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La tercera campana

Hace unos días, se pudo leer en la prensa la advertencia de un grupo de científicos que señalaban en un manifiesto que a la humanidad le quedan tres años para frenar el cambio climático. Aquella nota me hizo pensar en las campanas que suenan en nuestras ermitas para recordarnos que está a punto de empezar la misa. El caso es que estamos a un par de meses de que comience en Belém do Pará, Amazonía brasileña, la COP 30.

Habrán pasado treinta y tres años (tres eran tres) desde que tuvo lugar en Río de Janeiro, también Brasil, la denominada Cumbre de la Tierra, que consagró el concepto de sostenibilidad y puso en marcha el esfuerzo de las partes por frenar el cambio climático producido por el ser humano. Estamos, pues, en nuestra tercera campanada.

Por septiembre, mientras Dios quiera, aterrizo por la isla para hacerme cargo del cuidado de doña Araceli —así le gusta llamarla a uno de mis sobrinos—. La rutina es simple: volver a subirme a la bicicleta, cita en el centro de salud, adecuarme al teletrabajo con mis compromisos latinoamericanos, gozar de la presencia de tanta gente querida y, los domingos en que Fernando, el párroco de Las Nieves, me lo pide, celebrar la eucaristía en su parroquia. A veces me llama a la pequeña capilla y preciosa ermita de Candelaria, en Mirca. Llego casi siempre un poquito antes de que toquen tercera.

Hubo dos campanadas previas. Cuando se trata de acompañar a la mamá, con sus noventa y cuatro, no se permiten grandes acelerones. Así que, este año, el primer domingo que compartí con la gente de la parroquia de Mirca fue uno con África cubriendo el cielo y metiéndose en los pulmones. Es otro de los fijos de la rutina: sumergirnos en la calima y comprobar que el plácido clima de medianías tiene, de vez en cuando, sus alteraciones. “Es que ya no hay quien comprenda al tiempo”, comenta uno de los vecinos mientras me apoya cuando trato de conseguir que mamá supere el escalón de entrada. “Es que hace mucho calor”, dice ella.

Después de revestirme (alba, cíngulo, estola y casulla verde, propia del tiempo ordinario), espero en la puerta de la ermita, bajo el balcón al que se encarama el campanero. Con un arte que envidio repica las campanas. La tercera. La que dice que ya estamos por empezar, que ya se hace tarde, que ya deberías estar peinado, vestido de domingo y llegando a la pequeña iglesia de la comunidad. Desde lo alto, con una gracia que no me queda otra que atribuirles, al acabar las campanadas, se dejan oír las quejas, o las risas, de las grajas.

A estas alturas, cuando estamos en la tercera campanada, apenas a unos meses de la COP de Belén do Pará, el presidente de los Estados Unidos afirma con ese aire histriónico que le caracteriza que el cambio climático es la mayor mentira de todos los tiempos (hasta ahora, yo pensaba que lo de las armas de destrucción masiva en Irak o el paraíso socialista soviético eran una mentira de proporciones titánicas). Lo cierto es que él vive protegido por el aire acondicionado o el climatizador en su auto (en su avión también) mientras legisla o decide (contra la ley) para evitar que quienes viven sometidos a la degradación climática puedan huir de su suerte. Sequías prolongadas, huracanes que con cada vez más frecuencia alcanzan categoría cinco, inundaciones que se llevan vidas como nunca antes, incendios que quedan lejos de la capacidad humana para apagarlos…

En realidad, la primera y la segunda campanada, pongamos que fueron las cumbres de Río (1992) y aquella que dio lugar al protocolo de Kioto (1997), nos llamaban a reducir emisiones de gases de efecto invernadero para evitar que se produjera el cambio climático. La tercera, por más que el negacionismo gobierne en no pocos corazones, es una llamada también a paliar los efectos del destrozo climático en quienes más lo sufren.

Desde la modesta capacidad que podamos tener, la mirada hacia quienes tienen el poder de tomar decisiones no es ya solo a actuar contra los vertidos de gases invernaderos o a instaurar cada vez más medidas con las tres r (reducir, reutilizar y reciclar), sino a que colectivamente nos hagamos cargo del drama que el cambio climático supone para millones de personas que se ven forzadas a abandonar sus tierras.

Cada vez más, cuando entro en la ermita mientras repiquetea la tercera campana, me encuentro con una comunidad donde la presencia de personas provenientes de otros continentes es más frecuente. No los trajo el turismo, sino el deterioro social y ecológico (son una sola crisis, nos advertía Francisco) que afecta a sus regiones. Nos toca cuidar, apoyar, asociarnos, aliarnos, afrontar. Para no llegar tarde. Para ayudar a la mamá, viejita ya, a subir el escalón de entrada; para ayudar a nuestra casa común, enferma ya, a recuperar el equilibrio; y para tender la mano a quienes, forzados a huir, llaman ahora a nuestra puerta.

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