
Conocí a Jon Sobrino en 1991, en Loyola, durante un congreso de espiritualidad con motivo del quinto centenario del nacimiento de san Ignacio. Sobrino hablaba de la relación entre espiritualidad y justicia, y advertía del riesgo de conformarnos con actos piadosos y tranquilizadores que no tocasen la raíz histórica del sufrimiento humano. Desde entonces, aquella intuición me acompaña: una espiritualidad que no se encarna en la justicia corre el riesgo de convertirse en un ejercicio estético, desconectado de la vida.
Diez años antes de aquel congreso, cuando comenzaba mi itinerario de formación en la Compañía de Jesús, Sobrino era ya un referente para muchos jóvenes jesuitas y cristianos comprometidos con América Latina. Había publicado Cristología desde América Latina (1976), Jesús en América Latina. Su significado para la fe y la cristología (1985) y, poco antes del congreso, Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret (1991), probablemente su obra más conocida.
Sus planteamientos se insertaban en las teologías de la liberación, una corriente plural, con referentes como Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff o Juan Luis Segundo. Más allá de los debates académicos, estas teologías expresaban un modo comunitario y popular de leer el Evangelio desde contextos marcados por la desigualdad, la violencia política y la exclusión.
Misión: un para qué redefinido, un cómo por hacer
Al mismo tiempo, la Compañía de Jesús había asumido, en su Congregación General 32 (1975), la misión de “servicio de la fe y promoción de la justicia”. No detallaba métodos concretos, pero afirmaba con fuerza que solo caminando junto a los pobres aprenderíamos cómo ayudar. Esa formulación transformó la misión de la orden, aun cuando muchas instituciones tardaron en integrar plenamente esta orientación.
Años más tarde, durante mis estudios de teología, entrevisté a compañeros con más experiencia sobre aquel giro misional. Recuerdo especialmente la conversación con Manolo Segura, con quien viví en Tenerife. Él había estado presente en la Congregación General 32 y señalaba que su recepción fue difícil: llegaba en un momento de crisis vocacional, con poca gente joven que asumiera con impulso renovado los cambios. Además, reconocía que las estructuras institucionales más consolidadas necesitaban tiempo para reorientarse.
Espiritualidad, misión y heridas
En Loyola, Sobrino caminaba por los pasillos con un nervio contenido, las manos en los bolsillos, algo encorvado. Hablaba sin grandilocuencia pero contundente. Pero había algo más: acababa de sobrevivir, apenas un año antes, a la masacre del 16 de noviembre de 1989 en la UCA, cuando un escuadrón militar asesinó a sus compañeros jesuitas y a las mujeres que precisamente por la situación de la guerra habían buscado refugio junto a la “casa de los padres”. Él estaba fuera del país por azar.
No era un teólogo que hablara de justicia sólo desde la academia; sabía del odio que lleva a matar, del riesgo que concluye en el martirio, del descarte en el que vivían multitudes y de la fragilidad de la vida. La justicia sin reconciliación, sin amor, es venganza.
Mientras lo escuchaba hablar de justicia, resonaba en mí, casi como contraste, aquella frase provocadora de Pacheco, alcalde de Jerez de la Frontera, que años antes había afirmado que “la justicia era un cachondeo” al sentirse herido por una investigación por corrupción. Aquella expresión, fruto de la decepción política, chocaba con la comprensión bíblica y cristiana de la justicia como compasión activa, transformación social y opción por los pobres.
Entre logros, límites y aprendizajes
A lo largo de estos años, he visto enfrentarse ambas visiones de la justicia, la que se convierte en criterio de verdad para nuestra fe y misión y la que se usa ideológicamente para justificar comportamientos vengativos, ajenos al amor o al bien común. Así que, cincuenta años después de aquel giro misional, mi vida —como la de tantos compañeros e instituciones de la Compañía de Jesús— se ha construido intentando celebrar una fe encarnada en la búsqueda de una sociedad más justa y, verán, reconciliada. Siempre es un itinerario complejo. Sin reconciliación la justicia queda en venganza y sin justicia la reconciliación es impunidad. No ha sido un camino lineal ni triunfalista. Hemos experimentado desencantos: actitudes, estructuras, miedos, dependencias políticas, ingenuidades, y también el peso de heridas personales e institucionales. Nuestro compromiso eclesial se ha visto cuestionado en ocasiones por el propio papado que nos preguntaba abiertamente y no sin motivos si seguíamos siendo fieles al mensaje recibido y a la fe proclamada.
Al mismo tiempo, hemos aprendido a dialogar más profundamente con otras confesiones y también con perspectivas laicas; a reconocer que la reconciliación incluye también cambiar comportamientos con el hogar común que compartimos girando en torno al sol; a crear y reorientar instituciones que sirven a personas concretas; a dejarnos acompañar por muchas compañeras de camino que aportan una visión mucho más crítica al machismo que heredamos. Y, por el camino, han entregado su vida muchos compañeros —jesuitas y laicos— que encarnaron hasta el extremo la fe que profesaban. Hemos visto también cómo en ocasiones desistimos del empeño y nos acomodábamos en posiciones más cómodas. La elección de un papa jesuita, el único de la historia, subrayó la llamada a estar en las fronteras sin dejarnos arrastrar por la indiferencia que marca nuestra sociedad del descarte. León XIV acaba de confirmar esa impronta en un encuentro con muchos responsables de la Compañía de Jesús en Roma: “La Iglesia los necesita en las fronteras, ya sean geográficas, culturales, intelectuales o espirituales. Son lugares de riesgo, donde los mapas familiares ya no son suficientes”.
Conversión permanente
Nada de esto sustituye la conversión del corazón. La justicia y la reconciliación no pueden confundirse con una estrategia pastoral concreta o, mucho menos, con un eslogan de campaña; es el modo en que Cristo se hace real en la historia que nos toca compartir. Por eso, cada día debemos preguntarnos si nuestros bienes y medios institucionales caminan pacientemente al lado de aquellas personas a las que el Maestro de Nazaret llamó sus amigos: las mujeres, los pobres, los pecadores y descartados.
Nuestras instituciones y equipos de trabajo tienen no solo que analizar su servicio en el mundo, sino también las relaciones que establecemos entre las personas que servimos desde ellas. Es una búsqueda sin término a la que no ayudan las tendencias de confrontación política, la banalidad de algunos modos de vida vendidos como éxito o el individualismo posesivo que atraviesa también esta sociedad que nos damos.
Hace unos meses volví a ver a Jon Sobrino en la residencia donde vive en El Salvador. Está mayor. Y yo le agradecí silenciosamente el camino recorrido, con algunos aciertos y no menos fracasos. Sigo bebiendo de aquella intuición que él nos compartió en Loyola: sin justicia, la espiritualidad es engaño.
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