“Nuestras oraciones han sido demasiadas veces para pedir o agradecer la victoria. Debemos orar solo para pedir y agradecer la paz”. Son palabras del P. Alexey Uminski, ministro de la iglesia ortodoxa rusa, en conversación con el periódico Novaya Gazeta. Andrey Kordochkin, párroco ruso de Santa María Magdalena, en Madrid, nos pone un buen ejemplo de esta actitud: narra también para la misma publicación que, en la segunda guerra mundial, John Shakhovskoy, exiliado ruso en Estados Unidos y, por entonces, obispo ortodoxo de Brooklyn, señalaba que “las manos del Führer son las manos de un cirujano que debe extirpar el tumor canceroso del comunismo de Rusia”. Oraba por la victoria, no por la paz. La postura denunciada por los padres Uminski y Kordochkin no nos permiten mirar a Rusia, Ucrania y sus iglesias con condescendiente superioridad moral. Nuestra historia nos muestra igualmente orantes por la victoria.
Antonio Spadaro SJ, en entrevista en Milano Finanza, saluda con alborozo el manifiesto “de un grupo de 233 sacerdotes y diáconos de la Iglesia Ortodoxa Rusa” con “un fuerte llamamiento a todos aquellos de quienes depende el fin de la guerra en Ucrania”. Este grupo define la situación como “fratricidio” y pide la reconciliación y el cese inmediato de los enfrentamientos. Spadaro muestra el deseo de un posible encuentro entre Francisco, papa en Roma, y Kirill (Cirilo), patriarca ortodoxo en Moscú. Y asegura: “Es importante recordar que, con Francisco, la diplomacia vaticana no divide el mundo en buenos y malos, sino que dialoga con todos en un intento de encontrar un punto de equilibrio donde sea posible”. Insiste Spadaro en mostrar que, aunque la comunidad católica no es mayoritaria ni en Rusia ni en Ucrania, Roma no mira para otro lado. Tal y como hizo en 2013 con el conflicto en Siria, Francisco convocó el pasado 2 de marzo una jornada de ayuno y oración (las “armas de la Iglesia”, así las describió Francisco) por la paz, no por la victoria. El Papa insistió en dejar clara la tristeza que nos atraviesa cuando constatamos que dos países pretenden resolver sus conflictos mediante la guerra.
Pavlo Smytsnyuk, director del Instituto de Estudios Ecuménicos, ubicado en Ucrania, señala que las Iglesias de Ucrania, todas ellas, han condenado rotundamente la invasión. No solo la iglesia independiente de Ucrania, sino también aquella que depende del patriarcado de Moscú. Así, calificó la invasión rusa de “repetición del pecado de Caín, quien por celos mató a su propio hermano” y aseguró que “tal guerra no se puede justificar, ni ante Dios ni ante la gente.” Smytsnyuk, que no es ingenuo y sabe del poder del nacionalismo, muestra el peligro de que la unidad entre las diferentes tradiciones cristianas (y también las menos numerosas judías y musulmanas) sea solo un eslogan para favorecer la resistencia armada contra los invasores. De hecho, señala que las iglesias han bendecido a los ejércitos. Por eso, enfatiza la necesidad de que sintamos, “incluso con dolor” (citando a Dostoievski y su mirada sobre el mal en el mundo), la interconexión con todas las víctimas. Señala que el día que acabe la guerra será muy difícil la reconciliación entre rusos y ucranianos. Para que sea posible, hoy corresponde a las iglesias “estar con aquellos que sufren y están aterrorizados (…)”, porque “…el amor de Cristo nos llama a estar unidos y apoyar a los que están siendo asesinados por el deseo de ser libres”.
Estudiaba teología en Granada cuando George H. W. Busch respondió a la invasión iraquí de Kuwait (agosto de 1990) con el envío de una fuerza multinacional. Recuerdo lo que me impresionó que alguno de mis profesores, gente que yo valoraba mucho, entendía que se trataba de una guerra justa, de un deber moral. Doce años después, el nuevo presidente Bush, con apelaciones al derecho internacional y a las armas de destrucción masiva, desembocó en una nueva guerra. Como ahora Francisco, entonces Juan Pablo II condenó la guerra e hizo todo lo posible para evitar la invasión. Por supuesto el Papa no apoyaba a Sadán y sus políticas. Únicamente proclamaba un contundente no a la guerra. Tras cientos de miles de cadáveres, los años que siguieron a la invasión de Irak supusieron el desgobierno, el crecimiento del Daesh (ISIS), más destrucción y odio en una sociedad que acabó expulsando a muchas de sus minorías y es hoy todavía incapaz de recuperar la convivencia. No sirvió de nada ganar aquella guerra porque se hizo imposible ganar la paz.
Personalmente no encuentro nada bueno en la invasión en curso estos días. Ni tampoco encuentro justificación alguna, por más que pueda entender que Putin tenga una visión de la identidad nacional rusa diferenciada. Ningún sentimiento nacional, por justo y apropiado que pueda parecer, justifica una invasión. Por lo demás, esos motivos ponen en marcha procesos difícilmente controlables. No es una buena noticia que se hable de guerra nuclear. Tampoco lo es saber que la Unión Europea es más “unión” cuando se habla de guerra y aumenta sus presupuestos de defensa. No tiene sentido orar por la victoria. Entre otras cosas porque la guerra es ya en sí misma la derrota. Todos los pueblos estamos siendo derrotados en Ucrania. Primeramente, las víctimas de la violencia, incluidos los jóvenes soldados cuya movilización se justifica en un mito nacional cuya realidad nunca conocieron, ni siquiera su última plasmación en la Unión Soviética. También pierde la Unión Europea que aumenta sus presupuestos bélicos y muestra un criterio sangrante a la hora de establecer qué personas y naciones merecen el refugio y cuáles deben ser rechazadas en nuestras fronteras. Pierde la sociedad rusa, cuyos jóvenes también mueren en la guerra, que se ve sometida a aislamiento y carestía. Pierden también, pierde humanidad, las sociedades y sus gobernantes que, con cinismo pragmático, valoran la situación como una partida de ajedrez que hace de las vidas humanas peones descartables mientras se lucha por el poder.
La oración y el ayuno, las armas de la Iglesia, son aparentemente poca cosa. Pero nos ayudan a salir de nuestros intereses y egoísmos y a sentir con mayor fuerza, con mayor dolor, la interconexión con todos los seres humanos víctimas de tanta violencia. Con Francisco, desde la Iglesia, desde las Iglesias, lo primero es el no a la guerra. Todo lo demás es siempre trabajar para ganar la paz.
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