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Política (las necesarias virtudes públicas)

Recuerdo de joven, cuando Franco mantenía su dictadura, que corría una supuesta anécdota nunca confirmada en la que el general visitaba la granja de un campesino que le mostraba en su chiquero una hermosa cerda. El denominado caudillo de España explicaba al granjero que él tenía una cerda mayor, la política. Aunque no sabemos si Franco protagonizó realmente la historia anterior, sí que dejó constancia de su desprecio por la democracia constitucional y la actividad política que conlleva, a la que consideraba fuente de conflicto, de engaño y decadencia para la sociedad. Por eso, con su praxis autoritaria y represiva trataba de inhibir la participación ciudadana.

El año próximo, el 8 de diciembre, se cumplirán 60 años de que Pablo VI pronunciara, durante el cierre del Concilio Vaticano II, una frase que sigue llamando hoy toda mi atención: “La política es una de las formas más altas de la caridad”. El papa Montini apuntaba así en dirección contraria a la del dictador español y vinculaba la gestión de lo público al amor, la única realidad digna de crédito. Pablo VI promovía que la gente de fe se involucrara activamente en la construcción de una sociedad más justa e integradora, más humana, con un amor práctico y eficaz: la participación en las instituciones públicas, es decir, la política.

No soy de los que piensan que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. No es momento de defender aquí cómo la participación ciudadana, la protección del medio ambiente, la igualdad en los derechos y muchas otras cosas hablan de un buen trabajo, aunque sea claramente perfectible. Sin embargo, la sensación de deterioro de la vida pública no es ajena a los datos de realidad. Mucho antes de que se escribiera “El príncipe de Maquiavelo, ya se daban las tentaciones que hoy el poder sigue teniendo. La convicción de que el fin justifica los medios (no pongo ejemplos, pero son evidentes para cualquiera que mire a su oponente político) tergiversa la naturaleza de la democracia constitucional donde, en realidad, solo el uso de medios éticos legitima los fines que buscamos.

Victoria Camps escribió en 1990 “Virtudes públicas”. Cuatro años después, publicaba “El malestar en la vida pública”. Muy sintéticamente, Camps proponía que, además de la honestidad o la responsabilidad, que entendía como virtudes privadas, la política exige otras virtudes como la justicia, la prudencia, la tolerancia y la solidaridad. Con raíces en la filosofía griega, Camps pone a la prudencia como clave de las virtudes que debe cultivar la persona que esté en política: moderar los propios afanes e impulsos para actuar con sabiduría, capacidad de sosiego y de evaluación tanto de los riesgos como de las consecuencias, buscadas y no buscadas, de las propias decisiones, orientándose siempre a la búsqueda del bien común. Camps muestra en sus obras de los noventa (no de 2024) que la virtud del diálogo es inexcusable en quienes se dedican a la política. El pluralismo de las sociedades abiertas requiere capacidad de escucha, de negociación, que no entiendan el consenso como una derrota. Además, subraya una virtud que ya entonces era necesaria y que hoy parece imprescindible: la mirada al largo plazo, templada, ajena a populismos emotivistas, sostenida en principios éticos sólidos. Finalmente, Camps hacía notar que la educación en virtudes es fundamental. No basta con la educación en valores. La virtud, como el amor, es una praxis. Toda praxis requiere entrenamiento. Sin ese entrenamiento en la virtud, la política se hace desamor, odio y deja de ser digna de fe, digna de crédito.

A mi retorno de América, en septiembre de 2003, cuando finalizó mi destino jesuita en Paraguay, noté un cambio en la acción política que se ha ido acentuando con el tiempo: nuestras autoridades y representantes dependen cada vez más para su actuación de los responsables de comunicación. El diálogo político, al menos en su vertiente pública, se sustituye por la dialéctica y hoy por hoy, un buen eslogan en las redes sociales, una frase ingeniosa, hiriente o divertida sustituye a la argumentación profunda de las propuestas. Los propios medios clásicos (radio, televisión y prensa) han acentuado la exposición de micromensajes emocionales alejados de un razonamiento más sosegado. De ese modo, las posiciones claras y distintas se esgrimen como armas frente no ya al oponente, sino al enemigo. Los mensajes se hacen rotundos en sus formas y suficientemente vacíos en sus contenidos para favorecer cambios que no obedecen a las necesidades de la realidad, sino a las exigencias del acceso al poder. Así que hoy, cuando hablo con los amigos y amigas que se dedican a la más alta forma de caridad (Pablo VI), me resultan muy prescindibles los mensajes de contenido político, demasiado pegados a la disciplina comunicativa de sus agrupaciones, y me siento más implicado en cómo sobreviven a la refriega, cómo consiguen que su acción política no arrastre a sus familias, sus aspiraciones culturales, sus amistades sociales, sus vivencias espirituales.

Es evidente que la política es una tarea necesaria. Pero el ambiente en el que tiene lugar acaba por hacer una especie de casting en el que la preparación y el conocimiento de la problemática que se debe afrontar (educación, salud, seguridad, economía, cultura, transporte, logística, medioambiente, convivencia, migración, empleo…) pasa a segundo término frente a la capacidad del ingenio dialéctico, la lealtad al jefe, la experticia en el manejo de las medias verdades o los favores a los fieles. Muchas y muchos rechazan esta manera de hacer política, pero no se atreven a dar un paso al frente ante el temor de no sobrevivir espiritualmente al ambiente poco edificante que cada día observamos.

La política requiere de las mejores personas, de las más virtuosas. El descrédito de la política no afecta solo al gobierno o a la oposición, sino al conjunto de la clase política (eso vio en su día Pablo Iglesias, cuando hablaba de “la casta” y lo supo recoger el argentino Milei, que repetía el mismo eslogan). La llegada de líderes fuertes, inmorales y autoritarios no es otra cosa que el resultado de la falta de virtudes y de amor por parte de quienes hacen política como si la conquista del poder fuera un fin en sí mismo. Solo el amor es digno de crédito. La política es digna de fe cuando se hace desde el amor.

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