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El callejón
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¡Bravo, Brubeck!

Dos años después de su publicación dentro del álbum “Time Out”, en 1961, el programa Jazz Casual, dedicado al Dave Brubeck Quartet, arranca con esta versión de “Take Five”, de Paul Desmond, uno de los temas musicales más conocidos del pasado siglo.

Mi pasión por el jazz es el fruto de una búsqueda a ciegas, a través de ecos y referencias. Durante años me acostumbré a acompañar mis quehaceres cotidianos de estudiante con música clásica: afición a la que fui aleccionado, como muchas otras, por esa suerte de hermano mayor que ha sido para mí (y para mis otros hermanos) nuestro querido tío Bac, abreviatura de doctor Bacterio, nombrete con el que identificamos a Anelio Rodríguez Concepción. Él me inició en la audición de los grandes maestros de todas las épocas (Mozart, Beethoven, Bach, Ravel, Sibelius, Falla, Jobim), de los que me grababa selecciones en cassettes que aún conservo como una especie de incunables.

Sin embargo, con la edad y con el ingreso en la universidad, que es cuando uno empieza a vivir por su cuenta, recién cumplidos los veinte años, me inicié en el jazz y con el dinero ganado en mis primeros trabajos como periodista adquirí mis primeros discos: un recopilatorio de Charlie "Bird" Parker, de quien Cortázar trazó una excelente falsa biografía en su relato El perseguidor, que leí con pulsión febril; una antología de las baladas que Miles Davis grabó para el sello Columbia, que constituyen un hipnótico viaje al interior de la noche, y Tristeza on Piano, un cosquilleo vitalista y gozoso que te recorre las venas y se te incrusta en el alma como una revelación milagrosa, gracias a las suaves yemas de los mil dedos de Oscar Peterson.

Dos décadas después y salvo escasas excepciones, el jazz es la única música que escucho en la intimidad de mi piso de alquiler, donde los compacts y los DVDs, al igual que los libros, amenazan con sepultarme algún día bajo el peso de esta feliz soledad santacrucera.

En mi rutinario deambular por la prensa digital (uno, que dedicó la mitad de su vida a los periódicos en papel, ya ha desertado de los diarios como otros abandonan a sus mujeres o a sus amantes de siempre) el pasado miércoles me topé con una noticia no por previsible menos ingrata: el fallecimiento, un día antes de cumplir los noventa y dos años, del pianista norteamericano Dave Brubeck.

Nacido en 1920, en la localidad californiana de Concord, David Warren Brubeck era hijo de un granjero y de una directora de coro que inculcó a sus hijos el amor por la música. Tanto él como sus hermanos estudiaron en el Conservatorio aunque Dave apenas tuvo tiempo para flirtear con las chicas ya que fue movilizado para unirse a las Fuerzas Armadas desplazadas a Europa, al final de la II Guerra Mundial. En el ejército, el futuro pianista se encargaría de dirigir la banda militar donde trabaría amistad con otros instrumentistas, fervientes seguidores -como él- del bebop que creaban, noche tras noche, en los clubs de Nueva York, dos colosos que atendían a los nombres de Charlie Parker y Dizzy Gillespie.

De carácter afable y extrovertido, afectuoso, simpático, la única vez que del rostro de Dave Brubeck desaparecía su sempiterna sonrisa era cuando tenía que recordar, con los ojos bañados en lágrimas y la voz entrecortada por la emoción, que a sus compatriotas de raza negra, músicos como él, que habían combatido en el frente contra el nazismo, se les negaba la entrada en hoteles, bares y restaurantes en EE.UU., debido al color de su piel. Criado en un ambiente rural, este artista irrepetible, de profundas convicciones tanto religiosas como morales, creció con el sueño de poder tocar algún día en la banda del clarinetista Benny Goodman, a la que oía en la radio familiar después de ayudar a su progenitor en las duras labores del campo.

En el extraordinario documental de Ken Burns, Jazz, la historia (gracias de nuevo, Bac), Brubeck relata el estremecedor momento en que un día, siendo un chaval, su padre lo llevó a visitar a un viejo jornalero negro, amigo suyo, para que éste, avergonzado, le mostrase las marcas en su espalda de una docena de latigazos.

"Recuérdalo bien, Dave, estas cosas no deben volver a pasar nunca más en este país, hijo", le advirtió.  

Así, en plena década de los cincuenta, cuando la lucha por los derechos civiles de la minoría negra estaba en ciernes y muchos aún miraban hacia otro lado, Dave Brubeck desafía cualquier forma de segregación y monta su mítico cuarteto, junto al saxo alto Paul Desmond y el batería Joe Morello, y donde incluye al contrabajista negro Eugene Wright. La formación no tardó en erigirse en uno de los conjuntos instrumentales más célebres de todos los tiempos.

Influido por los autores europeos de vanguardia, como Milhaud (de quien fue alumno), Hindemith, Stravinsky o Schoenberg, Dave Brubeck se atrevió a reforzar los componentes melódicos del jazz para así hacerlo más asequible al gran público. La fórmula tendría una aceptación inmediata y su mayor mérito radica, precisamente, en haber aproximado el jazz a las clases medias de Norteamérica.

Convertido en una de las principales atracciones universitarias de todo el país, el cuarteto de Dave Brubeck grabaría con éxito numerosos discos en directo y lideraría las listas de popularidad con el "hit" Take five. Este tema, original del tímido aunque expresivo Paul Desmond, pertenece al álbum de larga duración Time out, del que se llegaron a vender más de un millón de copias en todo el mundo (algo insólito, entonces y ahora, para un vinilo de jazz).

De la noche a la mañana, Brubeck se convirtió en una celebridad y fue el segundo músico de jazz en ser portada de la revista Time, después de Louis Armstrong.

Presa del entusiasmo, el pianista no pudo evitar llevarle un ejemplar de la citada publicación a su amigo, Duke Ellington, en cuya casa se presentó sin previo aviso una mañana: "En esta portada tendrías que estar tú, Duke, que para eso eres el más grande".

Aunque el Dave Brubeck Quartet se disolvió en 1967, el pianista californiano mantuvo una intensa actividad profesional durante el resto de su larga y prolífica carrera, en la que llegaron a acompañarle cuatro de sus cinco hijos, también músicos.

"Una de las razones por las que creo en el jazz es que en él la individualidad del hombre halla su camino a través del ritmo del corazón. Y ese latido retumba por igual en todas partes. Es lo primero que escuchas al nacer y el sonido con el que la vida te despide", confesó una vez este inquieto artista al que ni siquiera un accidente cerebro-vascular consiguió retirar de los escenarios en los que permaneció durante más de seis décadas.

Brubeck, que fue distinguido con la Medalla Nacional de las Artes, en 1994, y el premio Kennedy, en 2009, deja un legado impresionante para las futuras generaciones, que tan escasas andan de referentes éticos y estéticos como, sin duda, resulta el suyo.

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