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Marynieves Hernández/Caracas

Lo que yo miro

  • A todos aquellos que habiéndose marchado, llevo aún su recuerdo en mi memoria

A toda mi gente canaria, especialmente a los palmeros. A los inolvidables vecinos de mi pueblo. A todos aquellos que habiéndose marchado, llevo aún su recuerdo en mi memoria con toda mi fuerza y todo mi cariño.

Miro lejanía.
Miro azul crecido. Crecido de ansia. Crecido de amor.
Miro islas. Veletas ancladas en las aguas de mi mar.
Miro noches de astros cercanos y brillantes invitando
a soñar y a volar por el infinito misterioso y sensual.

Arco iris de Otoño miro.
Miro al labrador y al campesino.
Al pescador que engarzado en las olas se hace canto del mar.
Al campesino incansable de esperanza sin fin.
En mi paso impalpable,
en la voz de mis días,
es la flor de mi ramo la tierra que ahora miro.

La distancia no importa, ni el tiempo, ni el espacio.
Miro al mar, miro al cielo, a las suaves montañas
de mi pueblo,
a las grajas que cantan primaveras,
océanos bruñendo las orillas,
el brillo en los contornos,
la sombra en su interior.

Miro eucaliptos
miro su rara flor.
En los amaneceres aplaude el resplandor.
Mis ojos se deslumbran
con la trémula estela que la luna da al mar.

Letras azules
poemas que danzan en el viento.

La niebla que se quiebra,
la piedra y sus destellos,
las flores blancas y menudas del camino,
las ciruelas colgando de los árboles,
la vid cuando retoña,
los senderos violáceos del volcán.

Mis ojos siempre miran los navíos anclados,
el brillo de las goletas,
los pescadores que faenan con la red,
los buques que se alejan
llevando en sus banderas
bordado un corazón.

La luna derramada dorando el malpaís.
Una guitarra espera una canción.
Raíces emergiendo, encendidas,
hogueras en la noche de San Juan.

Miro los pescadores en el atardecer
trayendo en sus barcas los colores
que le han robado al mar.
Miro el rostro placentero de mi abuelo
contemplando sus campos de vid y de mies.

Resplandores rojos y amarillos
detrás de las montañas,
arreboles del ocaso.

Miro las ciudades y los pueblos,
miro toda su blancura.
Las fuentes que gota a gota se van llenando
para apagar la sed de nuestra gente.

Nubes de pajarillos coronan las higueras.
El verde oscuro de los platanares
refresca las pupilas,
endulza el corazón.
El rumor de las acequias me adormece.

Miro aborígenes que engarzando mis palabras
hacen collares para adornar su pecho.

No importa la distancia, ni el tiempo, ni el espacio.
Estoy con nuestra gente. La de allá y la de acá.
Porque ellos, como yo, están llenos de estas cosas
que nos desborda la sangre como canto,
como fruto, como miel o como flor.

¿Qué podrá ser tan majestuoso y admirable a los ojos
como los picos de nuestras montañas,
la rareza de los volcanes,
la profundidad de los acantilados,
la exuberancia de nuestros bosques?

Le pido a las nubes del ocaso que nos empapen con su esplendor. A mí, a ustedes y a todos aquellos que nos sucederán.

Marynieves Hernández

 

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