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Opinión
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"El peso del a dignidad"

Archivo. Andres Paz Pais.

Hay silencios que no nacen del miedo, sino del amor. Silencios que abrigan, que protegen lo que aún duele, que esperan a que el alma encuentre palabras. Durante más de un año, guardé el mío como quien guarda una flor marchita entre las páginas de un libro que ya nadie abre. Callé. Callé cuando dentro de mí todo gritaba. Callé para no romper lo poco que quedaba entero. En marzo de 2024 me apartaron de la presidencia de Juventudes Socialistas de La Palma. No fue un cargo lo que perdí. Fue un hogar. Un lugar al que llegué con los bolsillos llenos de ilusión y las manos temblando de esperanza. Un lugar donde creí, donde soñé, donde amé profundamente. Y de pronto, el silencio. Me aferré a ese silencio como quien se abraza a los restos de un naufragio. Callé por respeto a una organización que todavía sentía mía. Callé por amor a unas ideas que me salvaron cuando era un niño que miraba el mundo con los ojos llenos de preguntas y el pecho lleno de rabia y ternura. Callé porque no quería ensuciar con mis lágrimas lo que un día fue mi casa. Pero hay silencios que con el tiempo se convierten en heridas. Y hay heridas que solo empiezan a sanar cuando se atreven a sangrar frente al mundo. Hoy escribo porque ya no puedo seguir ocultando el dolor. Porque cuando entregas el alma a una causa, lo que duele no es que te aparten, es que te hagan sentir que esa causa dejó de tener alma. Hoy miro hacia atrás y no me reconozco en lo que un día fue mi casa. No porque haya cambiado el nombre, sino porque se ha vaciado el corazón. Ya no veo lucha, ni ternura, ni rebeldía. Solo veo miedo. Miedo a perder un sitio, miedo a decir lo que se piensa, miedo a no gustar. Y ese miedo es el enemigo más cruel de la política que yo soñé. Veo jóvenes brillantes… que se apagan por dentro. Que aplauden lo que no sienten. Que callan lo que les quema. Que negocian sus principios por una promesa incierta.

Y lo entiendo, porque este sistema castiga al que se atreve a sentir. Pero entenderlo no me consuela. No me consuela ver cómo la política se convierte en un espejo roto donde ya nadie se refleja con orgullo. Yo no supe aprender las reglas. No supe ser dócil. No supe fingir. No nací para callar ante la injusticia ni para sonreír cuando me sangraba el alma. Y por eso me apartaron. Porque aquí, la verdad incomoda más que la mentira. Me quitaron todo. Pero no lograron vaciarme. Porque hay cosas que no se pueden robar: La conciencia. La dignidad. La memoria de haber sido fiel cuando todo te empujaba a traicionarte. No cambié convicciones por cargos. No cambié principios por aplausos. No me arrodillé por un despacho ni me vendí por una foto. No vine a la política a buscar un futuro. Vine a defender un presente que dolía. Y si me quedé sin nada, me quedó lo más valioso: poder mirarme al espejo sin bajar la mirada. No luché por figurar en una lista. Luché por devolverle el alma a palabras que otros vaciaron: compromiso, militancia, justicia. Luché por una política con nombre de madre, de barrio, de dignidad; con olor a casa, a monte, a manos obreras. Por una política que no tuviera miedo de llorar. Hoy rompo mi silencio no para volver, sino para resistir. Para recordar por qué vine. Vine porque creí. Porque soñé con un mundo donde nadie tenga que esconder su dolor para encajar. Vine a dejarme la piel por una idea que aún late dentro de mí como una canción que no puedo olvidar.

No necesito cargos. No necesito favores. Solo necesito saber que no traicioné al niño que fui. Ese niño que pensaba que la política era un acto de amor. Seguiré aquí. Vacío de poder, pero con el alma llena de razones. Porque la política que yo sueño no premia la obediencia, premia la verdad dicha con temblor. La política que yo sueño no necesita trajes. Necesita corazones dispuestos a romperse por lo justo. ¿Qué clase de política queremos? ¿Una de silencios cobardes o de verdades valientes? ¿Una de estómagos agradecidos o de conciencias libres? Yo elijo la segunda. Aunque duela. Aunque me dejen solo. Porque he aprendido que militar no es recibir, sino resistir. Y que lo más revolucionario que uno puede hacer en esta vida es no dejar de ser quien es… aunque le cueste todo. Algún día ya no estaremos en asambleas. Ya no estaremos en fotos ni en listas. Pero quedará algo. Quedará la huella. Y lo único que quiero es que mi huella, aunque pequeña, huela a verdad. A coherencia. A ese amor inmenso por la justicia que me sigue sosteniendo cuando todo lo demás se ha caído.

Hay luchas que no se ganan, pero nos salvan. Y a veces, perderlo todo es la única forma de conservar el alma intacta. No sería honesto decir que el silencio o el desarraigo son las únicas sombras que me han empujado a escribir. Hay otra, más silenciosa, más amarga: la herida de las palabras que algunos pronuncian hoy sin temblor, sin pudor, sin alma. Palabras que no solo hieren: palabras que rompen. Que desdibujan lo que fuimos. Que nos recuerdan que estamos olvidando lo esencial. Resulta doloroso contemplar cómo tantos jóvenes se adentran hoy en la política sin una sola chispa de ternura en la mirada, sin la más leve sacudida de conciencia en el pecho. Y en esa renuncia silenciosa se pierde lo más valioso: la capacidad de estremecerse por lo injusto, de llorar por lo ajeno, de pelear por lo imposible. En estas semanas lo hemos oído resonar en labios de dos jóvenes que se dicen socialistas. Voces que se ríen del dolor. Que convierten la historia en un chiste sucio. Que convierten la representación sexualizada de dos hombres en un motivo de descrédito. Que ligan las preferencias sexuales a la deshonra y la burla pública. Que hablan de la violencia de género con la ligereza de quien jamás ha sentido el miedo en los huesos. Que ríen, aplauden y se jalean entre ellos como si el desprecio fuese valentía y la crueldad, libertad. Eso es lo que más me duele. No lo que dicen, sino lo que encarnan. Una generación que ha confundido la irreverencia con el desprecio. Que cree que lo valiente es ofender, cuando lo valiente, siempre, ha sido sentir. Que olvida que no hay mayor rebeldía que la ternura. Que no hay mayor revolución que la empatía. Yo no vine a este lugar para seguir a los que gritan más fuerte. Vine para escuchar a los que ya no pueden más. Vine para cuidar lo que se rompe. Para poner el cuerpo donde otros solo ponen consignas. Vine a recordar que cada palabra es una semilla, o una bala. Que hay silencios que salvan… y palabras que matan.

Por eso no callo. Porque no quiero mirar hacia otro lado. Porque uno no se define por lo que dice cuando todo va bien, sino por lo que decide no callar cuando todo duele. Y yo no quiero ser parte del eco que borra la memoria, ni de la cobardía que disfraza la crueldad de humor. Yo quiero seguir creyendo. Aunque duela. Aunque a veces parezca que todo está perdido. Porque mientras exista una sola voz que disienta, mientras quede alguien dispuesto a llorar por lo que otros desprecian, mientras queden manos que abracen en lugar de señalar, todavía habrá esperanza.

*Andrés Paz Pais, exmilitante de Juventudes Socialistas de La Palma

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