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Opinión
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Martin Eden

Carta abierta al alcalde de Santa Cruz de La Palma

  • A propósito de la gestión de los residuos domésticos en la ciudad

Estimado señor alcalde: Leído el aviso referente a la nueva gestión de los residuos domésticos, en el que se manifiesta la intención de mejorar la calidad de vida y la imagen de nuestra ciudad, no puedo por menos de preguntarme por qué estas buenas intenciones no se han llevado a la práctica con el mismo empeño, y aun a golpe de normativa municipal, en otras ocasiones en que pudo y debió hacerse, como cuando se permitió que el parking de la Avenida del Puente dispusiera de semejantes accesos peatonales al mismo, accesos de una falta de estética y una fealdad ofensivas: cuatro bloques de hormigón pintados de granate junto a los que, para más inri, se vienen colocando los contenedores de basura, siendo esta una de las imágenes que más desluce la ciudad, que mayor aversión suscita entre los vecinos, máxime si se compara con la de años atrás, cuando había árboles en sus aceras y éstas, no siendo de la anchura actual, permitían aparcar a lo largo de la misma -parking, dicho sea de paso, que no parece que haya beneficiado mucho a los comercios y cafeterías de la avenida, por no hablar de los trastornos y de las pérdidas que supuso la realización de la obra, pues ahora, ¿quién se va a meter en éste, pongamos por caso, para tomar un café en el Tajurgo o el Menta y limón? Probablemente nadie-. O como cuando se autorizó la instalación de antenas de telefonía móvil en zonas urbanas, como las habidas en la propia azotea del Cabildo -disimuladas, más que protegidas, por una especie de encajonado metálico- o en una de las entradas al puerto, no cabiéndonos aquí el orgullo de poder decir que nuestros gobernantes, ante la duda de si la radiación emitida por estas es perjudicial o no para el sistema inmunológico del ser humano, y siguiendo el ejemplo de otros municipios que rechazaron el goloso ofrecimiento de las compañías telefónicas, alegando que lo primero era la tranquilidad y la seguridad de sus conciudadanos, optaron por prohibir su emplazamiento dentro de la población.

Calidad de vida, o mayor calidad de vida, la había antes, cuando, además de haber mucho más sitio gratuito para aparcar, había un área de esparcimiento con canchas de baloncesto y una pista de futbito, ambas provistas de gradas, que solían usar hasta los tripulantes de los cruceros que hacían escala en Santa Cruz, más una terraza de verano (donde en Navidades se celebraba también el baile de Fin de Año) y una pequeña churrería con algunas mesas que formaban un entorno de lo más animado y atractivo, todo lo cual desapareció, junto con los aparcamientos del lado costero, los que se extendían hasta el antiguo parador, con las obras de la playa y el emisario, siendo lo más lamentable, o lo más imperdonable, que, una vez terminadas no se restituirán aquellas por falta de espacio. Por lo que más de uno que abrigaba la esperanza de volver a disfrutar de todo ello, como era de justicia, llegado el momento, pensará que para eso habría sido preferible dejar las cosas tal y como estaban, o haber contemplado su reubicación a la hora de encargar el proyecto, ya que para playa, para el bañito ocasional de los días de sol y calor, ya hay bastante con la de Bajamar, que encima cuenta con una larga franja para aparcar que no tendrá la otra.

En cualquier caso, ahora, quien quiera fútbol o baloncesto, o incluso balonmano o balonvolea, deberá desplazarse (o seguir haciéndolo de manera definitiva) en vehículo, o pedirle al papá que lo lleve si puede y le apetece, o, simplemente, quedarse con las ganas. De modo que si ya de por sí eran limitadas las opciones de esparcimiento y distracción en Santa Cruz -y menos mal que volvemos a tener cine, ya que también nos quedaríamos sin los Multicines Avenida y la cafetería contigua-, así como los lugares de reunión de la juventud que no sean el «Macdonald», la Marina -si no termina de cerrarse lo poco que va quedando abierto de aquello que en su día supuso todo un boom para la ciudad- o los botellones de fin de semana, en lo sucesivo, y en lo que a deporte se refiere, se verán prácticamente reducidos a la nada: luego esos cambios habidos, esas propuestas de «mejora» que subestimaron la restitución de lo que se nos quitaría (y, aun así, fueron aprobadas irresponsablemente), no solo no velan en absoluto por la calidad de vida de nadie -cuando quienes acordaron aquello tenían la obligación moral de «devolverlo» por tratarse de una especie de bienes comunales-, sino que la empobrecen sobremanera. Y también había más calidad de vida, ya que estamos, cuando uno podía acceder más o menos libremente al puerto de Santa Cruz, el que venía a representar otra alternativa de ocio, el que en la actualidad, con tanto paso prohibido, tanta barrera, tanta puerta, tanta verja y tanta cadenita, tiene más de recinto carcelario que de puerto -y gracias a que se abrió de nuevo la cafetería de la estación marítima, pues esta, como es bien sabido, permanecería vergonzosamente cerrada durante años, dicen que, como en el caso de los locales de la Marina, a causa del alto alquiler exigido por sus alquiladores, más partidarios del todo o nada que de las consideraciones circunstanciales-.

Y calidad de vida había, en fin, cuando todavía existía la vieja terminal del aeropuerto, antes de que la derrumbaran y nos dejaran, ya para siempre, esa aberración de cemento desnudo, tuberías y cristal botella mal llamada la nueva terminal, ese lugar horroroso en que, después de haber conocido la otra, tan personal, tan acogedora y dignamente representativa de la isla bonita, con sus terrazas y sus vistas, sus animadas cafeterías (tanto las de dentro como la de fuera), sus viguetas de tea y su cómodo mobiliario, sus ascensores espaciosos y hasta su agradable rinconcito con su parque infantil -a tal punto que más de una tarde, siendo las mellizas pequeñas, iríamos expresamente allí para que jugaran un rato mientras los papás nos tomábamos algo en la terraza de la pista aquella; me acuerdo ahora en que no pocos guiris se sentaban de cara al sol con los ojos cerrados y una expresión de suma placidez, como agradeciendo lo extraordinario de un rincón así-. Ese lugar horroroso, decía, sórdido, oscuro, con espacios vacíos y desangelados que nunca serán ocupados por tienda alguna, con un self-service, en la parte de arriba, cerrado por falta de clientela, como cerraron o ya no llegaron a abrirse esos otros comercios que ambientaban la terminal antigua, en la que, además, cosa que tampoco debemos olvidar, siempre había sitio para dejar el coche en las inmediaciones por el tiempo que fuera necesario. Ese lugar espantoso, prosigo, en que no hay una sola ocasión en que tenga que visitarlo que no se me revuelvan las tripas de asco, de rabia, de indignación e impotencia con la misma intensidad de la primera vez, cuando atravesé la absurda puerta giratoria -la primera en la frente, y acto seguido la segunda: un ridículo mini ascensor en que apenas cabía el carrito y dos personas- y fui descubriendo con una ira creciente, como pocas veces he experimentado en mi vida, lo que habían hecho allí, quizás porque nunca podré dejar de compararlo con la antigua terminal, de preguntarme, no solo cómo llegó a diseñarse y darse por bueno algo tan atroz, sino lo que es peor y más grave: cómo se resolvió indecentemente echar por tierra aquella para añadir una pista más -pero claro, cuanto mayor el gasto y el despilfarro, mayor el beneficio de los señores participantes en el negocio-. Todo lo cual, se traduce, una vez más, en pérdida de calidad de vida, en esa sensación generalizada de que no hay nada de cuanto se haga que no raye en la desvergüenza y no resulte para peor.
 
Pero todavía hay algo más que quisiera mencionar antes de entrar en materia. Al principio del escrito alude usted, señor Matos, a unas deficiencias «que todos hemos notado y en muchos casos sufrido». Y ya que emplea el verbo sufrir, me gustaría aprovechar la ocasión para abordar otro tema bastante serio que también venimos sufriendo una gran mayoría sin que al parecer nadie mueva un dedo por evitarlo -casi diríase que todo lo contrario-, y que no es otro que el de los ruidos. Y con ello me refiero especialmente a las musiquitas que de vez en cuando suenan en uno u otro lado de la ciudad, por regla general en la zona aledaña al edificio del Cabildo y en la plaza de Santo Domingo. Y el problema es siempre el mismo: un puñado de personas, en el primer caso, y la música a toda pastilla, como si se tratara de amenizar -con las acostumbradas sevillanas o los viejos éxitos del pop español- a todo un estadio. Y algo muy parecido, en cuanto a volumen y frecuencia se refiere, en la Plaza de Santo Domingo, donde la especialidad son las verbenas y los ritmos latinos, de manera que a uno le dan ganas de salir huyendo de su propia casa -y de hecho, juro que más de una noche hemos tenido que pasarla en un apartamento de Los Cancajos, o recurrir a la hospitalidad de una buena amiga, en evitación de semejante tortura-.

En más de una ocasión, cuando el desquiciante evento nos ha sorprendido en casa, ya tarde para intentar cualquier escapatoria, he llamado a la policía local preguntando hasta cuándo se preveía que duraran las musiquitas y quién las había autorizado, a lo que normalmente respondían en tono oficioso -como si, ofrecida la respuesta, quedara todo aclarado, justificado y aceptado- que la Consejería de festejos. Vale, muy bien, pero ¿qué pasa con el dichoso volumen? ¿Nadie va a obligar a que se bajen los decibelios? ¿Vamos a seguir estando a la cabeza de la comunidad europea como el país más ruidoso de todos? Y ya que estamos: ¿hemos de seguir soportando el pregón semanal del cochecito de los altavoces, el que no para de recordarle al «afisionado» dónde y a qué hora tendrá lugar el próximo encuentro de su equipo favorito, así como el atronador ensayo de las batucadas -aunque aquí he de admitir que su frecuencia ha decrecido considerablemente, como si quien lo venía autorizando hubiera pensado por fin, bendito sea Dios, en el hasta entonces ignorado y sufrido vecindario- en pleno casco urbano?

En fin, que sería muy de agradecer que esa manifiesta preocupación por la calidad de vida de los ciudadanos contemplara también el tema de los ruidos y las musiquitas de ciertos locales y ciertas plazas, que ese empeño que han puesto en redactar una nueva normativa municipal no se redujera al problema de las basuras, el que, ya sí, paso a abordar.

De entrada, lo de que la «mejora» del servicio no supondrá ningún incremento en el coste del mismo es algo relativo, pues el coste adicional será para nosotros, quienes, molestias añadidas aparte, tendremos que gastar más en bolsas y en algún tipo de recipiente extra para el reparto de los diferentes desperdicios. Es más, seguiremos pagando por un servicio, el de la recogida de la basura de las aceras, que ya no se prestará, y cuya cuota, sin embargo, no se reducirá ni en un céntimo. Parece ser que esto -que muy bien podría tener un trasfondo económico- atiende en gran medida a la mala imagen que el estado de ciertas calles puede producir a ciertas horas en la opinión de ciertos visitantes ocasionales, la cual, por otro lado, vista desde aquí, me importa bastante poco, toda vez que, al influir directa o indirectamente en las decisiones tomadas por la autoridad competente, ha contribuido a suprimir ese a modo de privilegio (el de poder dejar la basura cómodamente junto al portal de casa) de que veníamos gozando durante años los residentes de Santa Cruz, a menoscabar, por tanto, nuestra calidad de vida.

Es como si de pronto, al querer guardar las apariencias de cara a los visitantes, hubiéramos vuelto a los tiempos de la moral represora del «qué dirán» o del «no, que nos verán», pero privándonos con ello -por imposición y no de manera voluntaria, y haciéndonos partícipes, de paso, de una moral oficial no compartida- de nuestra comodidad. Así que pienso que más valdría que estos se hubieran escandalizado por otros aspectos bastante más importantes o llamativos, como las horrorosas bocas del mentado parking, la ausencia (o desaparición) de un recinto deportivo en la ciudad o, cosa que antes olvidé mencionar, la deplorable imagen que ofrece el acceso al puerto y a la Marina cuando se hace desde la Avenida Marítima: esa triste glorieta rodeada de docenas de conos manchados de alquitrán y señales de circulación, como si esta permaneciera continuamente en obras (y a la que le quitaron una de sus tres palmeras para que se realizara con mayor facilidad el interesantísimo circuito en torno al McDonald´s), y ese sórdido pasillo entre verjas metálicas atornilladas a unos guardacantones de cemento que me recuerdan, por su abundancia y fealdad, las viguetas de la terminal de marras. Quizás entonces, de haberse manifestado aquellos negativamente acerca de esto otro -y dado que la opinión de los locales no parece que importe o afecte mucho a las decisiones adoptadas-, las cosas serían diferentes. Se me ocurre, no obstante, que una solución menos drástica habría sido la de acortar el tiempo de permanencia de la basura en las aceras, modificando de paso el horario de recogida de la misma, a fin de que el «mal efecto» producido fuera mínimo.

Ahora, en cualquier caso, todo son obligaciones y prohibiciones, y además expresadas en negrita, para que quede bien clara la amenaza de multa que conlleva toda infracción, como si de repente quisiéramos ser más ciudadanos de primera y más europeos modélicos que nadie. Aun así, puedo comprender y hasta aceptar a regañadientes que haya que llevar los desperdicios al contenedor. Pero no estoy en absoluto de acuerdo con el rígido horario impuesto: solo a partir de las siete de la tarde y sin contemplar excepciones, sin pasar siquiera por un lógico periodo de adaptación, por así decir -o de concienciación cívica, en el caso de los reciclajes-, para que nos fuéramos acostumbrando al paseíto hasta el contenedor. De modo que uno ya no podrá deshacerse de la bolsa, por citar algunos ejemplos, a primera hora de la mañana, de camino al trabajo; ni la ancianita a quien le ayuda una muchacha dos o tres días a la semana podrá delegar en ésta para que acerque la basura al contenedor al marcharse: tendrá que llevarla ella misma, que además, en razón de su edad, es muy probable que tenga problemas oculares, no vea bien por la noche y lo haga con el temor de dar un traspiés, caer al suelo y romperse la cadera; igualmente, quien acostumbre a ponerse cómodo después de la ducha vespertina, tendrá que volver a cambiarse para no salir de cualquier manera a la calle -y muy en especial si tiene que cruzar por alguna zona de ocio y alterne un jueves o un viernes por la noche, lo que tendría hasta un algo de bochornoso-; faena esta que, tratándose sobre todo de abuelitos y abuelitas con algún grado de impedimento en su locomoción resultará como mínimo enfadosa. Pero aún me vienen otras cuestiones a la cabeza: ¿Qué pasará con los bancos, las oficinas y las cafeterías que solo abran en horario de mañana, incluidos ahí el propio Ayuntamiento o el Cabildo? ¿Nombrarán a un empleado ejemplar que vaya todas las tardes a abrir un momento para llevar la basura al contenedor, o será que unos sí y otros no, dependiendo de las circunstancias o los motivos alegados por los interesados, o del buen criterio del técnico encargado de solventar la cuestión? ¿Se terminará convirtiendo algo que debería ser tan sencillo, cotidiano y desenfadado como hacer gárgaras o usar el papel higiénico en un asunto preocupante y de consecuencias cuasi delictivas para quien no actúe según la normativa vigente, esto es, para quien por la razón que sea se arriesgue a sacar la basura fuera del horario prescrito, pero sintiéndose entonces cual cazador furtivo, temeroso de que un agente de la policía local pueda sorprenderlo y pedirle explicaciones (que podrá o no aceptar, o multarlo sin más), y aun rezando para que a este no le dé por examinar el contenido de la bolsa y advierta algún envase de yogur o alguna latita de sardinas que, inadvertidamente, o por la fuerza de la costumbre, fuera a caer junto a unos restos pringosos de fideos o lentejas que dificultaran o desaconsejaran su recuperación?

Estoy más de acuerdo con el tema de los recipientes separados para el vidrio, el cartón y los envases ligeros, lo cual no deja de ser un negocio de particulares a los que nosotros les facilitamos la recogida sin recibir nada a cambio, ni aun las bolsas para el reciclado. Tal vez sí lo reciba el Ayuntamiento, pero no nosotros que somos, insisto, quienes nos molestamos y les facilitamos la tarea, por lo que tampoco estaría mal que estas empresas tuvieran el detalle de hacer alguna que otra donación pública que se utilizara con fines culturales, empezando por la biblioteca Cosmológica, tan falta de libros y material informático.

Por otra parte, es muy probable que en no pocas ocasiones, como en Semana Santa, Navidades o algún puente, se hallaran los contenedores colmados de basura, y entonces, ¿qué hacer, volverse a casita como un perfecto idiota con las bolsas de plástico, o buscar el siguiente contenedor más cercano sin la menor garantía de éxito? Y a este respecto, ¿cuál será la solución prevista por el Ayuntamiento, que no querrá que ningún vecino se vea en tal tesitura ni se arriesgue a ser sancionado si decide depositar los bultos, por eso de que ni tanto ni tan calvo, arrimaditos al contenedor? ¿Poner más recipientes de estos en la calle? Tal vez, con lo cual su imagen todavía se deteriorará más, pues la ecuación es bien sencilla: a más contenedores, más afeamiento de la ciudad.

Y justo aquí, antes de seguir adelante, se impone un inciso. Esta carta empecé a redactarla a ratos muertos hace ya unos días. En ella preveía, como acabo de indicar, un incremento de contenedores que, efectivamente, ha venido a confirmarse. Ahora bien, lo que no me esperaba es que fueran a colocar un par de ellos pegados a la pérgola del Teatro Chico, uno de los puntos de mayor tránsito peatonal de la ciudad, a dos metros escasos de los bancos que acostumbran a usar las personas de edad, de las mesas de un bar de La Recova y de los puestos de flores (para mayor ironía) de los viernes y los sábados, lo cual no solo denota una falta de sensibilidad ética y profesional y una indiferencia absoluta hacia esos vecinos para quienes se pretende una ciudad más limpia y agradable, sino una falta de respeto y consideración hacia quienes habitualmente acuden a ese rincón con ánimo de distraerse un rato, hacia el dueño o la dueña del bar aludido, sus clientes (en caso de conservarse alguno a partir de ahora) y los vendedores de flores. Es decir, que la elección del hueco no puede ser más inapropiada, chapucera (como ya lo fue en su día la idea de recubrir el suelo de cemento, en lugar de replantar otros dos árboles, y poner una papelera de acero inoxidable); inapropiada y chapucera, decíamos, e incongruente con las intenciones expresadas públicamente en el bando, donde se nos «pide» nuestra colaboración, pero donde no consta (ni se aprecia, fuera de él) que vaya a responderse en igual medida. Y si no, ahí está el botón de muestra: la colocación de dos contenedores flamantes, repito, que, aparte del daño estético, del gesto de prepotencia o insensibilidad administrativa que implica la elección de dicho sitio, terminarán de echar de ahí a los pocos ancianos que, quizás por no disponer de otros bancos a la sombra «destinados» a ellos, sigan frecuentando calladamente la pérgola del Teatro Chico. Para eso, ya puestos, mejor llevarse los bancos, obligar a quitar las mesas de la terracita, y colocar en su lugar cuatro o cinco contenedores más. Total, para lo que tardará en vaciarse este una vez empiecen a apestar los dos primeros…-.

En fin, señor Matos, ya lo voy a ir dejando aquí -aunque no sin antes excusarme por el tono exaltado del último párrafo, fruto, por lo demás, de la impresión recibida al acercarme, apenas hace unos minutos, a la esquina del Teatro Chico-. Soy muy consciente de que todo cuanto he dicho puede ser rebatido con argumentos contrarios, con respuestas ya estudiadas y preparadas para esgrimirse contundentemente cuando más convenga -como lo soy, por otro lado, de que el Ayuntamiento no tiene nada que ver ni con el puerto ni con el aeropuerto, si bien existe una cierta relación, en cuanto a maneras de obrar y consecuencias, que no hay que pasar por alto, de ahí que quisiera nombrarlos también-. Pero digamos que me remito al resultado final de unos hechos ante los que nos sentimos descontentos la gran mayoría de los vecinos de Santa Cruz. Descontento este que, lamentablemente, por mucho que se manifieste con mayor o menor apasionamiento en las conversaciones de la calle, suele terminar en agua de borrajas por no encauzarse en la dirección adecuada, por dar la batalla por perdida antes de librarla o juzgar, con una especie de resignación fatalista propia del lugar, que nada servirá para nada.

Probablemente esta carta no será la excepción, pero espero que al menos sirva para ponerlo en conocimiento -ya que si nadie protesta, pensarán que lo están haciendo todo la mar de bien- del malestar general originado en unos y otros a través de los citados ejemplos. Otra cosa hubiera sido si la normativa en materia de basuras, por ceñirnos a esta, hubiese comenzado o finalizado con un «Así lo mando y ordeno» de tipo feudal o caciquil. Pero no siendo ese el caso, habiendo tenido a bien ofrecer unas explicaciones acerca del porqué de la misma, he considerado oportuno contraponer los intereses y motivaciones municipales a los del común de la gente, o al menos de quienes, como yo, se muestran en desacuerdo tanto con la nueva ordenanza como con lo ya referido más arriba, que es, a fin de cuentas, aquello a lo que no me quiero acostumbrar -ya que ese es el máximo logro de toda imposición, el manso acatamiento de la misma, el acostumbrarse indolentemente a lo que ya está hecho-, esto es, a la fealdad de determinadas obras rematadas de forma chapucera, a los ruidos innecesarios y subestimados por las autoridades, a la ausencia de lo que nos quitaron sin ánimo de devolverlo, a las restricciones de tipo carcelario dentro de lo que antes fuera el Puerto de Santa Cruz -y que ahora, tras la última remodelación, se ha quedado también sin aparcamientos, precisamente en un sitio por el que tanta gente circula a diario en vehículo; y ojo con la que sale del puerto (o entra) a pie, pues esta debe dar un inútil rodeo en forma de U, de más de cien metros, que muy bien podría evitarse de no estar absurdamente cerrada la puerta que más a mano le queda-; a la imagen falsamente inocua, como si se tratara de inocentes campanarios, de las torretas de telefonía móvil, y a la presencia bochornosa, para terminar la exposición, de determinado par de contenedores mal emplazados, ya que del conjunto de todo ello arranca buena parte de ese malestar que se va aposentando dentro de uno, ese disgusto, esa indignación y esa rabia que con harta frecuencia irrumpen en el pensamiento colectivo amargándonos momentáneamente la existencia.

Con razón hay estudios de psicología social que demuestran que la forma física de una ciudad incide positiva o negativamente, según el grado de satisfacción estética o el nivel de actividades o estímulos urbanos, en el comportamiento de sus moradores. De suerte que si todo cambio o toda verdadera mejora urbanística están encaminados a incrementar el bienestar social, sería cuestión de ir revisando, por parte de los responsables de obras públicas, proyectos financiados y demás, todo lo hecho hasta ahora, de ver y reconocer en qué ha podido fallarse y, dentro de lo posible, tratar de corregirlo. Al fin y al cabo, siempre se ha dicho que rectificar es de sabios, o que nunca es tarde -para cambiar las bocas del parking del «Puente» por otras más dignas y estéticas, para modificar las obras en curso de la playa, para hacer más flexible el cumplimiento de la normativa en materia de basuras…-; nunca es tarde, decíamos esperanzadamente, si la dicha es buena. Y nada más, señor Matos. Reciba usted un cordial saludo de un vecino de Santa Cruz al que, como usted, le gustaría ver mejorada de verdad la imagen de esta bonita ciudad y la calidad de vida de sus vecinos. 

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