El burro tiraba del trillo en una era del entorno del Pino en Puntagorda. Es agosto del año 1971. Los niños, que jugueteábamos a no sé qué por los alrededores, nos callábamos para seguir el vuelo de las andoriñas. Recuerdo el calor, el sol brillante, el cielo azul. Cuando hoy comparto los recuerdos de aquel verano con mi hermana, se le iluminan los ojos. El trillo iba desgranando las espigas y también espantaba briznas y pequeños insectos que con gran destreza eran cazados al vuelo por las aves. El hombre, que alentaba el andar cansino del burro, agarraba cada tanto un balde del grano y se lo pasaba a la señora de la que apenas veíamos el sombrero que la protegía del mediodía. Sostenía en su mano un tamiz o cernidor donde continuaba el proceso para separar el trigo de la paja o de otras impurezas. Todavía después, cuando hacían la harina, volvía a pasar por otro tamiz, afinando cada vez más aquella harina. Descubrimos que eso de separar la paja del grano tiene su proceso. Desde entonces, la escuela de la vida enseña cómo para todo es importante trillar, cernir y tamizar.
Llevaba poco tiempo Francisco de Papa cuando otro Francisco, el obispo con sede en Las Palmas de Gran Canaria, pasó por los micrófonos de ECCA comentando algunas de las novedades que parecía traer aquel papa franciscano de nombre y de formación jesuita. “El discernimiento”, contestó a mi pregunta sobre qué le parecía más práctico de todo lo que Francisco proclamaba. “No dar las cosas por hechas, sino preguntarse continuamente si esa novedad, ese impulso o esa idea vienen o no del Dios de Jesucristo”, concluyó a modo de definición. Durante la conversación también señaló que, a pesar de que eso de entender los signos de los tiempos viene de antiguo, mucha gente se ponía algo nerviosa cuando había que abrirse a novedades, mientras que otras personas ya daban por bueno algo por el mero hecho de ser nuevo. “Necesitaremos mucho discernimiento, abrirnos al Espíritu para distinguir la paja del trigo”, decía el obispo Cases.
En realidad, el discernimiento es una cualidad humana muy necesaria en nuestros procesos para entender el mundo y tomar decisiones. Se trata de distinguir para elegir. Pero el acento no está puesto tanto en distinguir los datos de realidad, sino en distinguir los impulsos interiores que pueden tergiversar mi capacidad de comprender la realidad y de, por tanto, elegir lo que más ayuda. Por ejemplo, si estoy con un enfado tremendo que me llena de ira, o con una tristeza infinita, o, por el contrario, con una alegría desbordada, probablemente mi percepción no será la que mejor garantice que tome una decisión apropiada.
Convaleciente tras la herida que le dejó una bala de cañón en el asedio a Pamplona, el capitán Loyola, con los cuidados de su familia y los aires de su tierra, notó que sus sueños le provocaban emociones diferentes. En sus escritos, los llamaba “mociones” porque lo movían, porque eran los motores que llevaban a tomar una decisión. Porque, efectivamente, las diferentes mociones le llevaban a decisiones diferentes. Sobre aquel primer aprendizaje, el santo de Loyola fue construyendo a lo largo de su vida una experiencia que convertía en notas con las que compartía con otras personas para “más ayudar”. A mí me tocó usar esas notas cuatro siglos y medio después.
En mi vida, el librito de los Ejercicios ha sido fundamental. Como punto biográfico que más subrayo es el encuentro y la convivencia con Adolfo Chércoles, compañero de lo que entonces llamábamos “misión obrera” (sacerdote que trabajaba, en su caso, como albañil y con el que viví en el barrio gitano de Almanjáyar, en Granada). A aquella convivencia y a la maestría de mi compañero debo muchas de las claves que los Ejercicios de Loyola me han aportado.
La primera de ellas es que para elegir bien hace falta entrenamiento. Por eso, Ignacio llamó a lo que escribía “ejercicios”, porque efectivamente hacen el mismo papel que los ejercicios físicos de un entrenamiento. Como todo entrenamiento, los ejercicios requieren determinación y disciplina. En palabras de su autor: para ejercitarse bien hacen falta “ánimo y liberalidad”, que traducidos a nuestro lenguaje del siglo XXI quedarían como “valor y generosidad”.
La segunda es que ese entrenamiento requiere un método. De nuevo, en palabras de Loyola: “modo y orden”. Es decir, más que una experiencia de la realidad, se trata de una metodología para aprender a elegir bien en la vida cotidiana. En términos religiosos, diríamos que los Ejercicios, más que ser en sí mismos una experiencia de Dios, son lo que nos prepara para el encuentro con su Misterio en lo que la vida nos va poniendo en el camino.
Vamos con la tercera. Desde su experiencia y con la acumulada en estos cuatro siglos, descubrimos que para elegir bien hay que hacer lo mismo que con la harina: trillar, cernir y tamizar. Ignacio propuso algunas pistas para el trillado, ese primer momento de separar lo más grueso de lo que luego podrá llegar a ser harina. Quiero destacar la más que conocida y citada “en tiempo de desolación no hacer mudanza”. Que es el modo más claro de evitar que las emociones (mociones) fuertes decidan mi vida sin más. Ignacio asegura que en esas situaciones hay dos tareas: permanecer en los compromisos contraídos y atacar las causas que llevan a la desolación (que normalmente tienen más que ver con el propio ego y sus alucinaciones que con la realidad en la que vivimos). No es mal consejo, me parece, para los momentos en que se complica un proyecto vital.
Son muchas otras las pistas para este primer momento, pero no las adelanto (pongan “ánimo y liberalidad” y hagan los ejercicios). A partir de la trilla (primera semana), para cernir y tamizar, Ignacio propone algunas otras pistas a lo largo de las siguientes tres semanas de ejercicios. Todas ellas, en realidad, me orientan hacia un ejercicio de éxodo de mi propio “querer e interés”, a sospechar de lo que hace crecer mi ego y a poner mis cualidades a disposición de lo que más ayuda. Y es que, como nos muestra la vida, solo el amor es digno de fe y el ego, sus miedos y sus impulsos suelen ser el camino contrario al amor.
Desde hace una temporada, vivo en República Dominicana. Tras cuatro años de vida y misión en Lima, ahora la Compañía de Jesús me envió a colaborar con los medios de comunicación de los jesuitas en el Caribe. Por supuesto que cada vez que dejas una tierra, una comunidad, una misión, algo de duelo toca vivir. No es la primera vez. Recuerdo siempre cuando me pidieron que dejara Paraguay para ir a vivir en Gran Canaria y trabajar en ECCA. Fue realmente tiempo de desolación y tocó decidir, como Ignacio sugería, no romper mi compromiso (con la Compañía de Jesús) y abordar lo que estaba por venir con “ánimo y liberalidad”. Con el tiempo, tengo que reconocer que aquel camino junto a tantas compañeras y compañeros de ECCA y mi comunidad jesuita fue un regalo infinito.
Así que ahora, cuando ya está la certeza de que la vida va echando sus años y la historia empieza a pesar más que lo que queda por vivir, el entrenamiento previo (los ejercicios) me hace vivir con menos drama el duelo y mirar con más prudencia los nuevos caminos, que suponen riesgos, pero también oportunidades de más ayudar. Sé que solo el amor es digno de fe y que muchas veces le he fallado a ese amor. Por eso, continuamos dando vueltas en la era y tirando del trillo, bajo el vuelo intrépido de las mil andoriñas.
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