Advertir la culpa del vecino no exime ni justifica la propia. Que un ministro pretenda beneficiarse de su cargo para su propio beneficio es algo que a muchos ya no sorprende. Y esa ausencia de sorpresa es preocupante. El ruido está en casa del vecino de enfrente que descubre en este conflicto un poderoso argumento para descalificar a su principal adversario a las puertas de unas elecciones generales (¿casualidad?). El 21 de noviembre, si las encuestas no se equivocan, el Partido Popular ganará las elecciones generales. Sucederá entonces un carrusel de acusaciones a los desfalcos, casos de cohecho, corrupción, malversación y, como mínimo, mala gestión que ha protagonizado el Partido Socialista durante su gobierno. Igual que cuando llegó el PSOE y surgió el descrédito a la gestión del gobierno del PP. Los unos señalan a los otros y los otros responden señalando a los unos. ¡Esto no se empata, señores!
Es el mismo teatro de siempre, la misma comedia sin gracia de un libreto ya obsoleto. Una trama donde los actores juegan a intercambiar los papeles en los que quien está en el gobierno encuentra argumentos para justificarlo todo, está siempre en posesión de la verdad y muy raras veces se equivoca o lo reconoce. Una comedia en la que quien hace el papel de oposición debe atacar sin tregua, esconder alternativas (aún siendo estas buenas) sin mejorar la trama ni ganarse el favor de quienes asisten en la platea a un espectáculo lamentable y, muchas veces, infantil. Las frases se repiten. Son las mismas desde hace años, incluso décadas. Porque el guión es el mismo siempre y los actores, si cambian, recogen el papel del anterior para representarlo al pie de la letra, como un alumno aventajado que todo lo memoriza al instante y lo repite al dedillo.
Les guste o no, por mucho que griten al viento las diferencias que les separan, los unos son reflejos de los otros. Porque unos mienten y se benefician de sus cargos. Igual que lo hacen los otros. Habrá quien se considere exento pero ‘el que calla otorga". Luego se presentan tras un atril con el traje perfectamente planchado, la corbata derecha y siguiendo las instrucciones de sus asesores de imagen, que también cuestan dinero, para decir lo que no piensan, para leer un discurso que ha escrito otro. Palabras estudiadas pero que ya suenan a madera vieja. Huelen como huele la humedad de una habitación cerrada e inalterada durante décadas. Y la soberbia con la que pronuncian esas palabras, todos, (son aún más lamentables durante la campaña electoral), duelen como duele el insulto a la inteligencia de quien espera un contenido entra tanta palabrería vacía.
¿De verdad se sienten orgullosos del papel que representan? ¿Acaso no les preocupa la opinión que se han granjeado en la calle? ¿Es que no se dan cuenta que se han convertido en la diana de todos? ¿No notan el desprecio que generan a su paso? ¿De verdad están tan ciegos? ¿O es que tal vez ni siquiera les importa? Es posible que el calor de unos pocos halagos aplaque el gélido desdén de la multitud. Tal vez unas palmaditas en la espalda son suficientes para alimentar un ego ávido de ellas. Y no son unos ni otros. Son todos los que se han ganado el descrédito.
Dirigentes del siglo XX que aún no se han dado cuenta que ya hemos dejado atrás la primera década del XXI. Que hoy la gente piensa, opina y decide. Que la verdad ya no es la palabra dicha sino el hecho irrefutable. Que el escepticismo es dogma porque así lo han construido en cuatro décadas de democracia mal entendida. Porque el derecho al voto ya se tiene y el siguiente paso es darle un valor real. Porque hoy se quiere más. Hoy se exige.
Porque no pueden establecer qué es lo que necesito ni cuáles son mis necesidades, ni lo que más me conviene. Eso le corresponderá a cada uno y son ustedes, nuestros representantes públicos, quienes están ahí para cubrir esas necesidades y atender esas demandas que planteamos. Qué es lo mejor para un determinado sector lo deberán decidir los profesionales de ese sector. Y mientras tanto, continúan las mismas caras durante años paseándose por las mismas instituciones. Con más años, con más canas… Porque han hecho de la política su profesión, son los profesionales de la política, que los hay.
Sin embargo, sordos y ciegos continúan empecinados en ofrecer discursos obsoletos que huelen a rancio. Hoy, sábado 16 de octubre, en el momento en el que escribo estas líneas, la prensa se hace eco de ese movimiento que los ciudadanos han hecho llegar a todos los rincones del planeta. Un clamor popular que ha salido a las calles de ciudades como Bruselas, Berlín, París, Londres o Nueva York, cruzando océanos para llegar a Chile, Australia o Corea. Un grito de inconformismo desesperado que también se ha escuchado en Madrid, Barcelona, Tenerife… Puntagorda.
¿Por qué insisten en ignorar el mensaje que el mundo les está enviando? Pocos son los que comparten su forma de hacer las cosas. La sociedad ha cambiado y reclama su lugar. Ese que se le ha negado hasta ahora, el mismo que se ha comprado a cambio de una papeleta cada cuatro años. Apenas les respaldan aquellos que han amasado una fortuna aún mayor de la que ya poseían. Los mismos que han provocado esta situación desesperada y que se alimentan de ella. Aunque eso signifique destrozar vidas. La avaricia y la falta de humanidad se han apoderado del mundo y no hay nadie que esté dispuesto a dar ese primer paso para cambiarlo.
No conocen las sensación de una mujer que pide hora para el ginecólogo y le dan cita para el próximo año. Ustedes disfrutan de un seguro privado. No saben lo que es luchar por una jubilación decente durante décadas. Ustedes ya han asegurado su propio futuro. ¿Acaso saben lo que se siente al hacer cola para sellar la cartilla del paro? ¿Pueden hacerse a la idea de lo que significa cubrir las necesidades durante un mes con 800 euros o incluso menos? ¿Acaso intuyen la tensión que supone esa espada de Damocles que es saber que, cualquier día, en cualquier momento, se puede perder el puesto de trabajo? Muy a pesar de que la empresa registre beneficios (ustedes lo están permitiendo).
Y todo ello supone mucho más que decisiones políticas. Se trata de la felicidad de la gente. De sus vidas, la única de la que disponemos. Es el derecho a ser feliz y contar con los recursos y las herramientas para ello. Y eso no puede negarse. Hacerlo, como lo están haciendo, es echar por tierra cualquier atisbo de humanidad que nos califique como especie. Pero cabe la pregunta de si hay alguien dispuesto a dar ese primer paso para cambiarlo. ¿Alguien se atreve?
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