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Periodistas

Las redes sociales aparecieron en el horizonte de la comunicación como una oportunidad para la democracia. Ya no era necesario disponer de un gran medio para contar los hechos o proponer la propia reflexión, de modo que quedara disponible para el gran público. De hecho, aparecieron youtubers e influencers que ni nacieron de una gran empresa comunicativa ni tenían como cauce un medio de prestigio. Las redes nos permiten disponer a diario de imágenes y datos, verlos y volverlos a ver (como sucedió durante los días de la erupción), y hacernos así nuestra propia idea de lo que sucede.

Algo ha pasado, sin embargo, con esta “democratización” de los medios que nos deja con la impresión de que, aunque hay más mensajes disponibles, no estamos mejor informados. Sospechamos que la calidad de la información no depende exclusivamente de la democratización de la disponibilidad de canales o del número de sujetos que se convierten en productores y emisores de mensajes. Se hacen necesarias la calidad y profesionalidad de quienes comunican. Hace 50 años, cuando el mundo de los medios se asentaba sobre la tríada de la prensa, la radio y la televisión, Pablo VI señalaba el papel de la ética periodística “en el control y valoración crítica de las fuentes, en la fidelidad a los datos observados y en la transmisión integral de los mismos”. Añadía, además, el aumento de responsabilidad cuando “el comunicador está llamado, como suele suceder, a añadir elementos de juicio y orientación al simple relato del hecho”.

Con la cantidad de mensajes banales, instantáneos y sin contraste, hoy se hace muy importante la labor del periodismo. Las redes posibilitan un volumen inmenso de mensajes que no tienen siempre la profundidad que requieren los asuntos; por eso, se necesita quien estudie con seriedad y profundidad cada tema y sitúe el marco en el que acontecen los hechos y los mensajes. El “ahora mismo”, la instantaneidad domina la comunicación de masas. Hoy necesitamos profesionales con memoria larga para identificar raíces y horizonte para dar continuidad narrativa a lo que acontece. La comunicación global se fue llenando de mensajes, en los que el volumen y los reenvíos son más relevantes que la adecuación a los hechos y al criterio con el que se forma la opinión. Necesitamos profesionales afianzados a datos y a fuentes fiables y contrastadas, con sentido autocrítico a la hora de formular sus opiniones.

Al cuarto día de nuestra última erupción de Cumbre Vieja, dejé de usar la tele como fuente de información. Lo primero que me hizo reaccionar fue el efecto que causaba en los mayores de la casa: la inquietud, el nerviosismo y, a la vez, el enganche, la necesidad de mantener los ojos en la pantalla. Por otro lado, notaba que dentro de mí sentía que a la fascinación de las imágenes espectaculares se sumaba el morbo de asomarme al daño y a su expresión en rostros y palabras de mis vecinas y vecinos del otro lado de la cumbre palmera. Descubrí que en medio de la sobreactuación mediática no había manera de obtener la información útil: cómo debíamos cuidarnos, en qué podíamos ayudar, cómo interpretar la sismicidad, qué hacer cuando el olor a azufre aumentaba, cómo podía limpiar la ceniza o cómo conseguir ayuda para retirarla del tejado a cuatro aguas de nuestra casa. No es que esa información no estuviera en algún lugar de la emisión, sino que era imposible localizarla en aquella narración demasiado parecida a un reality show mezclado con momentos “minuto y resultado” de las retransmisiones radiofónicas del fútbol de los domingos. Así que descubrí que casi toda la información que realmente necesitaba la obtenía de algunas llamadas telefónicas, una o dos publicaciones digitales (El Apurón entre ellas) y los canales oficiales de dos o tres instituciones. Me bastaba con salir de casa al amanecer y mirar hacia la columna de humo del oriente para poder saber si hoy se podía salir sin problema con los mayores, si había que prepararse para la ceniza o si el olor a azufre nos obligaría a cerrar puertas y ventanas.

Claro que hace falta el periodismo. Nos hace falta un trabajo serio y profesional que no ponga su acento en el divertimento, el espectáculo, el morbo o los intereses partidistas o económicos de la empresa. Necesitamos no solo luz y taquígrafos, sino también quien nos ayude a filtrar los ruidos y a disminuir el volumen del griterío. Necesitamos que alguien se trabaje la oscurantista constelación de infinidad de mensajes y se pare a distinguir, como nos decía Machado, las voces de los ecos. Necesitamos gente humilde y trabajadora, cuya credibilidad se acreciente con el ejercicio profesional de la comunicación como servicio público.

A finales de enero, el Papa Francisco se dirigía a un consorcio de medios de comunicación para reflexionar con ellos sobre la “infodemia” que acompaña a la Covid. Se refería no solo a la acumulación de mentiras o falsificaciones, sino también a “la multiplicación y superposición de informaciones, comentarios y opiniones denominadas “científicas”, que acaban creando confusión”. Desde las instituciones y también desde la profesión periodística tenemos que subrayar el carácter de servicio público que construyó los mejores momentos de esta noble tarea. Se trata de poner en el centro a la persona y sus necesidades informativas. Se trata de alejarnos de la prisa comercial, la simplificación maniquea y el barullo de los mensajes empeñados en enganchar clientela más que en informar a la ciudadanía. Esto, probablemente, tiene más que ver con la ética personal, profesional y empresarial que con el impacto mediático, la contabilidad de la audiencia, los seguidores de tik-tok o el número de retuits que nos avalan.

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