Estaba yo pensando que si hay un amor que me dure toda la vida es el mar, fuente de salud. Una mañana, sobre las siete, en pleno invierno y con pelete, observé a una mujer mayor de edad, peinando canas, que, tras quitarse su batilongo, se zambullía en el mar, daba unas cuentas brazadas, y salía con cara de felicidad y unos buenos días que reconfortaban. La escena se repetía y un día le pregunté, “¿cómo está el agua?”. “Buenísima, mi hijo -me respondió-, fresquita que da gusto, dese un baño y verá qué placer, se me despeja la cabeza, me baja la tensión, y es como si mi cuerpo perdiera peso, y como duermo poco por las noches, regreso como nueva a mi casa”. Por su deje reconocí la voz de una bagañeta, y le pregunté si era de Tazacorte. “Sí, allí nací y allí me crié, en el Puerto, solo que ahora vivo en Tenerife porque enviudé y mis hijas me han traído para acá, echo tanto de menos la playa de Tazacorte que gracias que tengo aquí el mar, y esto me da vida y salud. Pero eso sí, lo siento por mis hijas, cuando llega el verano, les dejo mis nietos, cojo el avión, y me voy para La Palma”.
Aunque hijo y descendiente de palmeros, nací en una casita terrera alquilada en la playa de Puente Mayorga, San Roque, provincia de Cádiz, frente al Peñón de Gibraltar. Allí vivía mi padre, carabinero, con mi madre, porque en la casa cuartel, muy pequeña, hoy Casa de la Cultura, solo había vivienda para el cabo, y los guardias alquilaban habitaciones próximas. Pronto me remojaron en el mar, y en él mi madre me bañaba todos los días. Me contaron que disfrutaba mucho y no le tenía miedo al agua. La casita sigue igual, algo mejorada sí, y varias veces he vuelto a bañarme en la misma agua, y sentado en la misma arena, medito y sueño, convencido de que de ahí me viene la pasión y el cariño por el mar.
Mis padres querían regresar a La Palma con sus padres y sus muchos hermanos, pero el sistema no lo permitió hasta que pasaron unos duros años en Cortes de la Frontera, Málaga, donde nació mi hermano, hasta que llegó el destino a Canarias, pero no a La Palma, y como el régimen no quería que los guardias civiles vivieran cerca de sus familias, lo destinaron a Gran Tarajal, Fuerteventura, donde el agua del mar, con la marea, solía entrar en el patio de la casa cuartel, una antigua casona de la misma playa, con la tienda del pueblo enfrente, la escuela cerca, y junto al mar que tanto disfruté. Todos los años vuelvo a Gran Tarajal, y aunque la casa cuartel ha sido sustituida por un nuevo edificio, me baño en el mismo lugar y me siento a meditar en la misma arena, un auténtico placer.
Tras muchas instancias, llega el destino a Tijarafe, La Palma, donde, como la casa cuartel era pequeña, vivimos en una rústica casita de alquiler, que he visitado varias veces. Cuando llovía mucho, nos teníamos que mover en la cama para evitar las goteras, y aunque sin playa, teníamos escuela, aljibe, cueva despensa, huertas y frutales. La casa cuartel fue demolida, pero en mi memoria queda muy viva la imagen de una mujer que, estando sentado en la puerta del cuartel, llegó con una pistola en la mano mientras se la entregaba a mi padre confesando que había matado a su novio, tal como relata la novela de Marcelino Rodríguez, La fuerza de la maldición. Con el destino a Granadilla, donde nace mi hermana, llegaron los baños de El Médano, con el traslado a Los Llanos de Aridane, los de Puerto de Naos y Tazacorte, en la playa de Gandarío, La Coruña, con los cursos de vela y patrón de yate, de estudiante de Medicina en Cádiz las playas de la Caleta y La Victoria, y ya de regreso trabajando en Santa Cruz de Tenerife, Las Gaviotas y Las Teresitas, y tantas calas y rincones de todas las islas como hoy el mar de Radazul, y siempre, por algo será, buscando el placer y la compañía de ese amor de toda la vida que es el mar.
*Doctor en Medicina y Cirugía
jvicentegbethencourt@yahoo.es
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