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Opinión
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El Gran Poder: un poco de historia

En Sevilla, una de las imágenes más populares que procesionan en el silencio de la “Madrugá” es el Cristo del Gran Poder. Me impresiona el paso de la cofradía: silencio y sobriedad. De vez en cuando, una saeta que toca unos corazones ya predispuestos ante la estética y la ética del momento. ¿Qué enseñanza deja el Nazareno en torno al poder (el Gran Poder) y, en concreto, ante el poder político? No es una cuestión de otro tiempo.

Hace unos días me gocé en El País un artículo del pensador Daniel Innerarity que le daba una vuelta a la cuestión del poder y del autoritarismo. Citaba a Maquiavelo para trastocar la visión popular: más que establecer un manual para el ambicioso y autoritario, “El Príncipe” sería un elenco de pistas sobre cómo afrontar las dinámicas del poder y resistirnos al autoritarismo. Aseguraba Innerarity que las dictaduras (también los regímenes supuestamente democráticos que abusan del poder) quieren hacernos creer que ellos (y ellas) pueden mucho. Sin embargo, precisamente la lectura maquiavélica nos enseña que no pueden tanto y que solo pueden si nosotros les dejamos. Me resulta interesante, aunque no dejo de preguntarme si ante figuras como Daniel Ortega o Rosario Murillo, por ejemplo, o ante el aplastante poder omnímodo del régimen cubano (o la impresionante red de dominio municipal de los carteles mexicanos), donde cualquier persona puede desaparecer o ser encarcelada, expropiada, expatriada… ¿Realmente la ciudadanía tiene capacidad para enfrentar y derrotar el poder de gobernantes autoritarios (siempre ilegítimos)? Vayamos a aquel Maestro Nazareno que, al parecer, sucumbió ante el poder de su tiempo.

Agustín de Hipona fue uno de los primeros que se lanzó a hacer una reflexión sobre el poder en las enseñanzas de Jesús. A su juicio, la política de este mundo es necesaria por la condición lábil (diría Paul Ricoeur) del ser humano. En términos de Agustín: por el pecado que nos atraviesa desde los orígenes. Por eso, existe la “Civitas Terrena” (la sociedad política). La labor de Jesús, a su juicio, fue establecer una “hoja de ruta” hacia la Civitas Dei (la familia de los hijos e hijas de Dios). Ambas coinciden en este mundo y en todo tiempo. La Civitas Dei es más una condición existencial de quienes quieren vivir orientados hacia Dios que una manera de organizar la realidad política de su entorno social. Es cierto que en Europa, muchos “agustinianos” entendieron esta reflexión en el esquema de la lucha por el poder entre la espada y la cruz: ¿quién mandaba más, el Rey o el Obispo, el Emperador o el Papa?

En el siglo XX, en pleno apogeo del existencialismo (Heidegger, Sartre, Camus, Marcel), un teólogo de la reforma alemana, Rudolf Bultmann, aunque con instrumentos y perspectivas diferentes, de alguna manera sostenía también la distinción entre la política de este mundo y la llamada de Dios. La autenticidad de cada vida no estaría vinculada, a su juicio, a una opción política concreta, sino a una respuesta existencial, auténtica, ante el Dios de la Vida. Bultmann insistiría en que el mensaje cristiano es una llamada existencial, personal, espiritual. Sin contraponer Dios y mundo, insistiría en que ningún reino de esta tierra puede ser el reino de Dios. No habría una “política cristiana”, sino, en todo caso, personas que en su respuesta existencial ante el Dios cristiano daban una respuesta, hacían una opción… con consecuencias políticas.
Sin embargo, ya en la segunda mitad del siglo XX, en plena guerra fría, algunas escuelas teológicas dan un giro: no puede haber una opción por Dios sin estar del lado de la humanidad herida, y eso, en nuestro mundo, es una opción política. En Europa, podemos destacar a Johann Baptist Metz (fallecido en diciembre de 2019). Muy resumidamente, Mets nos trae una reflexión en torno a la memoria peligrosa de Jesús, el crucificado. El profesor alemán insistirá en que la legitimidad del poder político está vinculada a la atención y la memoria de quienes han sido victimizados y desposeídos de poder (como Jesús); así, la autoridad moral de las víctimas es central para Metz y su mirada. Concluye que si esto es así, nuestra presencia en política nos va a llevar, como a Jesús, al conflicto con los poderes de este mundo y a nuestra propia crucifixión.

Tuve la suerte hace unos años de entrevistar en Diálogos de Medianoche, de Radio ECCA, al profesor jesuita Jon Sobrino. Fue casi dos décadas después de que sobreviviera al atentado criminal que acabó con sus compañeros en la Universidad Centroamericana de los jesuitas en El Salvador. Sobrino es uno de los representantes de esa corriente teológica a la que se denomina Teología de la Liberación. En la conversación, Sobrino afirmó: “Proponíamos la liberación y nos encontramos con el martirio”. En realidad, impresiona en todo el mundo, pero especialmente en Latinoamérica, cómo costó y cuesta actualmente la vida a muchas personas cada año defender sus posiciones cristianas ante quienes tienen poder. Las desapariciones de personalidades de las comunidades, los asesinatos de periodistas, la represión contra medioambientalistas… de inspiración cristiana no es un fenómeno del pasado. Es actual.

Probablemente, la teología actual católica, sin tener un consenso absoluto (el consenso total es poco católico), integraría las dos dimensiones: el Nazareno, efectivamente, tuvo una propuesta que cuestionaba al poder político de su época y, del mismo modo, su planteamiento es una llamada personal y comunitaria a todas y todos a responder existencialmente ante el Dios de la Vida que nos llama a la reconciliación. El Gran Poder que procesiona en “la Madrugá” sevillana es la imagen de un derrotado: alguien que fue asesinado por las órdenes del poder político y religioso de su tiempo. Sin embargo, no desistió. Se mantuvo fiel a su misión y la hizo carne en cada una de sus relaciones, sus palabras, sus comidas, sus caminatas. Su vida desempoderada (o derrotada) es, sin embargo, una mirada a todo poder de este mundo. La teología sobre el Gran Poder en Jesús nos deja hoy ante el auge de todos los autoritarismos, una tentación ante la fragilidad de la ética personal.

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