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Javier Rodríguez/ Opinión

Réquiem por un voto

  • La conversación era interesante, si no fuera porque le importaba tres pitos

Parece mentira que haya quien no recuerde que hasta ayer, en este país, los derechos humanos solo significaban que los humanos teníamos que andar bien derechos. Hace unos meses una señora que ocupó algún que otro cargo en alguna que otra administración local se me acercó. Me preguntó cómo me iba la carrera, que por qué había elegido el periodismo. También me preguntó que si quería trabajar en Madrid o en Canarias, que cómo estaba mi familia. Éramos viejos conocidos, o eso creía yo. Lo cierto es que después de esa conversación me di cuenta de que no la conocía de nada.

Mis respuestas eran las de cualquier conversación superflua. La carrera bien, la familia bien, Madrid bien. Con frío pero bien. Ella siguió la conversación en ese tono reconocible de superficialidad, de quien entabla un diálogo solo para llegar a un punto. Que si en la vida no regalan nada. Que si se acuerda de cuando corría por mi pueblo en bicicleta. Que si mi pelo rubio no ha cambiado nada, que si las pesetas y los euros. Que si Zapatero esto que si Zapatero lo otro.

La conversación era interesante, si no fuera porque le importaba tres pitos. Lo único que quería era que yo respondiera algo mínimamente discordante a su discurso, para sacar la matraca de los que apuntan con el dedo para marcar el camino correcto a quienes venimos detrás. A mi me gusta la gente que te empuja para que elijas el camino que quieras, como mis padres a quienes debo absolutamente todo. Me produce repulsa quien, con aliento de moralina, desayuna ruedas de molino y te las intenta hacer tragar a ti también.

Sus palabras fueron: "el periodismo es una profesión complicada, y si quieres ser alguien en la vida, al menos en La Palma, tienes que estar calladito. Aquí las cosas funcionan así, si quieres conseguir algo, no seas bobo, no te juntes con quienes no te van a dar nada y mantén la boca cerrada". Concluyó sus palabras con: "y que no me entere yo que le dices esto a nadie, yo no te he dicho nada". Esto último me lo dijo muy cerca, haciéndome tragar su aliento, el de la moralina.

Me dijo también algo de un partido político, o de dos. Pero yo separo la basura como buen ciudadano. Por tanto, que cada quien saque sus conclusiones sobre contenedores amarillos, azules y rojos. No nos corresponde a los periodistas, o eso creo, criticar gratuitamente a ningún partido. Quiero pensar que esto es un problema de -persona-, más que de -partido-.

¿Conclusiones? Muchas. Con esas palabras, a mi juicio, demostró ser una mujer de dudosa moral, con nula memoria histórica y con democracia de marca blanca. Pero ese no es problema. El problema es que ese mismo discurso nos lo han soltado en La Palma desde tiempos inmemoriables. Que estemos en silencio, que no abramos la boca más de lo necesario. Que las cosas están bien como están y que no nos vamos a jugar un puesto de trabajo o una posición social por tres opiniones discordantes. Que hay que ser de éstos o de los otros. Y que los trapos sucios se lavan en casa.

Se acercan las elecciones, los cochinos bailan al son del voto, los micrófonos, los atriles y las sedes están que arden. Las listas van y vienen. El vino más peleón que nunca, y los discursos perfilados cada vez más. Mi intención es que nadie haga lo que esa señora me dijo. Que todos recordemos a quienes dieron la vida por poder hablar. Que un trabajo, un vecino o un amigo, si se pierden por opinar, no valen la pena. Que acabemos con el "estar calladitos" y con la moralina matraca. Que nadie se crea las mentiras que señoras como ésta escupen entre cortado y cortado. Que no desayunemos ruedas de molino. Y lo más importante: que cada uno vote a quien le de la gana, pero que vote.

Y ahora, con la venia, esta línea es para quien me dijo lo citado:

Querida, que nadie se entere que yo he dicho esto

Javier Rodríguez, Universidad Complutense

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