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El callejón
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Último pase

Fallecido el 15 de marzo, el periodista Juan Claudio Cifuentes, ‘Cifu’, dedicó cincuenta de sus setenta y cuatro años de vida a la divulgación del jazz. Este fue el segundo espacio de “Jazz entre amigos” (TVE, 1984-1991) que dedicó a Miles Davis.

A Juan Claudio Cifuentes, "Cifu", in memoriam

 

"Prendiste mi corazón con una sola mirada"

Cantar de los Cantares (4,9)

            ¿Quién se espera que una cosa así vaya a suceder? Chester Cook iba a actuar por última vez ante el público santacrucero. El mismo público que durante la semana había abarrotado el local en todas las sesiones.

            Como cada noche, la sala entera se encontraba cubierta por una atmósfera invisible, que sobrecogía al respirarla: como un cigarrillo consumiéndose con suavidad en el borde del cenicero, el sonido se elevaba lento, contemporizador, indiferente, dejando en el aire el rastro de un aroma que lo empapaba todo. Mientras que Cook ejecutaba su habitual música de silencios, que reverbera en el suelo y se esparce por las paredes, el tiempo hacía como si se detuviese. Lo ha señalado el crítico Leo Ortí: "Si uno se fija bien, las notas que salen de sus labios son pequeños interludios de paraíso, demasiado cortos, en este presente sobrecargado de destrucción. Sus soplidos traen una bocanada de frescura, abren un paréntesis en medio del caos cotidiano y, en esos precisos instantes, la realidad se fracciona, cambia de piel, como este artista camaleónico, que se reinventa a sí mismo cada noche".

            En efecto, hasta los músicos que lo acompañan llegan a parecer sombras, siluetas hipnotizadas, que tratan por todos los medios de seguir el compás. Sin embargo, lo que ya por último el veterano solista estaba ofreciendo a sus entregados seguidores no era sino una apagada versión del tipo que fue. Refugiado en su extraordinaria técnica, muy lejos de su mejor época, cuando formó trío junto al batería Tom Handerson y el contrabajo Don Webster, Chester Cook emitía unos escasos pero deslumbrantes destellos que, en el fondo, quién nos lo iba a decir, constituían auténticos estertores.

            Al terminar el segundo pase se escucharon tímidos aplausos y el músico aprovechó para tomarse un respiro. Pasada la media noche, el saxofonista tuvo que ausentarse para ir al servicio. No le quedaba más remedio. Sí, parece mentira, antes podía tocar horas enteras sin parar, presumía de eso, creía, ingenuo de mí, que así demostraba mi fortaleza: yo, que me he metido la vida en vena, que he sido capaz de actuar colocado hasta el culo de lo que sea, ahora me veo obligado a parar cada media hora, como los viejos con la próstata jodida.

            Al pasar por entre un grupo de espectadores, rumbo al pasillo, otra leve brisa de aplausos lo despidió. El maestro enseñó entonces una sonrisa salpicada de huecos vacíos y esmaltes amarillos. A pesar de sus claros síntomas de embriaguez, esa vez nadie lo acompañó hasta el cuarto de baño, en un gesto que todo el mundo interpretó como una especie de reconocimiento a su pasada grandeza. No obstante, era evidente que algo extraño le sucedía, ya que Cook andaba con enorme dificultad.

            Por un instante se tambaleó y todos -incluido este cronista- temimos lo peor. Luego, sus aún amplias espaldas se adentraron en el excusado. En una estampa repleta de simbolismo, el saxo tenor se quedó a solas sobre el escenario, brillando bajo la penumbra de los focos. Su fulgor metálico era el guiño cómplice de quien estaba satisfecho por haber cumplido con su trabajo y eso que me prometieron que el material era de primera: la madre que los parió, no tengo pulso ni para desabrocharme el cinto, me duele todo, Dios, no puedo respirar, me falta aire, qué puta mierda…

            Llevo escuchando a Chester Cook desde que empezó. De hecho, tengo sus primeros vinilos, conseguidos a fuerza de patear tienduchas de viejo. A pesar de no considerarme una entendida, no me ha importado rastrear hasta la última esquina del último rincón de Madrid, Barcelona o París para seguir la pista de alguna grabación inencontrable. Por ejemplo, sólo así pude dar con sus maquetas para GrantSteps Records, cuando las compañías le pagaban una miseria por cada sesión de estudio, acompañando a crooners que no eran más que la réplica de la copia de una mala imitación de Sinatra o de Billy Eckstine. Hoy no. Hoteles de primera y un agente siempre dispuesto a satisfacer todos sus deseos con su varita. Dicen que Chester está acabado. Pero yo no les creo. Qué sabrán ellos.

            Los músicos volvieron a sus puestos. Según el programa previsto, el saxofonista no tardaría en reaparecer, como cada noche ocurre lo mismo, he venido todos los días, a todos los pases, y sé que, tarde o temprano, terminará surgiendo del fondo de ese pasillo, que es oscuro y profundo como la vida misma, y lo hará con esa peculiar forma de andar que tiene, sin prisas, como si la cosa no fuera con él. Y sí, su rostro, su mirada azul, sus pómulos grisáceos, serán los de un hombre en retirada; pero en su música no podrás leer ninguna rugosidad, porque no habrá ni rastro del tiempo, porque su saxo es un tronco sin anillos. Estoy pensando en eso. En que, en realidad, Chester Cook no es Chester Cook, ni nació en Woodville, a un tiro de piedra de Nueva Orleans. Chester Cook no existe. En cambio, Lucio Fuentes sí, y tras el saxofón que se resbala entre sus manos, acariciándolo con las promesas de una felicidad compartida y bondadosa, se esconde el suspiro dulce, prodigioso, de un cubano pobre, hijo de cubanos pobres, emigrados sin papeles que un día arribaron a Florida con los bolsillos hambrientos. La existencia de Lucio Fuentes ha sido un misterio que jamás nadie ha querido desvelar. Cook se creó a sí mismo. Fuentes desapareció en medio de la bruma de una infancia de estaciones y muelles hasta que la música lo descubrió.

            En el interior de la sala, una espesa nube de humo empezó a describir círculos de impaciencia. Algunos espectadores lo encajaron con bastante deportividad, sabedores de que la falta de rigor había sido una de las debilidades profesionales del músico norteamericano. Otros, sencillamente, optaron por marcharse. Curiosamente, esta feroz dicotomía, entre partidarios y detractores, ha acompañado la carrera del excelente intérprete, desde sus inicios hasta el final de sus días. Miembro estable de la orquesta de King Basie, en la década de los cincuenta, formación con la que grabó sus primeros estándars, Cook protagonizó algunas de las mejores páginas del jazz en los siguientes veinte años, de la mano de su amigo y mentor, el sensacional trompetista Niles Evans, con quien ahora, mientras le espero para este último pase, desearía que no acabase nunca, que no dejara de tocar jamás. Cuando llega la parte final de su actuación, suele enfrentar un tema tras otro de su viejo repertorio sin que haya tiempo de saborearlos. Como si tuviese prisa por marcharse, por dejarnos. Ojalá siguieses estando ahí, en el escenario, a nuestro alcance, tan cerca de mí, Chester Cook, porque nadie entró en mi cabeza como lo hiciste tú, Chester, it never entered my mind, my love. Siempre te he admirado. Siempre te he querido.

            Ya se escuchaban los primeros silbidos de desaprobación y por todas partes chillaban los teléfonos móviles, cuando el dueño del local, el también músico y periodista Rubén Díaz, cogió el micro y se dirigió al público para tranquilizar al respetable. No era lógico ni normal que el músico se demorase tanto en volver.

            -¿Se encuentra bien? -Le pregunto.

            -¿Me creerá si le digo que no sé dónde estoy? -No me hace falta creerle. Su peso descomunal se me acaba de venir encima.

            -¿Quiere que le ayude?

            -Muchas gracias, ya lo está haciendo. Ha evitado que me vuelva a romper la cadera -está a punto de caerse de nuevo pero me las apaño para sostenerlo sobre mi hombro.

            -Busquemos la puerta de atrás -le digo.

            -Es una pena que haya llegado con treinta años de retraso. Habría sido la mujer de mi vida.

            -Ya conoce el dicho: nunca es tarde…

            Le hace gracia y se ríe. Pero la risa se corta por una tos seca, abrupta, que no le deja respirar.

            -No recuerdo nada. He debido de perder el sentido. La última imagen que tengo en la cabeza es la de un tipo en la primera fila que estuvo todo el rato tomando notas en un block.

            -Imbécil…

            -Por la cara que ponía, supongo que no le estaba gustando mucho el show.

            -Pues a mí me parecía que usted flotaba sobre todos nosotros.

            -No lo sabe usted bien… He perdido el conocimiento justo cuando intentaba sentarme en el retrete, creo… -Vuelve a reírse y la maldita tos lo atraganta.

            -No haga esfuerzos. Apóyese sin miedo en mí, que no lo voy a dejar caer.

            -He oído tantas veces esa promesa.

            Le agarro del brazo y sin pronunciar palabra andamos como dos vagabundos sonámbulos. Lo llevo hasta mi coche.

            -No sé qué pensará, pero no busco nada -le advierto mientras pongo en marcha el motor.

            -Es usted un sol, señorita. Puede hacer conmigo lo que quiera.

            -De acuerdo -le digo. Creo que nunca he sido tan feliz como en este momento. La euforia me invade.

            La tensión en el interior del local aumentaba a borbotones. Las protestas por parte de un sector del público arreciaron. La gente empezó a barruntar que algo anormal había pasado.

            -En la vida he tenido una espectadora tan fiel y tan hospitalaria…

            Tal y como está me daba pena dejarlo solo. Así que he preferido traerlo conmigo a casa. Mejor que aquí no estará en ningún sitio.

            -Veo que no se le escapa una. ¿Cómo sabe que no he faltado ni una sola noche?

            -Con el tiempo uno se acostumbra a que la música vaya por su cuenta. Eso te permite reparar en los pequeños detalles, en lo que de verdad importa… Y en los rostros hermosos.

            -¿Quiere que ponga algún disco suyo? -Le pregunto mientras le alcanzo una taza de café.

            -Hace siglos que no los escucho. De hecho, ya no oigo a nadie. Si va a poner música y no queda otro remedio, preferiría que fuese alguno de los muertos.

            -¿De los muertos?

            -Sí. Bach, Mozart, Debussy, Duke… Ellos son Dios. El verdadero Dios.

            -Pues usted no lo hace tan mal -le sigo buscando en el estante-. Es más, sin usted, esos dioses de los que me habla se quedan en nada. No son nada. Sólo silencio.

            No responde. Se limita a sonreír y a mojar los labios en el café.

            -Aquí está -saco el álbum de la funda y lo pongo en el plato. La aguja reproduce un ruido de hoguera hasta que empieza a sonar la batería, luego el bajo, el piano, y, por fin, él. Con un montón de años menos, con una vida menos. Y sigue siendo el mismo que acabo de escuchar hace un par de horas.

            Lo escucha durante unos segundos con los ojos cerrados, mientras respira hondo. Yo repito el gesto. La música lame el oído.

            -¿Sabe una cosa? Ese tipo que toca ahí no soy yo. No sé quién es, pero no soy yo, es un impostor -continúa con los ojos cerrados y su voz parece triste. Suena con esa tristeza que viene de tan lejos y es tan remota que no podemos hacer nada por impedirla.

            -No es ningún desconocido. Es usted.

            -No soy yo. Yo ya no soy nadie -y abre los ojos. Me mira y vuelve a sonreír. Yo me siento mucho más tranquila.

            -En cierta forma, yo también soy una impostora. Todos lo somos un poco, ¿no le parece?

            Al oír esto se ríe. Se ríe con ganas. No sé si ha entendido lo que le acabo de decir. Cierra los ojos, escuchando. Con mucho cuidado, me acerco hasta él. Nos besamos…

            Al fin, después de que varias personas corriesen veloces hacia los servicios, el dueño del local se encargó de comunicar al público la triste noticia. Chester Cook había sido encontrado sin vida en el suelo del lavabo. Quienes lo vieron aseguran que el músico sonreía.

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