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