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Opinión
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Marynieves Hernández/Caracas

Llegó la primavera

  • Posiblemente la estación más bonita del año

Llegó la primavera, y con ella, los colores, las flores, los pájaros, la transparencia, el retoñar de las cosas, el renacer a la vida. Posiblemente la estación más bonita del año. En ella, aparecen romances, pasiones y enamoramientos que, según los especialistas, tienen su raíz en el florecimiento de la vegetación. Pero también, como consecuencia de ello, aparecen las alergias producidas por sustancias químicas presentes en el aire. Sin embargo, el aire de la primavera parece invitarnos a tomar vuelo con nuestra imaginación.

Ayer, caminando por las calles de la urbanización donde vivo, me sentí sorprendida una vez más, como me siento cada día y cada instante de la vida, por las maravillas que nos ofrece la Madre Naturaleza. Observaba los bucares encendidos, como si un ramillete de estrellas se hubiesen quedado allí dormidas para no despertar. Los apamates, se han abierto de golpe a la luz como un estallido de nubes color rosa-lila, tan sugestivo y sutil, que basta una mirada para sentir su roce en el alma. Otros árboles dejaban caer, como lluvia menuda, florecillas blancas que cubrían las aceras, produciéndonos la sensación de pisar sobre una mullida alfombra colocada allí, a propósito, para embellecernos el camino. Florecillas que, además de su apariencia delicada, tienen la peculiaridad de exhalar un aroma tan exquisito como el del jazmín o la azucena. Es que, en estos días, nos rodea un ambiente perfumado que en oleadas, penetra por las ventanas y los balcones, como queriendo armonizar el exuberante canto de los pájaros: diversa sonoridad entre las frondas, divina flauta que llega rompiendo el cristal de la mañana, llenándolo todo de alegría como agradeciendo tanta belleza.

Así, caminaba absorta, embelesada, cuando de pronto me encontré en aquellas primaveras de mi infancia, allá, en nuestras queridas Islas Canarias, pudiendo ver con claridad las verdes laderas y montañas salpicadas por infinidad de florecillas amarillas, aquellas de los relinchotes y los codesos; las de color violeta de las encimbas; las sencillas margaritas derramando sus pétalos en las orillas; los tajinastes, de largas colas rojizas y azules; los almendros, suavizando el aire con su ternura. Pude ver, los pajarillos que abandonando sus nidos correteaban entre el lila de las tederas. Las mariposas amarillas que tanto perseguía sólo con el deseo de tocar con mis dedos sus mágicas alas. Sentí el olor de las higueras y del poleo; acaricié el amarillo de los nísperos maduros y jugosos, mirando aquel mar de un azul intenso y limpio que con su infinitud me rodeaba más allá de los volcanes y los malpaíses.

Embebida en mis emociones andaba cuando unas personas que pasaron a mi lado, con sus voces, me hicieron volver al verdadero lugar donde me encontraba. Allí, estaban los grandes árboles característicos de la ciudad: los jabillos; enormes ficus de hojas lanceoladas y haz brillante; los de flor de la reina; los verdes, los azules, los de las flores diminutas y olorosas. Más arriba, como queriendo alcanzar el cielo, el imponente Cerro El Ávila.

Entonces, volví a escuchar los sonidos de nuestros campos canarios. El aletear de las aves, el chasquido de las olas en los acantilados, el del viento cimbreando los eucaliptos… y tantos otros que irrumpían mezclándose con todo aquello que verdaderamente me rodeaba: las cornetas de los autos, las campanillas del carrito de los helados, la risa de los niños, las voces de los estudiantes que, entrelazando sus manos caminaban posiblemente sin destino fijo, dejándose llevar por aquel sopor de hermosura y sencillez que la vida les ofrecía.

Dos primaveras se conjugaban en imágenes y sensaciones. Una, distante en el tiempo y lugar, otra aquí, rodeándome, rozándome, envolviéndome en su caricia zalamera, sin poder asegurar con certeza, cuál de las dos genera más emociones, cuál de las dos me conmueve más, o me produce más encanto y armonía, a cuál debo más agradecimiento por esa generosidad con que, cada año, se manifiesta.

Ahora recuerdo y puedo entender con exactitud, las alabanzas de San Agustín por nuestra memoria: "Un tesoro inagotable con el que Dios nos ha dotado". Ahí, en algún lugar de esa memoria, permanece guardado con gran nitidez, el escenario maravilloso donde se desarrollaron aquellas primaveras infantiles, con todos sus colores, imágenes, olores y sensaciones palpitantes aún, para llegar a mezclarse con estas primaveras que ahora vivimos a la sombra de la añoranza, de los recuerdos y las percepciones que aún guardamos en ese cofre mágico que es, nuestra memoria.

Marynieves Hernández

 

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