La fe en el resucitado nos habla de un Dios que eleva a su lado al crucificado y que, de ese modo, niega que la muerte tenga la última palabra. Es un Dios que empuja la historia hacia una esperanza que trasciende más allá de lo razonablemente esperable en nuestra vida. Por supuesto, como todo lo demás que tiene que ver con el esfuerzo teológico, el misterio de Dios supera con mucho nuestra capacidad de comprender y formular lo que, por otro lado, es una experiencia en la vida de no pocas personas.
Los estudios del Grado de Teología los realicé en Granada en los primeros años de los 90. Algunos de los estudiantes jesuitas vivíamos en una pequeña comunidad con otros dos compañeros en el barrio de Almanjáyar, habitado mayoritariamente por la comunidad gitana. Las situaciones de pobreza y muerte se mostraban a las claras, sin los apaños con las que las envolvemos en nuestra cultura del éxito, tan duramente golpeada ahora por la pandemia. Por entonces, enfermo de un cáncer que acabaría llevándose su vida, teníamos al profesor Enrique Barón SJ, como titular de “Cristología”, la asignatura que nos presentaba a Jesucristo, su historia, su mensaje y la fe de la Iglesia en torno a él. Sus clases se basaban en unos apuntes que nos pasaba para la lectura. El aula tenía su sentido por nuestras preguntas y los comentarios del profesor. En una de sus clases, mientras estudiábamos el significado de la resurrección en la Escritura y en la Tradición, le pregunté: “Profesor, no sé si entiendo bien, pero, al escucharlo, tengo la impresión de que la fe de la Iglesia en la resurrección de Jesús no significa que el cuerpo de Jesús volviera a nuestra vida”. El profesor Barón nos explicó que, efectivamente, de ningún modo el resucitado había vuelto a nuestra vida, lo que hubiera supuesto que se le podría volver a matar, que podría enfermar o que envejecería hasta el tiempo de morir de nuevo.
Desde aquellos años de estudios teológicos en Granada, quedó en mí siempre un especial interés por estar atento a lo que se escribiera sobre la experiencia de fe en el Cristo vivo. Así que fue una experiencia gozosa contar en los estudios de Radio ECCA, en febrero de 2009, en Diálogos de Medianoche, con la presencia del profesor Torres Queiruga, antiguo alumno de la Universidad de Comillas en su sede de la localidad homónima de Cantabria. No olvido nuestra interesante conversación radiofónica. Respondía con paciencia pedagógica a mis preguntas, con una suerte de serenidad en su palabra a la que manos y mirada añadían fuerza y reflejaban la pasión del intelectual que comparte sus reflexiones. En el diálogo, pasábamos de su vida y sus publicaciones a sus convicciones y explicaciones en torno al modo en que, desde la teología, se puede atisbar la experiencia de Jesús que tuvieron quienes se encontraron con el resucitado. De aquella conversación, hay tres preguntas que pueden ayudarnos a entender la reflexión teológica sobre la resurrección.
“Profesor, el 24 de marzo de 1980, mientras decía misa, matan a monseñor Romero, Arzobispo de San Salvador, con 62 años. ¿Está muerto?”, le preguntamos tratando de encontrar, si lo tenía, sentido alguno a aquel asesinato. “Pues yo creo que está vivo”, nos contestó el profesor Torres Queiruga. Nos habló de que el Amor de Dios no deja a nadie atrás. Nos explicó que, incluso en nuestra historia, en los efectos de su vida y mensaje, Monseñor Romero sigue vivo.
Recordé entonces a las personas que trabajaban en el basural de Cateura, durante mis años en Asunción, que hacían tumbas para los “angelitos”. Así llamaban a los bebés que la gente de la ciudad tiraba según nacían. Podrían también entrar aquí los fetos humanos o los pequeñines que fallecen con unos meses. Por eso pregunté al profesor Queiruga: “¿Y los bebés que mueren con apenas nada de vida? ¿También pasan a la vida de Dios?”. Me sorprendió su respuesta. “El profesor Rahner solía decir que había preguntas para las que no hay respuesta, que se dejan al misterio de Dios”, nos dijo Torres Queiruga refiriéndose al pensamiento de uno de los más grandes teólogos del siglo XX.
Finalmente, me animé a preguntar por la propia resurrección de Cristo: “¿En qué consistió la experiencia de las primeras personas que vivieron el encuentro con el resucitado?” “No lo sabemos”, contestó raudo. Nos vino a decir que las narraciones de los Evangelios no son el resultado de una grabadora o un vídeo tomando nota; ni siquiera son el resultado de la lectura de una documentación de primera mano. “¿Ah, no?”, le pregunto. “Entonces se entregaba la sabiduría a la tradición oral, no a la documentación científica”, señaló el profesor Torres Queiruga. “¿Y?”, insisto. Con su respuesta nos muestra que no tenemos una crónica histórica, sino una narración teológica de lo que sucedió con Jesucristo. Eso es lo que contaron quienes vivieron con él, tras acompañarlo por los caminos de Palestina, escuchar su predicación y asistir atónitos al proceso que condujo a su muerte.
El profesor Barón, nuestro maestro en Cristología, dejó escrito un diario sobre su enfermedad. Posteriormente, algunas de sus entradas fueron publicadas por sus compañeros de claustro en la revista Proyección. Me resultó simpática aquella en la que se refería a las disputas académicas, a veces encarnizadas, y sonreía al considerarlas insignificantes una vez puestas ante el Amor de Dios, una vez traspasado el umbral de esta historia nuestra. El empeño por entender todo parece siempre un poco ridículo y necesitado de una mayor confianza (fe). Nos decía que era una cuestión de volumen: “Dios es tan grande que se siente a sus anchas en lo más pequeño”. Así concluía el profesor Barón una de aquellas anotaciones en el diario de su via crucis que, al fin y al cabo, era también su via lucis.
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