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El callejón
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Hasta luego, Luis

Una de las últimas veces que visité a Luis Cobiella en su domicilio, en la calle San José, le llevé de regalo un disco con temas de Louis Armstrong. A Luis le hizo especial ilusión escuchar esta versión de “La Vie en Rose”. ¿Y a quién no?

[Publicada en este mismo blog hace más de tres años, esta semblanza del desaparecido Luis Cobiella Cuevas pretende ser un homenaje póstumo a un ser humano excepcional]

"Creo en muchas cosas; una de ellas: la realidad es levemente reflexiva: quien la contempla aumenta la suya, levemente, claro está: pero creo que quien
contempla no queda exactamente igual que antes sino un poco más, levemente más. Tal vez esto se explique creyendo que la realidad contemplada es, al cabo, la
propia realidad. Quien contempla la bondad, por lo pronto, contempla su
propia bondad y además quien, por ser bueno, contempla la bondad ajena, crece en bondad -levemente, claro está. Concha contempló su propia belleza cuando se casó conmigo: obeso, calvo y sin saber bailar"

Luis Cobiella, febrero de 2010, en elapuron.com

Cuando me marché de La Palma, en junio de 1986, justo al día siguiente de la inútil proeza protagonizada por la selección española de fútbol la noche anterior (hora canaria), en la que un inspiradísimo e implacable Emilio Butragueño liquidó con cuatro goles, en el estadio de Querétaro, a la hasta entonces imbatida, despreocupada, coqueta e irrepetible Dinamarca de Laudrup, los hermanos Olsen y del feroz Preben Elkjaer Larsen, obteniendo, por la puerta grande, el pase para cuartos de final del Campeonato Mundial disputado en México, dejé atrás muchas cosas: las que había vivido, desde que llegásemos nueve años antes, procedentes de Lanzarote, y las que nunca viviría. Por delante, quedaba una franja de tiempo que, como el mar, siempre apunta hacia el horizonte, inalcanzable e infinito.

Con el cambio de residencia, uno no sólo realiza el desplazamiento físico de un punto geográfico a otro. También lleva a cabo un traslado mental. Ya no vuelve a ser el mismo. Luego, a medida que los años transcurren y las distancias cada vez resultan más cortas, casi tanto como aumenta la certeza del (poco o mucho) tiempo que nos queda, progresivamente la vida nos coloca en nuestro sitio, mientras descubrimos que ese lugar no existe y todos nos volvemos un tanto extraños para nosotros mismos y empezamos a admitir, como cantaba Facundo Cabral, que, al final, uno ni es de aquí, ni es de allá, ni tiene edad, ni porvenir, y ser feliz es su color de identidad.

Lo antes apuntado justifica, por un lado, que tardase cierto tiempo en conocer a la persona de la que hoy quiero hablarles y, por otro, el respeto y admiración que ésta despierta en mí (y no soy el único), ya que pertenece a la escasa y minoritaria clase de seres humanos que gozan de la libre, tolerante y aleccionadora sabiduría de la que habla el citado cantautor argentino, quien, en otra memorable composición, recomienda "volar bajo", porque "abajo está la verdad".

La primera vez que entrevisté a Luis Cobiella Cuevas fui llevado por mero interés académico. Ocupaba por aquel entonces el cargo de Diputado del Común de Canarias y yo, inmerso en las zozobras del primer curso de Derecho, realizaba un trabajo para la asignatura de Historia, centrado en esta especie de Defensor del Pueblo, de ámbito local, que se instauró en las Islas durante la segunda mitad del siglo XVIII, al amparo de las reformas ilustradas de Carlos III. Pude acceder a un encuentro personal con este cargo público, designado por el Parlamento autónomo, en su despacho en la calle Real y en plenas vacaciones navideñas, gracias a la estrecha y cariñosa relación de amistosa vecindad que sus suegros (don Juan Capote y doña Loreto Álvarez) siempre mantuvieron con mis abuelos paternos y al mutuo aprecio que tanto su esposa Concha como mi tía Nena se profesan desde jovencitas.

De aquel primer encuentro saqué la imperecedera impresión de haber estado conversando no sólo con alguien digno de ostentar el alto honor que le había sido conferido, sino también con un hombre erudito e inteligente que podría fijar un marco de referencia, intelectual y cívico, para quien hubiese de relevarle en dicho cometido, como así fue.

Meses después de aquella entrevista y con motivo de la Bajada de la Virgen de 1990, volví a reencontrarme con Luis (como él prefiere que lo conozcan, aunque, particularmente, me sea imposible tutearle) cuando hice mis prácticas periodísticas en Radio Nacional, en un programa que se emitía en directo cada tarde, conducido por la locutora madrileña, María Pilar Hernández (gracias, Maripi). En esa segunda ocasión, tuve la oportunidad de conocer al Luis Cobiella artista, al músico inquieto y devoto que (ex)pone su talento al servicio de unas fiestas en las que, con peculiar idiosincrasia, lo sacro y lo profano se confunden en medio del regocijo y fervor popular.

En diciembre de 1993, como diría un cursi, nuestros caminos volvieron a cruzarse. Se celebraba el II Seminario Juan Régulo en la capital palmera y Luis Cobiella, el poeta, el escritor, compartía cartel con José Luis López Aranguren y José Enrique Rodríguez Ibáñez, en un mini-ciclo de conferencias que giraban en torno a la sempiterna crisis de las Humanidades. Luis abrió el fuego con una magistral ponencia en la que reivindicaba la naturaleza conciliadora del lenguaje y el valor incalculable de la palabra: ambos, elementos inherentes al proceso de enseñanza. "Enseñar es compartir: se aprende en la medida que se enseña y se enseña en la medida que se aprende", afirmaba en uno de sus lúcidos juegos verbales este licenciado en Ciencias Químicas que impartió clases de Matemáticas y Ciencias Naturales en el antiguo Instituto Nacional de Enseñanza Media de Santa Cruz de La Palma y que hoy da su nombre a otro centro de Secundaria en esta misma ciudad.

Recuerdo con tanta precisión aquellas inolvidables jornadas ya que, en calidad de redactor de Diario de Avisos, asistí a tales charlas y tuve ocasión de tratar de cerca al inimitable profesor Aranguren, quien, al igual que el protagonista de la maravillosa Madadayo, de Akira Kurosawa, parecía vivir en una permanente y contagiosa juventud. Después de una semana de intenso trabajo (enviaba por la mañana el resumen de las conferencias que se celebraban la tarde-noche anterior), regresé a Tenerife con energías renovadas, un puñado de recuerdos imborrables y cuatro entrevistas, recogidas entre la grabadora y el cuaderno de anotaciones, que habría de transcribir y publicar en las semanas siguientes. Una de estas conversaciones tenía como interlocutor a Luis Cobiella y se produjo en su domicilio de La Dehesa, en una casa terrera donde se respiraba la música del silencio, de la tranquilidad, de las horas saboreadas minuto a minuto, de una vida en común, repleta de complicidad y de amor hacia el otro y hacia los demás.

Con su apabullante caudal, sin embargo, sereno y contenido, de virtudes que lo convierten en un hombre especial, un hombre que parece salido del túnel de los siglos, de un ayer remoto y lejano, en el que la ciencia y el arte eran una misma entidad, Luis Cobiella, astronauta en plena Edad Media, una mente renacentista en el siglo XXI, me sorprendió y me sedujo aquella mañana de hace dieciséis años con su cosmovisión, cimentada sobre Marx y sobre el Evangelio:

"Pienso que un cristiano ha de militar en la izquierda y, si es en política, en la que pueda hacer algo. Porque en política, para militar en ideologías utópicas, ya milito en el cristianismo […] Yo sólo puedo ser capaz de entenderme con cosas de tres dimensiones. ¿Y los sentimientos? Por ejemplo, la bondad es la cualidad de un hombre bueno y un hombre bueno es aquel que con sus manos acaricia, con sus ojos perdona, con sus brazos acoge. En ese sentido, soy materialista, necesito ese contacto de los sentidos para creer. Dios o quien fuera se planteó ese problema. Entonces, para comunicarse con nosotros, se adaptó a las tres dimensiones encarnándose en Jesús, en un hombre. El ser humano ha evolucionado pero el estilo de vida de ese hombre siempre ha ido por delante y siempre irá".

El jueves 28 de enero de 2010 Luis Cobiella puso el broche de oro a la Semana de Difusión Musical que el Casino de Santa Cruz de Tenerife organizó por vez primera. Debidamente avisado con antelación por su querido cuñado, Juan Francisco Capote (prestigioso veterinario, Embajador de Buena Voluntad de la Reserva Mundial de la Biosfera de La Palma, ameno conversador e incondicional de la S.D. Tenisca, del Atlético de Madrid y del cine de John Ford), me presenté en el salón noble de tan respetable institución con la apetecible expectativa de reencontrarme con la voz de alguien cuya palabra resulta especialmente necesaria en los actuales tiempos en que prolifera tanto demagogo inepto, tanto cachanchán iletrado y tanto pícaro cantamañanas. Y, como era de esperar, el conferenciante, que disertaba sobre algo tan complejo y espinoso como las semejanzas musicales, estuvo a su propia altura: claro, pedagógico y brillante en la exposición e, incluso, pletórico en la exhibición de muestras de un agudo, irónico y divertido sentido del humor.

Mientras Luis explicaba, sentado frente al piano, que existe una especie de espacio etéreo e inaprensible en el que las ideas, las estructuras y las melodías musicales flotan sin pertenecer a nadie, a la espera de que el creador las encuentre e imprima con ellas, sobre el pentagrama, las huellas que habrán de proyectarlo a la posteridad, me venía a la mente el expresivo y sincero autorretrato con el que el bajista Charles Mingus, uno de los compositores más prolíficos y originales en la historia del jazz, iniciaba sus memorias (Menos que un perro), su particular ajuste de cuentas consigo mismo y con el mundo violento e irascible que le tocó (en desgracia) vivir. Releí el texto, lo reelaboré y creo que es una buena forma de describir al ser humano del que hoy he querido hablarles:

Muy a su manera, Luis Cobiella es tres individuos en uno. Un hombre que permanece siempre en medio, atento, inmóvil, observando, como a la espera de que le sea permitido expresar lo que ve en los otros dos. El segundo hombre es una criatura tímida que nunca ataca a nadie porque prefiere ser apreciado por los demás. Luego está la persona extremadamente cariñosa y amable que admite a la gente en el templo más sagrado de su ser e ignora las advertencias de Hobbes y de Sartre, de que todos somos un infierno para los demás, porque hace mucho tiempo que aprendió que el infierno no existe y que la vida es un repertorio ilimitado de posibilidades a nuestro alcance para satisfacer nuestros propios deseos y los deseos de nuestros semejantes.

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