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Opinión
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Adviento: qué esperamos, cómo esperamos, qué debilita nuestra esperanza

Mónica López, responsable del equipo de Radio Huayacocotla, en la Sierra Norte del Estado de Veracruz, en México, confiesa que las muchas dificultades que enfrentan los pueblos y comunidades del territorio le hace, en ocasiones, tener que frenar para ahondar en busca de los motivos para su esperanza. Es una experiencia común en muchas personas, comunidades y organizaciones que ponen su empeño en la transformación de una realidad complicada. Hace unos años, recuerdo cómo me advertía un compañero con más años de vuelo a partir de la experiencia vivida por tantos: “Hay quien se quema y pierde la esperanza”. Con esa pregunta comienzo esta nota: ¿Qué nos lleva a perder la esperanza?

Hay una primera respuesta que tiene que ver con la desmesura de los problemas y la aparente inutilidad de nuestras actuaciones. Me parece que es una tentación que todas y todos vivimos. ¿Quién no se ha visto diciendo que no hay remedio, que nada mejora, que todo va a peor? El listado de argumentos puede ser inacabable: las guerras, los enfrentamientos políticos, las crisis económicas, la delincuencia, el crecimiento de los autoritarismos, la poca calidad de los liderazgos, la pobre respuesta a la crisis ecosocial, la infinita resistencia de los prejuicios, la pésima gestión migratoria, la soledad de los ancianos, la saturación de la salud pública… Y probablemente, la propia historia personal, con debilidades que no conseguimos corregir, puede llevarnos a conclusiones similares: nada tiene remedio. Entonces, desistimos de la esperanza.

Hay una segunda respuesta que pasa por privatizar la esperanza. Ante un mundo imposible e inarreglable, la cosa solo va de que cada cual se busque la vida y mejore su situación personal y la de su gente (su familia, su pueblo, su grupo). Es una reacción normal: concentro mi capacidad de respuesta en aquello que directamente me afecta y en lo que directamente puedo influir. Es un camino que acaba poniendo medidas de seguridad en nuestras casas, separándonos en grupos homogéneos, potenciando la privatización de servicios públicos y convirtiendo en un proyecto personal cuantificable cualquier ayuda que pueda prestar a alguna causa social.

También está la respuesta negacionista, que no ve la complejidad de las situaciones ni se para a mirar las desigualdades y problemas en que viven tantos. Donde hay problemas, no miramos. Donde hay conflictos, nos salimos. Donde hay desigualdades, las ignoramos. En el fondo, nos negamos a usar nuestros ojos, pero también nuestra razón y los recursos que nuestra sociedad tiene para dotarnos de una mirada realista y mesurada sobre lo que está pasando y sobre la respuesta que estamos llamados a dar.

Se me ocurre una cuarta respuesta que tiene que ver con esa tendencia a la comodidad que, con frecuencia, nos habita. Nos parece que habría que hacer algo, nos parece que sería muy importante que se trabajara en una dirección, pero eso supondría renuncias y sacrificios que no estamos dispuestos a hacer. Nos falta entrenamiento para eso que Ignacio de Loyola llamaba “abnegación de sí mismo” y aseguraba que suponía “hacer contra la propia carne”. Nos acomodamos y dejamos que las cosas vayan en una dirección que muy bien sabemos destruye.

Pero las cuatro respuestas anteriores, en realidad, no responden a pregunta alguna. Más bien son una manera de evitar la formulación de preguntas. Nos pasa en ocasiones que negamos una mirada más profunda a las cosas y nos contentamos con “surfear” sobre lo que sucede en nuestras vidas. Nos deslizamos sobre la política y el trabajo, la situación económica o la necesidad de formación, los conflictos o incluso las celebraciones de la vida. No es un problema de algunas personas, sino más bien un ambiente social que el papa Francisco denominó “globalización de la indiferencia”. Francisco tenía una mirada crítica al confort de nuestras sociedades del bienestar que “anestesian” nuestra sensibilidad ante el sufrimiento ajeno, de modo que nuestro “vivir bien” nos hace indiferentes ante lo que toca vivir a muchas otras personas. Creo yo que, además, esta actitud probablemente se debe también a la incapacidad que tenemos para asimilar tanta información al ritmo que hoy se produce por nuestros medios.

Esperar, esperanzar, si prefieren, es, por tanto, una tarea frente a los desaires de la vida. Una tarea que nunca finaliza porque lo que esperamos es, a mi juicio, algo ya dado y que, sin embargo, nunca está totalmente recibido. Esperamos eso que llamamos la felicidad, la brújula que orientaba la reflexión ética de Aristóteles. Isaías la formulaba con expresiones que hablaban de la reconciliación entre los pueblos y las gentes (“de las espadas harán arados, de las lanzas podaderas; no se alzará pueblo contra pueblo, no se prepararán para la guerra”) y como reconciliación de la Creación entera (“La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará con la hura del áspid”). Reconciliación humana, reconciliación con toda la creación y, cómo no, reconciliación con nuestra propia realidad personal. Un jesuita del siglo XVII, Claudio de La Colombiere, lo formulaba como el deseo de amar y ser amado que solo en el Tú absoluto de Dios se puede vivir: “Espero que Tú me amarás a mí siempre y que te amaré a Ti sin intermisión, y para llegar de un solo vuelo con la esperanza hasta donde puede llegarse, espero a Ti mismo, de Ti mismo, oh Creador mío, para el tiempo y para la eternidad”.

Muchas escuelas filosóficas y muchas tradiciones religiosas han formulado siempre esa plenitud humana con diferentes palabras, pero con un núcleo similar: la reconciliación con la naturaleza, con la gran familia humana y con uno mismo; todo ello es reconciliarse con el Misterio de Luz y Amor que acurruca todo lo que hay. Esperanzar es una tarea para, de un modo u otro, aceptar algo que nos viene dado; es de por sí un don: la sociedad en la que vivimos, el planeta en el que discurre toda nuestra historia y la propia corporalidad personal también recibida. Es una tarea que siempre estará inacabada, a la espera de que ese mismo Misterio de Amor culmine su don como encuentro con cada persona, con toda persona y con toda la realidad creada.

Mónica López, que trabaja desde Huayacocotla, nos asegura que la resistencia de los pueblos originarios de su territorio, su capacidad de aunarse para trabajar y afrontar los problemas la mantiene en la esperanza. Este tiempo del año que, en la tradición católica denominamos adviento (advenimiento), es una buena oportunidad para preguntarnos qué nos impide esperanzar y cómo convertir nuestros corazones para esperar contra toda desesperanza y hacer de cada instante una oportunidad concreta para el amor, para el tiempo y la eternidad. No es fácil, se trata de esperanza.

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