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Horacio Concepción García

El Pinar de Garafía

  • Una de las masas forestales más espectaculares de las islas

Pino Cruz del Castillo.

El pino de Canarias (Pinus Canariensis), vegeta en la isla de La Palma antes que los antiguos pobladores de Tagalguen (Garafía), los awaras, desembarcaran en ella; es un árbol de longevidad considerable, el más alto y esbelto de la flora canaria, y en su corazón nace la tea; puebla nuestros montes silenciosos donde reina con su homogeneidad, acompañado por gamonas, gramíneas, tomillos, jaras y otras matas leñosas. Uno de los mejores lugares de Canarias para contemplar estos gigantes de la naturaleza en su mayor esplendor, es el espacio natural protegido de la Reserva Natural Integral del Pinar de Garafía;  con una extensión de 984,1 hectáreas, y a una altitud entre los 1125-2125 metros, dentro del límite del municipio de Garafía, a excepción de una pequeña parte que pertenece al municipio de Barlovento, fue declarado por Ley 12/1987 de 19 de junio, como paraje natural de interés nacional del Pinar de Garafía, y reclasificado a su actual categoría por Ley 12/1994 de 19 de diciembre, de Espacios Naturales de Canarias. Pero la relación entre el pinar y los garafianos no ha estado exenta de sempiternas y arduas historias, desde la llegada de los primeros colonos portugueses que se dedicaron a la producción de la brea, o su utilización para otras tareas como la construcción. Los troncos de tea (las toses) eran arrastrados desde el pinar por vacas o bueyes, para más tarde convertirse en: frechales, jibrones, tiseras, cajas de tea, aljibes, o en los espectaculares molinos de viento que surcan el paisaje garafiano.

En el siglo XVIII, donde la crisis vitícola afectó más a La Palma que a ninguna otra isla; en el XIX, donde la grave recesión económica se puso de manifiesto a través del estado de pobreza y miseria generalizado, siendo particularmente la primera parte de este periodo el más devastador para todos los montes de la isla, que acusó los diversos conflictos relacionados con la ocupación de las tierras públicas, por parte de los propietarios colindantes con el monte, originando una gran cantidad de incendios y talas ilegales que causaron la práctica destrucción de los montes; y en el siglo xx, hasta entrados los años 50, se cometieron una gran cantidad de expolios en los pinares garafianos [Concepción García (2013), p.12]. Las enormes toses eran embarcadas por los fondeaderos como el de Santo Domingo, el barranco de Fernando Porto, la Fajana de Franceses, etc., rumbo hacia las grandes ciudades canarias. Estos pequeños embarcaderos, que se utilizaban principalmente para la exportación de productos forestales y ganaderos, se siguieron empleando durante el siglo xx. Se arrojaban al mar tanto troncos como animales y luego se pescaban para izarlos a los barcos [Pérez Afonso (1999), v.7 p.1637].

Por las crónicas de la Conquista, conocemos que antes de la misma la vegetación llegaba hasta la misma orilla del mar, en aquellos tiempos nuestros bosques eran poblados por árboles majestuosos y placenteros lugares donde emergían abundantes manantiales, mientras que entre los años 1850 y 1880 ya sólo quedaban escasos restos concentrados en los lugares más inaccesibles; «… después de la conclusión de la guerra declarada a las poblaciones indígenas, se ha hecho la guerra a los montes, y su entera destrucción será la consecuencia de tal ceguedad…». Venturosamente, entre los años 1845 y 1880, personas e instituciones insulares comienzan a tomar conciencia de la importancia que los montes tenían para las islas, promulgando la ley de 8 de enero de 1845 que fue vital para poder velar por su conservación y evitar los incendios y destrozos, persiguiendo a los culpables [González García (1992), v.2 pp.123-137]. En este año se describía así a Garafía: «…edificada en unos barrancos profundos. Produce 6,500 fanegas de granos, 2,000 arrobas de vino y 2,800 de patatas, su industria se reduce a unos cuantos telares de lienzos y tejidos de algodón: tiene 3,000 habitantes…» [V. Pruneda (1848), p.78].

Los esquilmos en los montes se producían muchas veces por las conflictos entre las propias autoridades de las islas, como cuando en 1807, desde la Audiencia  Provincial, se denuncia al ayuntamiento de Garafía por adjudicarse facultades en el reparto del monte público, en terrenos baldíos y por permitir las rozas de montes. Unas tierras en la Lomada del Tablado que habían sido cedidas a los vecinos allá por el año 1761, con el fin de cultivar papas y millo, y con posterioridad en 1781, con la obligación de pagar el quinto de  los granos que cultivaban (cebada, centeno, chicharos, etc.), fueron el origen de este pleito. Se acusaba a los vecinos de rozar los pinos de estos terrenos para cavar las raíces de helecho, alimento de los más necesitados, y para sembrar sermenteras [Lorenzo Rodríguez (ca. 1900), v.3 pp.278-283]. Otro incidente de este tipo fue el ocurrido el 30 abril de 1858, en el que fueron embargados en Santa Cruz de La Palma setecientos quintales de tea en raja procedentes de la Fajana de Franceses, que transportaba el buque nombrado Andoriña, por el cual fueron sancionados el alcalde de Garafía, don Domingo García Medina, el secretario, don Antonio González, el guarda mayor de la comarca, don José López Patiño  y el guarda local, don Francisco Rodríguez, todos acusados de corte y extracción ilegal [B.O.E. S/C de Tenerife 29/05/1858]. Incluso desde las autoridades provinciales se paralizaban las subastas de pinos en los montes de esta isla, como cuando en 1869 se subastaban 60 pinos en pie en Puntallana y 66 pinotes en Garafía, con pretexto de utilizar estas pujas de tapadera para cometer a su sombra los más escandalosos abusos en los montes [El Time, 22/05/1869].

Los incendios eran una plaga que asolaban los montes con tal asiduidad, que hoy en día quedaríamos espantados por su  naturalidad; en 1869 se hablaba de cuatro, nada menos, simultáneamente en los pueblos de Mazo, Garafía, El Paso y la ciudad, todos causados intencionadamente [El Time, 24/09/1869]. Así eran descritos en la época: «Ya no son mensuales los incendios en nuestros montes, ya no son ni tan siquiera semanales, están como los arrastres de maderas […] á la orden del día. La codicia de las llamas es insaciable. ¡El ángel del exterminio parece tener tendidas sus rojas y negras alas sobre nuestros montes!» [El Grito del Pueblo, 1/04/1897]. Uno de los más devastadores fue el de 1897, que afecto a Garafía y Puntallana, y que mantuvo ardiendo los bosques durante semanas; pero posiblemente el que mayor hechos desgraciados haya dejado en el pueblo Garafia fue el de 1902, en el cual perecieron dos personas carbonizadas, hubo muchísimos heridos, 1.500 viviendas entre casas y pajeros quedaron destruidas, resultando también reducida á cenizas la ermita de San Antonio de Padua, además de 200 cabezas de ganado que fueron pasto de las llamas. Pero aun así, dentro de tanta calamidad, según las crónicas del momento, Garafía era el municipio que mejor sabía conservar sus montes puesto que no pagaba celadores, y sin embargo contaba con grandes extensiones, mientras que los demás pueblos con celadores, guardas y sobre-guardas, no contaban con tan esplendidos bosques [La Asociación, 23/12/1881]. Estos incendios no solo afectaban a los pinares, también las casas hechas con la tea sufrían sus estragos, como el horroroso acaecido el 29 de diciembre 1896, cuando se redujo á cenizas la casa-escuela pública de niñas de Garafía, donde servía como maestra doña María Antonia Lorenzo casada con don Antonio Pestana, secretario del ayuntamiento, entre las llamas pereció su hija de dos años de edad, mientras que una anciana y un niño de algunos meses ya casi asfixiados pudieron ser socorridos [La Opinión, 12/01/1897]. Otro hecho desafortunado fue el acaecido en 1883, cuando fueron incendiadas las Casas Consistoriales del pueblo y se perdió toda la documentación de su archivo [El noticiero, 15/12/1894].

Para concluir esta breve reseña histórica sobre los montes de Garafía, podemos afirmar que aunque la presión ejercida sobre los mismos por el modelo socioeconómico imperante en el Archipiélago durante siglos ha sido muy intensa (hasta los años cincuenta de la pasada centuria), por el papel tradicional que el monte desempañaba en la vida del campesino palmero, hoy en día tenemos el privilegio de admirar una de las masas forestales más espectaculares de las islas.

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