Los Enanos mágicos. Foto de Saúl Santos. Bajada de 2010.
Del Mester de Juglaría
guardamos la tradición
verso de la devoción,
trova de la cortesía
que tiene su inspiración,
su razón y su alegría
en la hermosa advocación
de las Nieves de María.
Luis Ortega Abraham.
Mis primeros recuerdos de la infancia están llenos de dioses y de héroes, de gigantes y de enanos.
De fantasías, de palabras y de sueños, del eco de las risas de cuando éramos niños. De aquellos cuentos de Charles Perrault y de Green, donde siempre había encantamientos y aparecían unos enanos con barbas largas de color blanco que vivían en los bosques y corrían a toda velocidad con un gorro en la cabeza.
Pero sobre todo lo que más grabado tengo de mi niñez es el misterio, la euforia, el sonsonete de la polca que envuelve el baile de los enanos de mi isla adoptiva, La Palma. Una fiesta que cada cinco años reaparece.
Así que Luis y yo, como mucha gente venida de los rincones más remotos, acudimos a la cita del Recinto principal, para buscar los colores y la alegría, para participar en los festejos de la Bajada de la Virgen. Aquella tarde en la danza de los enanos.
Y a pesar de que los viejos dicen que las fiestas de hoy ya no son tan bonitas como los de antes, yo capté la misma emoción, las voces chillonas e ingenuas de los niños que despuntaban al anochecer, el mismo nerviosismo en el ambiente. Ese olor de nuestra tierra, y ese mar de nubes que a lo lejos surgía avanzando lentamente por el cielo. Ellas tampoco quisieron perderse el espectáculo.
Parecía que la tarde estaba encantada.
Creo que todos estábamos algo excitados, deseosos de que aparecieran, cuando de pronto, igual que cuando era pequeña se hizo un silencio y entraron en escena dos hileras de juglares con ropajes azules y carmesíes. ¡Qué emoción, por fin desfilaban ante nosotros! Marchaban con gestos de galantería, regalaban flores al público y durante unos minutos cantaron al son de las notas de Luis Cobiella, interpretadas por la Banda San Miguel.
Pero todos esperábamos la transformación, que entraran de nuevo en el castillo, allí donde el tiempo no llega y se produce el misterio, la sorpresa. El juego, esa proeza magistral que cada lustro se repite, el momento en que se abre de nuevo la puerta de la fortaleza y aparecen los veinticuatro juglares, pero esta vez transformados en enanos. En unos enanos tan traviesos que hacen agitar el aire. En unos enanos con caras pícaras y bañados por una luz romántica.
En unos enanos que con vestidos de época, peluca blanca y gran sombrero francés, al estilo bicornio, bailan alegres con unos pasos cortos una polca pegadiza. Brincan como niños con un movimiento casi teatral y se acercan a la chiquillería que aplaude al ritmo de la musiquilla. Consiguen arrancarle carcajadas. Juegan, mientras todos nos preguntamos cómo esa representación se puede hacer tan perfecta.
Poco a poco a poco la música se va acelerando y el ritmo se hace más enérgico. Y con gran pena para los que estábamos allí van desapareciendo, volviendo a su castillo para regresar dentro de otros cinco años.
Pero cuando creíamos que todo se había acabado, se escucharon repiques de campanas y más campanas, y del castillo en medio de una neblina apareció nuestra Patrona y el acto, como muy bien dijo María Victoria Hernández, se convirtió en una danza ritual. Algunos lloraron emocionados y otros como yo, añulgada, gritábamos:
-Viva la Virgen de Las Nieves!
Son unas fiestas en las que podría escribir páginas enteras, pero es difícil explicarlo a quienes no lo han visto nunca personalmente. Lo que sí puedo decirles es que una celebración como esta, sólo es posible en la isla de La Palma, en nuestra isla bonita.
¡Viva la Virgen de Las Nieves!
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