cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
Opinión
Publicidad
Mary Nieves Hernández/Caracas

Mi abuelo palmero

  • Amaba la tierra más que a su propia vida

Mary Nieves Hernández, una palmera que vive en Venezuela. Archivo.

La relación afectiva entre abuelos y nietos es tan especial e importante que, sin duda, deja profundas huellas en la vida del ser humano. Puedo dar fe de ello.

Mi abuelo era un campesino canario. Apenas sabía leer y escribir pero con una inteligencia innata que muchos eruditos podrían envidiar. Amaba a la tierra más que a su propia vida. Lo recuerdo de mediana estatura, ojos vivarachos y movimientos rápidos. No podría detallar sus manos, su boca o su pelo. Era muy pequeña cuando murió, pero aún guardo el calor de sus brazos y la ternura de sus besos.

Su única diversión era trabajar y cuidar aquella tierra suya a la que dedicaba cada minuto de su existencia prodigándole todo su esfuerzo, mimándola como si de un hijo se tratara, esperando de su generosidad el premio que como fruto de su trabajo creía merecer.

Con gran embeleso contemplaba la vid: aquel mar de hojas verdes, los sarmientos curvados por los racimos, las robustas parras exhalando efluvios de profundidades añejas producto de la dedicación y el cuido que él les brindaba; los sembradíos de centeno y de cebada crecidos y espigados haciendo olas doradas bajo el sol; ¡y cómo se regodeaba en el encantador asomo de las amapolas entre la mies!

Mi abuelo ponía todo su empeño para que los vinos que cosechaba fuesen los de mejor bouquet de la zona. Al mediodía, cuando se acercaba la hora del almuerzo, me llevaba de la mano hasta la bodega donde en grandes pipas de madera se encerraba el mosto que con el tiempo, y algunos químicos, se iba convirtiendo en famosos caldos por su exquisito paladar. Mi abuelo colocaba un pequeño fonil en la boca de una botella de cristal impecable y la iba llenando de su vino preferido. Me fascinaba enormemente contemplar su color a través de la pulcra transparencia del cristal. Aún recuerdo aquella extraordinaria y placentera sensación que me producía y de cómo volaba mi imaginación infantil a lugares maravillosos, desconocidos, a través de aquel color que me deslumbraba. No sé qué sabor tenía aquel precioso líquido, nunca quise probarlo. Me deleitaba infinitamente mirándolo. Recuerdo muy bien su color. A veces, parecía hecho con pedazos de sol; otras, me recordaba los arreboles otoñales o las cuentas color rubí de aquel brillante collar que lucía mi madre los días de fiesta.

Mi abuelo sólo tomaba vino en el almuerzo. Sólo un vasito, decía.

En los días tibios de junio me llevaba hasta una huerta donde había un albaricoquero; allí llenaba mis manos con aquellos frutos que dejaron grabado en mi memoria la percepción de los aromas más exquisitos. Del moral agarraba por el fino tallo las moras más grandes y oscuras, casi negras por su maduración, y con gran delicadeza las colocaba directamente en mi boca para que no mancharan mis dedos ni mi vestido con el jugo carmesí que la fruta destilaba.

Mi abuelo se levantaba cada día al segundo canto del gallo. Decía que le gustaba mirar el lucero del alba. Era la estrella que daba brillo a su vida desde aquel cielo azul que lo arropaba en el transcurrir de sus días. ¿Qué veía mi abuelo en aquella estrella?, me pregunto ahora. ¿Sabía él acaso que era un planeta de nuestro sistema solar o era sólo el brillo de una ilusión, fuente de su energía, del entusiasmo que necesitaba para emprender cada nuevo día?

Al final de la tarde cuando regresaba de sus faenas en el campo, corría a abrazarme y me pedía que le contara de mis juegos y tareas escolares. Él me contaba de sus vicisitudes allá en su otra isla ahora lejana pero siempre recordada. En sus anécdotas se reflejaba cierta añoranza por aquella tierra que aun sin ser la suya, algo muy especial lo ataba a ella. Hablaba de sus proezas y aventuras en aquella guerra en la que casi perdiera la vida. En sus hábitos culinarios había incluido nuevas costumbres de por allá; y en su vocabulario afloraban con naturalidad esas palabras que, de tanto oírlas y repetirlas, se fueron arraigando en nuestra forma de hablar donde se han quedado para siempre.

En las noches calurosas del verano sacaba al patio la mecedora de madera torneada que había traído de su otra querida isla cubana. Así, disfrutando del frescor que subía desde la costa y bajo la luz de una inmensa luna, me dormía en sus brazos al compás de un punto cubano, aquellos que tanto le gustaban y que tan bien entonaba cuando no estaba muy cansado.

Un día mi abuelo salió al campo como todos los días. Pero no volvió en su caballo blanco como siempre lo hacía. Lo llevaron en un vehículo. Su cerebro le había jugado una mala pasada.

Nunca más volví a ver el brillo de sus ojos ni a sentir en mi cuerpo el calor de sus brazos. Nunca más pude escuchar sus relatos de aventuras en tierras cubanas, ni anduvieron mis pasos tomados de aquella mano que entre sus dedos guardaba el tacto de la tierra, de la vid y de la hierba. Estoy segura que hubiera querido llevarme con él. Sé que me mira desde el lugar en donde esté. Cuando yo miro al lucero del alba siento la fuerza de su mirada y sobre mi pelo el roce de su caricia.

Mi abuelo se fue como habrán de irse todos los abuelos del mundo, dejándonos el más dulce de los recuerdos. Cada vez que un abuelo se va una nueva estrella nace en nuestro cielo iluminando con su esplendor los instantes más sutiles de nuestra existencia.

Marynieves Hernández

 

Archivado en:

Publicidad
Comentarios (8)

Leer más

Leer más

Leer más

Leer más

Leer más

Leer más

Leer más

Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad