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Opinión
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El cotidiano vivir ... aquellos años

Entre la Dehesa y “la ciudad” otrora todo era un paisaje rural salpicado por alguna que otra casa a medio pintar muchas, y desvencijada alguna “

Corren los años treinta y, adentrados estamos ya en los  cuarenta, Santa Cruz de la Palma es una ciudad que en  poco o en nada se parece a  la ciudad que, por suerte, tenemos hoy.

Vivimos las consecuencias  la Guerra Civil Española. Por entonces, soy un niño de tres años  que no entiendo ni de rojos ni de azules. 

Poco a poco mi vida se va desarrollando dentro un contexto que a mí me parece maravilloso, muy maravilloso, porque tenía los elementos básicos y esenciales para poder desarrollarme como persona. Mis padres, mis familiares, mi escuela, mis amigos, mi casa, mis paisajes. En fin, todo aquel entorno era mío, y en él  vivía día a día,  y terminado aquel día y ya con la ilusión puesta en la llegada de un nuevo día para disfrutar de las maravillas, que en determinados momentos,  la vida por suerte, nos concede.

Hoy, pasados muchos, muchísimos años, traigo a mi mente recuerdos de aquella época y ahora renuncio al cómodo coche para volver a recorrer a pie, tranquilo y muy lentamente aquellos mismos lugares que recorrí en mi niñez y en mi juventud.

Cuando desde Miraflores o desde Las Nieves emprendo andando el camino hacia Santa Cruz de la Palma,  pasan por mi mente, secuencia tras secuencia, de lo que fueron las cosas que en mi recorrido voy viendo y en mi mente las voy comparando con lo que hoy, gracias a Dios, no ha traído el progreso. 

Entre la Dehesa y “la ciudad” otrora todo era un paisaje salpicado por alguna que otra casa a medio pintar muchas, y desvencijada alguna. 

Caminos de piedra,  que desde Miraflores conducen a Santa Cruz de la Palma, donde antaño bajaban carrozas portadoras de frutas y verduras  o engalanadas, cuando a sus ricos dueños transportaban.

Lecheras que con sus cántaros a la cabeza, van sorteando las mal colocadas piedras del camino con el corazón en vilo no sea que un mal paso dado les deje en el suelo, sin leche que vender, y a lo mejor malheridas. 

Hombres soportando sobre sus hombros el típico cesto de carga como contenedor de alguna que otra fruta o verduras y en su mente, la ilusión puesta en  que se las comprarían no más llegar a la vieja  Recova, pues experiencia tenía de regresar a casa con las mismas y sin dinero.

Desde Las Breñas, llegaba aquí, a La Dehesa, algún que otro mulo, precedido de su dueño y cargando unas barricas de oloroso vino para suministro  de las pocas ventas que en el  barrio había. .

Alegres campesinos que con su azada a hombros caminan alegres, rumbo a sus huertas  para, con su trabajo, arrancar a la tierra el codiciado pan de cada día.

Mujeres que, sereca o cesto en mano, van haciendo cálculos mentales para adecuar el poco dinero que en el bolsillo llevan a los alimentos que en casa necesitan para conseguir atajar, de alguna manera  el hambre de las muchas bocas que en las familias había.

Y en las frías mañanas del crudo invierno, hombres que, correas o sogas en una mano y podona en la cintura, acuden a los montes a veces cercanos y otras lejanos, en busca de alguna hierba  con que mitigar el hambre de unas vacas que en el pajero llaman con lamentosos berridos, que parecen llantos, a sus dueños. 

En las plácidas tardes del estío, mujeres que cantando alegremente, con aquellas alegres canciones de la época, colaboran afanosas con sus maridos en las duras tareas del campo.

Ahora, presto silencio porque se oyen a lo lejos el armonioso canto de los pájaros que posados sobre las ramas de los árboles  se miran y se enamoran entre trinos de alegría, libres de todo veneno que les pueda peligrar su vida. 

Aspiro profundamente y llega hasta mí ese agradable olor a tierra húmeda y mojada, preludio de buenas cosechas.

Era para mí toda una sinfonía de olores y colores que van reflejando en el cielo la trayectoria del nacer y del morir del día.

Más, era la noche la venganza del iluminado y hermoso  día. Toda aquella alegría y todo aquel colorido del día, como por arte de magia, se truncaba por completo. 

Un prolongado silencio parecía  el presagio del encuentro con algún oscuro misterio del más allá. 

Presto atención, escucho y a lo lejos, se oye algún que otro lastimero alarido de un perro muy hambriento y medio enfermo,  y ahora, cuando el perro calla, el búho, con sus lloros, quiere  burlase  de aquel asustado y tímido transeúnte nocturno a quien la noche sorprendió en medio del camino.

Tengo doce años, más o menos. Es viernes, salgo de clase del Instituto. En casa me han dado permiso para ir al “matinée” (cine de tarde), pero la película era más larga de lo previsto. Me pongo nervioso, muy nervioso, miro el reloj, intento salir antes del final, pero espero ansioso… por fin la película termina y ahora,…- ¡Válgame Dios! – Una oscura noche me separa de mi casa. Miraflores está lejos, muy lejos, arriba, junto al monte.

Hay que subir a toda prisa camino de la Encarnación. La última bombilla eléctrica está precisamente junto a la Parroquia de la Encarnación… Es ésta una luz mortecina tristona de color anaranjado, que parece delimitar la ciudad del campo. Va quedando detrás , cada vez se ve menos hasta que ya la triste bombilla no alumbra, 

Ahora todo es oscuridad. Acelero el paso y mi propio caminar me asusta porque mis propios pasos me parecen los de otro que me persigue.

Cruzo muy  pegado, casi rozando las pocas casas que junto al camino hay, y al pasar tan cerca de ellas percibo la tenue luz de la vela o del quinqué, y a mis oídos llega el murmullo de la familia, que ahora sentados junto a la mesa, comentan las incidencias de un día de fatigoso trabajo y hacen planes para el siguiente día

Ahora Los Pasitos, paso junto a la margen derecha . La lápida del difunto Don Ciro me asusta y la Cochina Negra me recuerda a aquel cuento del abuelo Juan Tomás. Todo esto me  hace acelerar el paso. Ahora casi que corro. Paso junto a la casa del tío Isidoro, acelero aun  más el paso .

Dudo si subo por El Frantón o me desvío para subir por la carretera. El Frontón, me digo a mí mismo.  Tanto acelero el paso que de seguro presiento que el corazón se me sale del pecho. 

Ahora, por fin, he llegado  el Llano de la Cruz. Respiro con alivio porque el peligro ya ha pasado . ¿O no? porque debo cruzar por el Llano Grande y alguien me contó que por esos parajes aparecían muertos vivientes o desgreñadas brujas. Ahora, más que corro, vuelo. Por fin veo la  mortecina luz del quinqué,  signo evidente de que mi madre está esperándome impaciente en la cocina. 

Estoy muy preocupada, pero ¿Por qué has tardado tanto?

… ¿Qué le digo?

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