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Marynieves Hernández/Caracas

En medio del Atlántico

  • Si tuviera que nacer mil veces, allí quisiera nacer

Vendimia 2014. Foto de Saúl Santos. Arhivo.

En medio del Atlántico hay un lugar que amo. Hasta él me traslado con frecuencia con todo lo que en mi palpita, con todo lo que de él guardo. Allí, desde la más alta y pura roca, miro sus pinares, sus arenas de colores, las azules piedras de los volcanes, la luna dorando los tejados, la quietud infinita sobre los platanares verdes, las hojas doradas de la vid, las huertas de mies salpicada de amapolas. Allí, siento también el soplo de los alisios, el olor a rezos que escapa de las iglesias, la tibieza de los hogares en la reverberación de los pucheros, el sonido del almirez en las manos de mi madre; aquel sonido como de alegre repicar de campanas que me trae el recuerdo de los ricos manjares en los días festivos y los almuerzos veraniegos; el olor a pescado frito, a mojo palmero con aquel color rojo tan característico en su espesura a base de almendras tostadas y pan frito.

Sigo amando y añorando el hogar donde nací y crecí, hoy, deteriorado por el tiempo y el abandono. Añoro los vestidos de percal estampado que me confeccionaba mi madre con sus manos de artista; los de seda, con nidos de abejas (así le llamaban). Los abrigos de paño para la Navidad y Año Nuevo. Añoro los amigos de la adolescencia, el cariño sincero que nos prodigábamos. Añoro aquellos ratos divertidos y alegres en los ensayos de comedias, obras de teatro, el coro de la iglesia o los bailes del folklor canario. Añoro a mis maestras, a los sacerdotes que tanto bien nos dispensaban con su orientación y cariño: Fruto de la tierra, nacido de la tierra misma. De esa misma tierra sedienta de lluvia, herida por las espinas que arañaban sus días, sin Himno y sin Bandera. Allí sola, en medio del tiempo, con los párpados sangrientos y la paz que nos daba. Con la sencillez en su hermosura. Con la dulzura espontánea de sus cosas, como la miel de sus colmenas, y la paz de los telares.

Bajo la noche de sus campos hay un canto derramado. Un árbol que renace, frescas heridas de nuestra propia ausencia. Y viene a mi memoria la frase de William Faulkner, cuando dice: "El pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado".

Y con ese pasado aún presente, vuelvo a mi lugar, a mis sueños, donde otros amaneceres me esperan; grandes y florecidos árboles; guacamayas azules; loros verdes y turpiales de pecho amarillo que anuncian la salida del sol. Yo solo intento ser poeta en medio de este amor por todo y por todos, desde donde sigo amando a mi pequeño gran país. Amo sus raíces de volcán solitario. Si tuviera que nacer mil veces, allí quisiera nacer. Allí, en sus áridas orillas frente al mar, mirando la infinitud del horizonte. Y crecer, crecer con esas ansias de volar, enarbolando en mis alas la esencia de su fragancia, el azul verdoso de las olas, el suave frescor de su llovizna matinal y ese profundo ramo que desde los barrancos se eleva cada noche junto a las estrellas, para iluminar las copas de los volcanes.

Marynieves Hernández, una fuencalentera que vive en Venezuela pero que nunca olvida a su tierra.

 

 

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