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El callejón
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Si el despotismo levanta la voz

Esta secuencia, que pone fin a "El gran dictador", de Chaplin, no pudo verse en España durante treinta y seis años, debido a la férrea censura impuesta por un régimen con el que la Venezuela de Chávez empieza a guardar ciertas similitudes.

Con su borgiano laberinto de callejas y recovecos, su ingeniería enrevesada de puentes enmohecidos y de canales sugerentes (y menos infectos que hace décadas), sus palacetes en aparente abandono, sus gondoleros a rayas, sus colas interminables, su bella y atractiva decadencia, Venecia parece un gigantesco decorado, repleto de figurantes que hacen como que viven allí, rodeados por todas partes de un enjambre de turistas inquietos, ruidosos y noveleros, que dan la impresión de ser sus únicos y verdaderos habitantes.

            A muy poca distancia de esta isla, en plena laguna y rodeada por las cálidas aguas del Adriático, se encuentra una larga franja de tierra, de once kilómetros de longitud, el Lido. Dotada de vías asfaltadas, por las que pueden transitar los coches, y de un minúsculo aeropuerto, esta reducida superficie cuenta, además, con amplias y generosas playas de propiedad privada, con un balneario, con un casino, que ya sólo se abre en verano, y varios hoteles, de entre los que destaca el mítico Excelsior, el predilecto de los astros de la gran pantalla, durante la celebración del Festival Internacional de Cine. Al igual que su hermana mayor, el Lido tiene algo de escenario irreal, de espacio fantástico y anodino a la vez, al que el visitante llega cautivado por la magia de un embrujo que, en realidad, sólo existe en el interior de una gaveta mental llena de recuerdos prestados y, cuando no, totalmente inventados.

De esta forma, la contemplación directa de su litoral, de la arena blanca, a la que se acercan unas tibias y tímidas olas, de los escasos y despreocupados bañistas, de las típicas casetas e inevitables vestidores, bajo el plomizo sol de la tarde, resulta mucho menos impactante y sobrecogedora que la repentina agonía del músico Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde) en la secuencia final de la película de Visconti, entre los acordes del adagietto de Mahler para su quinta sinfonía.

Sin embargo, a pesar de todo, Venecia y sus alrededores rezuman una apetecible melancolía, una fragancia irresistible que atenúa, dulcifica y suaviza el dolor sordo e inequívoco de la indignación ante los precios abusivos, ante el deshonesto maltrato al huésped ocasional (que es considerado poco menos que un cajero automático sin límite de disponible) y ante la grosera exhibición del lujo y de la riqueza.

Condenada a desaparecer en un futuro cada vez más próximo, esta espléndida, majestuosa y ridícula ciudad, a mitad de camino entre el romanticismo armenio y melodramático de Charles Aznavour y la broma gamberra y dadaísta de los Hombres G, fue el lugar escogido esta semana por el cineasta norteamericano Oliver Stone para presentar al mundo su nuevo largometraje: el documental South of the Border, en el que muestra su particular visión del "cambio arrollador" y del "fenómeno histórico" que -a su juicio- se están produciendo en América, de la mano del presidente venezolano Hugo Chávez Frías y de otros dirigentes del Cono Sur, como el brasileño Luiz Inácio Lula Da Silva, el boliviano Evo Morales, el paraguayo Fernando Lugo, la argentina Cristina Fernández de Kirchner, el ecuatoriano Rafael Correa o el cubano Raúl Castro.

Si con anterioridad el siempre polémico y controvertido director y guionista (Salvador, Platoon, Wall Street, Nacido el 4 de julio, JFK, Nixon, W) abordó la compleja, singularísima y muy detestable figura de Fidel Castro, en sendas y extensas entrevistas personales (Comandante y Looking for Fidel), ahora el objetivo de su cámara se centra en el ex teniente coronel y presidente de la República Bolivariana de Venezuela desde hace diez años.

Sorprendido ante el feroz rechazo que el militar golpista genera en un notable sector de la opinión pública estadounidense, Stone asegura que esta última aventura cinematográfica obedece a su deseo expreso de ofrecer una perspectiva más ecuánime y certera de un personaje que considera "injustamente demonizado". Precisamente, tal planteamiento comulga con cierta tendencia apreciable en la izquierda europea a la hora de admitir, tolerar e, incluso, aplaudir el vehemente discurso revolucionario (?) de Chávez y de otros líderes latinoamericanos de similar perfil ideológico.

Autoproclamado apóstol de un socialismo de inspiración marxista, de raíz cristiana y de clara vocación trotskista, en el sentido de que la implantación del mismo modelo socio-político y económico ha de seguir una progresiva expansión geométrica y transnacional, el actual inquilino del palacio de Miraflores, que ya ha manifestado su decidida intención de convertir dicha residencia en vitalicia, es la más reciente y pintoresca incorporación a la larga y penosa estirpe de estadistas de corte populista, demagogos y escasamente demócratas (Juan Domingo Perón, Omar Torrijos, Alberto Fujimori…), que han frecuentado, por lo general, con desastrosas consecuencias, la historia contemporánea del sufrido continente americano; por otra parte, ancestralmente sometido a las brutales arbitrariedades de tiranías y dictaduras de todo signo, teledirigidas siempre desde el exterior, y a la incapacidad endémica por parte de la mayoría de estos países para asumir el autogobierno con suficientes garantías, desde la emancipación de la Madre Patria, acaecida a lo largo del siglo XIX.

En una ocasión, el Nobel colombiano, Gabriel García Márquez, cuyo inmenso e incuestionable talento literario es inversamente proporcional a su rigor intelectual, afirmó, en un alarde de audaz cinismo, que Latinoamérica "aún no había hecho su Edad Media". Pues bien, la aparición de un individuo como Hugo Chávez Frías y su consolidación como supremo representante de la soberanía popular, a pesar de las razonables dudas que éste concita en torno a sus convicciones democráticas y a su salud mental, pone en entredicho la frase del autor de El otoño del patriarca, ya que todo parece indicar, con las cifras del Producto Interior Bruto y de la balanza comercial en una mano y las estadísticas de criminalidad y la tasa de pobreza en la otra, que Venezuela (y naciones afines) ya han entrado en la era de la Ilustración y, más concretamente, del despotismo.

En este caso, la última estrofa del propio himno nacional de la República Bolivariana resulta a un tiempo llamativa y, especialmente, inquietante: 

Unida con lazos

que el cielo formó,

la América toda

existe en Nación;

y si el despotismo

levanta la voz,

seguid el ejemplo

que Caracas dio.

                      

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