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Opinión
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La polis y el helenismo, comunidades y globalización

Suelo decir a mis compañeros jesuitas que no busco patria, solo misión. No es que no sienta afecto e incluso obligación moral para con la sociedad que me hizo crecer, sino que ese vínculo es tan único que no veo modo para reemplazarlo o replicarlo. No puedo decir que el lugar donde vivo sea mi patria, pero la misión de reconciliación y justicia que gozo y sufro me hace conformar una comunidad siempre problematizada y problematizadora.

Aristóteles definía al ser humano como zōon politikón, miembro de la polis por naturaleza. No todos en la Grecia clásica eran ejemplos de virtud cívica, pero compartían usos y valores adquiridos desde la infancia. Con la expansión de Alejandro, sin embargo, la ciudad perdió autonomía, el mundo se volvió multicultural y el realismo buscado por la filosofía aristotélica dejó pasado al subjetivismo como el de las escuelas estoica, epicúrea y neoplatónica. Una respuesta ante la imposibilidad de controlar el mundo que superó a la polis familiar.

Respuestas políticas al descontrol
Como joven estudiante del Instituto Alonso Pérez Díaz, tuve la suerte de contar con el profesor Julio Badía, que mostraba los procesos revolucionarios del siglo XX que instauraron regímenes comunistas. No ignoraba sus problemas, pero los proponía como un intento de sociedad o comunidad de iguales. También el profesor Rodríguez Fraga, quien luego sería alcalde de Adeje, nos hablaba de la tensión entre liberales y socialistas, llenando la pizarra de esquemas.

Nos sentíamos atraídos por aquella mirada socialista de un estado capaz de crear justicia universal: “Levántense, parias de la tierra…”. Parecía una respuesta acertada a la falta de valores de nuestro tiempo, una manera de controlar el nuevo “helenismo”. Pronto, sin embargo, derivaron en totalitarismos y autoritarismos perdurables, asesinos y caprichosos. Algunos sobreviven hoy y otros encuentran una nueva vigencia. Como sucedió a los griegos tras la expansión de Alejandro, nuestras sociedades actuales viven profundos cambios producidos en el contexto de una conectividad tecnológica y una movilidad humana crecientes.

Nos encanta conocer a nuestra alcaldesa o a nuestro presidente insular, o incluso que el Papa o la ministra se comporten como vecinos “de la puerta de al lado”, pero sabemos que los cambios que nos afectan provienen de corrientes ante las que somos pequeños. Tal y como les sucedió a los griegos, la objetividad de las leyes y los modos de comportamiento aceptables de nuestra “polis” están sometidos a las tensiones de un mundo que parece cada vez más incontrolable.

El individualismo y el comunitarismo
Ante el individualismo posesivo y depredador, renunciamos a la objetividad del bien común en favor de la satisfacción nunca suficientemente resuelta del deseo personal. El poder se justifica por sí mismo, la justicia se diluye y el ego se cree rey. En términos de Daniel Bromley, muchas personas “no creen tener deuda alguna con la sociedad en la que crecieron”. La oligarquía que impone su fuerza tecnológica, económica y política reivindica ser el modo más eficaz para responder a los desafíos. En vez de integrar a las personas, se levantan muros en medio de desigualdades, fracturas, exclusiones, violencias.

Autores ya clásicos como Taylor (93) o McIntyre (fallecido con 96 años el pasado 21 de mayo) reaccionan a la desorientación que se produce cuando se erosionan las comunidades, la identidad colectiva y los valores compartidos. Para McIntyre, la ética liberal es acumulación cambiante de preferencias. Para Taylor, la autenticidad de la ética liberal es, en realidad, vacío de sentido. El consumidor deja de ser ciudadano y la sociedad solo se configura en torno a intereses provisionales. Ambos autores defienden la necesidad de recuperar los espacios comunitarios con valores perdurables e identificables. Es ahí donde, a su juicio, la democracia volvería a configurarse como una comunidad de valores y no solo de procedimientos.

Más recientemente, algunas dinámicas emprendidas por los movimientos sociales o grupos étnicos originarios proponen un comunitarismo más beligerante: la identidad como resistencia. Los zapatistas de la sierra Lacandona en México o las luchas del movimiento gay han puesto carácter identitario a unos derechos peculiares. Es evidente que esos ejercicios de resistencia nos abren mejor a la complejidad de nuestro mundo. Sin embargo, también es cierto que esa misma identidad se puede convertir en un producto o integrarse de tal manera que la resistencia se transforme, en realidad, en una adaptación a la nueva normalidad que es igualmente mercantilista e individualista.

Solo el amor…
Un autor todavía anterior, Emmanuel Mounier (murió en 1950 con apenas 45 años), trató de afrontar tanto los colectivismos y los totalitarismos (tan en boga entonces) como el individualismo posesivo del capitalismo sin límites. Para Mounier, la cosa iba de personas que viven en comunión. La ética no sería mera plasmación de valores comunitarios, sino un elemento constitutivo de la propia dignidad personal. La sociedad no es comunidad atemporal encerrada en “los nuestros”, sino un proyecto siempre abierto a la novedad y a “todos, todos, todos”. La persona trasciende al individuo en el espacio y en el tiempo. Mounier, además, recogía ya en su joven pensamiento las semillas de la preocupación por una ecología integral que hoy supera lo puramente humano.

Ante el helenismo, la polis dejó de ser la referencia política. Aparecieron imperios cada vez más distantes. Hoy no se puede volver a la polis homogénea. No es ese el sueño de las comunidades que resisten, pero sí muestran la pérdida de hogar que impone el individualismo, aunque venga disfrazado de inclusión multicultural. En realidad, solo el amor es digno de crédito.

P. D. Poco después de mis clases con Julio y Fraga, ingresé en una comunidad en cierto modo comunista: el noviciado jesuita. Personas de distintos orígenes, descubrimos que cada uno es “hijo de su padre y de su madre”. Viví en comunidades internacionales, en países distintos. Pero sospecho que, incluso si nunca hubiese salido de La Palma, mi pequeña polis también sería hoy una aldea del nuevo helenismo.

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