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Opinión
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Veraneando entre dos aguas

Llegaron los meses de julio y agosto y con ellos los días de veraneo. Estamos acostumbrados a asociar el veraneo con días en la playa y chiringuitos para refrescarnos con una cervecita frente al mar, excursiones por la montaña, baños en los ríos de parajes naturales, helados y granizadas para refrescar las gargantas, viajes a otros países, retorno a los pueblos, y reencuentros familiares. Sin embargo, en mi caso, que vivo en la isla de La Palma, y soy cordobesa, el verano me conduce directamente al interior, a la península, y más concretamente a una de la ciudades más calurosas, la hermosa Córdoba. Gracias a estos viajes he vuelto a reencontrarme con la ciudad en la que nací y me crie, y me he sumergido de nuevo en su pulso, sus extremas temperaturas (superiores a 40 grados), de joven tan llevaderas como un paseo con sandalias nuevas o una noche bajo las estrellas en el cine de verano, pero que ahora (con la perspectiva de la edad) arrastran cierta penuria porque el calor en la vejez abruma algo más las horas y tantas noches seguidas sin poder salir a la terraza se tornan en moradas dentro de unas tenazas.

Tras un mes de veraneo en casa de mis padres con ellos y mi hija, me topo con un artículo que habla de las chicharras y por fin conozco el nombre del sonido que estas producen: estridular. Y como siempre ando rondando la poesía, me pregunto cómo los poetas viven, perciben y describen en sus versos la insistencia y la fatiga de este eterno eco que se extiende por toda la campiña, o cómo conviven con este calor que te apresa y te sube a los cubos de esta estrepitosa noria que es el verano cordobés que no deja de girar. Verano que apelmaza como una camisa de fuerzas sin apenas llevar ropa encima; tedio y sobrepeso que es el aire andaluz en los meses de julio y agosto semejante a incienso pues está siempre ardiendo y huele a jazmín superviviente y flor de adelfa o buganvilla que no se rinde bajo la eterna luminosidad. Este verano en que las palomas coinciden en las fuentes para echar un trago de agua y los árboles resisten tratando de no palidecer. Solo el verdor acartonado de las encinas y los pinos o el plateado de los olivos y el color blanco de las casas del casco antiguo, del mármol bajo el agua del pilón, de la piel clara del Cristo de los Faroles o de las hojas de los álamos blancos tintineantes junto al Guadalquivir, consiguen refrescar la mirada para no hacernos desfallecer.

La verdad es que hay un tono calamitoso en el sonido de las chicharras en el verano cordobés, y su ronroneo seco contrasta aún más frente al mutismo del río, estancado bajo los arcos del Puente Romano. Hasta malhumoradas las hormigas parecen querer picar más de la cuenta imitando a las avispas, y los turistas solo buscan sombras bajo los naranjos donde poder beber y beber. Hay cierta reminiscencia de ceniza del volcán de la isla en los días nublados, cuando la temperatura no deja de ascender y superar día tras día los cuarenta grados, y los campos de girasoles con la cabeza gacha se rinden bajo un sol despiadado que parece enloquecido en su brillo desmedido.
Y descubro en los versos de Antonio Machado «dentro de un olmo sonaba la sempiterna tijera/ de la cigarra cantora, el monorritmo jovial,/ entre metal y madera,/ que es canción estival». Hemos de reconocer el acierto en los materiales que menciona (metal y madera) porque el sonido de estos insectos es como un gozne dubitativo e insistente, además recuerda a las carracas de navidad en su forma casi violenta de aturdir el acompañamiento en cualquier canto de villancico. También remite su constancia a la cadena mal engrasada de una bicicleta aventurándose a subir por carretera hasta Sierra Morena. Pero supongo que esas chicharras de Soria son más septentrionales que las de Córdoba pues las tilda de joviales, lo que las hace livianas y así no logran parecerse a las de aquí, agónicas y ubicuas desplomándose sobre la atmósfera. Así que seguí rebuscando entre mis libros de poemas otro que reflejara con aún más contundencia la dureza del verano, y he aquí lo que encontré de la pluma de Antonio Gala: «Y nosotros ¿qué haremos?/ Los nacidos en tierras soleadas/ donde todo es como una jadeante/ pedrería, que cálida alimenta/ al indomable tigre del verano […]». Cuánta verdad supo transmitir en tan solo cuatro versos, en los que esta histórica ciudad es pasto para la fiera salvaje estival.

Una mañana en la piscina, le pido opinión a un amigo de mi padre de lúcida y portentosa conversación, le pregunto —si tuvieras que elegir una adjetivo para describir el verano cordobés, ¿cuál sería? Y tras pensarlo un momento dijo —¡supremo! A partir de ahí múltiples palabras se deslizan por mi mente como por un tobogán: califal, regio, ilustre; para nada intermedio. Y entonces abro el libro de narrativa histórica “Los baños del pozo azul” de Jesús Sánchez Adalid, y en sus primeras páginas y primeros diálogos hallo “ —¿Qué haces por aquí a estas horas?/ —No podía dormir por el calor —respondió él un tanto azorado—. ¡Este horroroso verano!”, y un poquito más adelante vuelve a mencionar “era el caluroso mes de julio”, sumergiéndonos además de en la vida de Subh, mujer andalusí, madre del califa Hisham, en las intrigas políticas de aquella época histórica entre los siglos IV y X en Córdoba. Y confirmo que desde la época califal el calor aquí sí es de verdad y se muestra en su máximo apogeo. Como las culturas y los pueblos que en esta tierra convivieron, como sus grandes filósofos, artistas, poetas, personajes de renombre.

Y entonces me topo con un último poema: «Albahaca/ tronchada/ Sobre la rama/ calla la cigarra», de Jose Mª Hinojosa titulado quietud, y el avión aterriza en la isla de La Palma. En mi balcón la albahaca sigue creciendo alzándose cada vez más alta y no hay rastro de las cigarras en el sonido ambiental de las calles y las plazas. Y esta quietud templada no rechina en el ambiente aunque hay sudor y también hay horas donde el calor aprieta, y esta quietud del alma me hace sentir en casa como la transparencia del agua en los chorros de las fuentes de Córdoba. Y entre ambas voy y vuelvo y navego sobre el Atlántico, y las chicharras se exasperan por no poder embarcar rumbo a esta isla donde sí callarían nada más poner sus patas en tierra. Y entre culturas el mestizaje dora la piel y va sembrando nuevas tierras y primaveras por florecer. Y entre ambos veranos siento el calor como zarpazos o arañazos, y en las noches cordobesas invoco la brisa de La Palma para que refresque las noches, y en los días en la isla evoco el calor constante que te lleva a extrañar hasta el fatigoso soniquete siempre a bordo de las chicharras; alternando el raciocinio y desalojando el suplicio. Y el veraneo en el interior se vuelve una travesía, bueno, un cabotaje a la inversa (sin alejarme demasiado del océano), yendo del Atlántico a la piscina y de la piscina al Atlántico, sin apartarme tampoco de la costa, excepto para divisar la isla, la isla Bonita (adjetivo “que le queda pequeño a una isla tan excepcional” tal y como menciona Alfredo Rodríguez-Marrón en su libro de poesía y prosa).

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